3.30.2009

Kid A


El tema desaparecer sigue apareciendo frente a mis narices. Vi Boy A, una película inglesa que si bien no es exactamente sobre desaparecer, es sobre una de sus variantes más peligrosas: reaparecer. Borrarse o volver a escribirse, ¿qué es más complicado? ¿Es mejor regresar del anonimato con nombre propio o con uno que te permita empezar desde cero? ¿Hay algo a lo que se pueda volver o simplemente arrojas el retrovisor por la ventana y aceleras? No creo que sea tan fácil olvidarse de uno mismo y pretender que todos los años que se llevan a cuestas son una mera formalidad, pero supongo que, a veces, para ganarse un futuro limpio, o por lo menos la posibilidad de, hay que sacrificar un pasado sucio.

La historia de Boy A: un niño freak, solitario, hijo de padre alcohólico y madre con cáncer terminal, encuentra a su mejor amigo, una suerte de alma gemela que, como él, está roto. Entre los dos se hacen el aguante. Aguantan la soledad, el aislamiento, el rechazo de los niños cool, la vida al margen de las cosas que les pasan a los chicos “normales”. Una tarde comenten un crimen y son encerrados hasta cumplir la mayoría de edad. Sólo uno de ellos consigue ver la supuesta libertad que se ha ganado tras años de reclusión. Como este Boy A es un personaje público a quien los tabloides apodan “el hijo del diablo”, debe reintegrarse a la sociedad con otro nombre y, por lo tanto, ser otro. El Boy A, interpretado por el joven (nació en 1983, en California, o sea que le tocó aprender a hablar inglés con acento británico) y talentoso Andrew Garfield (el chico farrero que se la pasa hablando con Robert Redford en Lions for Lambs), reaparece en el mundo con otro nombre y tiene que hacerlo todo de nuevo: casa, trabajo, amigos, novia.

Volver a intentarlo.

Ayer, alguien me decía que los pacientes psiquiátricos no deben estar encerrados en grupos grandes porque es precisamente eso, estar entre locos, lo que hace falta para que una persona pierda la razón. Boy A no es exactamente un loco, pero tampoco se le puede llamar cuerdo a un tipo que pasó el fin de su infancia, y toda su adolescencia, confinado a un determinado lugar por ser considerado una amenaza para el prójimo.

Boy A mira a través de la ventana de un auto las calles que no ha visto en años. Todo está cubierto por ese tono gris/lluvia/frío que pinta las cosas en Inglaterra. Sus ojos se abren como seguramente no se habían abierto en mucho tiempo (se me hace que Boy A pasó muchos de esos días y de esas noches en prisión con los ojos cerrados). La primera palabra en salir de su boca suena como la ilusión de un ñiño: McDonald’s. Ya sabemos que comerá Boy A para cenar. Luego empieza a trabajar, es una posición humilde pero le sirve para mantenerse, para salir con sus nuevos amigos y conquistar a su nueva novia. Todo parece indicar que Boy A era virgen, que jamás había hecho el amor antes y que la experiencia lo tiene tan fascinado como perturbado, pero lo disfruta, y aprende.


Boy A no está totalmente curado ni totalmente listo para reaparecer, tal vez nunca logre estarlo del todo, pero este es el momento de tratar. Solo hay un problema. Aunque él no esté listo, tiene la predisposición, las ganas. Sin embargo, la sociedad que lo relegó no cree en su rehabilitación y no tardará en perseguirlo, acorralarlo y asfixiarlo. Regresas porque te dijeron que tenías una nueva oportunidad y que debías aprovecharlo. Al final del camino hay un muro. Ahora que estás lejos, el muro ni siquiera se nota.

3.28.2009

JC


En la revista SoHo (Ecuador) que anda circulando actualmente aparece un texto mío dedicado a Jackie Chan. Por cuestiones de espacio y concepto, no se pudo publicar la versión entera. Acá va el writer's cut, fully loaded version. Enjoy.


Elogio a Jackie Chan

Por Juan Fernando Andrade

Jackie Chan es un arma mortal disfrazada de Teletubbie. A simple vista es inofensivo: mide 1,74 mts. de altura (curiosamente, a Chuck Norris le sucede lo mismo), todos los peinados que ha lucido en sus casi cincuenta y cinco abriles (nació el 7 de abril de 1954) parecen haber sido ejecutados por su mamita, que obviamente no es peluquera, y lo más importante, eso que lo hace tan letal como un avión que sobrevolando las islas Canarias estalla en llamas sin explicación alguna, anda por el mundo exhibiendo una soberana, redundante y contundente cara de pendejo.

Supongamos que usted está en un bar, bebiendo, pasándola bien, ganando puntos con la elegida o cagándose de risa con sus amigotes. Entonces, un chinito-patucho-de-mierda pasa a su lado, tropieza y le riega una jarra de cerveza entera en todo el cuerpo mojándolo hasta las medias. Ahora bien, esto es de suma importancia: USTED NO SABE QUE SE TRATA DE JACKIE CHAN NI SABE QUIÉN ES JACKIE CHAN. El chinito, que genuinamente se muere de la vergüenza, lo mira con cara de retrasado mental, en su rostro una sonrisa que sólo puede perseguir caridad, misericordia y piedad. ¿Qué haría usted? A) Lo toma por los pelos y golpea su cara con la mesa hasta romperle la frente, B) Lo empuja hasta la calle, lo ata al guardafangos trasero de su auto usando un alambre de púas y lo arrastra de vuelta a Hong Kong C) Le escupe en la cara, le da una patada en las bolas y luego lo sostiene para que todos los que están en el bar le orinen encima, D) Todas las anteriores. ¿Qué haría usted? La verdad es que da lo mismo, porque si ese chinito-patucho-de-mierda que lo empapó de cerveza es Jackie Chan, y usted intenta partirle su mandarina en gajos, usted está muerto.

Charles y Lee-Lee Chan trabajaban en la embajada francesa en Hong Kong cuando nació su único vástago. Charles era cocinero y Lee-Lee se desempeñaba como ama de llaves. Los Chan eran una pareja joven y pobre, tanto, que tuvieron que pedirle dinero prestado a sus amigos para saldar la cuenta del hospital y poder llevarse a su hijo a casa. Cuenta la leyenda que, al verlos sin un centavo encima y desesperados, el doctor que atendió el parto les ofreció una cantidad de dinero nada despreciable a cambio del fruto de sus entrañas. Imposible saber si aquello sucedió o si Charles y Lee-Lee, aunque sea por unos pocos segundos, consideraron la oferta. Lo cierto es que Jackie Chan se llamó alguna vez Kwong Sang y vivió con sus padres hasta los siete años, cuando Charles consiguió un trabajo como jefe de cocina en la embajada estadounidense en Australia, y Lee-Lee se fue con él. Pero ojo al piojo, no es este uno de esos casos en que los irresponsables y desalmados padres abandonan a la criatura a su suerte. Charles, acaso pensando que la vida de su hijo sería tan dura como la suya, le enseñó, desde muy pequeño, las ancestrales artes marciales de China y, antes de partir hacia Oceanía, inscribió a su hijo en la Ópera de Pekín, famosa por haber nacido como un espectáculo estrictamente reservado para emperadores y reyes. Jackie Chan pasó toda una década estudiando danza, música, interpretación teatral y Kung Fu.


El 20 de julio de 1973, cerca de las dos de la tarde, Bruce Lee le dijo a su amiga, la actriz Betti Ting Pei, que le dolía la cabeza, que le dolía mucho, que el dolor era insoportable. Su amiga le dio un analgésico. Lee se echó en la cama, se durmió, y entró en coma. Betti Ting Pei llamó a emergencias. Tal vez los últimos minutos de Bruce Lee transcurrieron en una ambulancia que atravesó Hong Kong con la sirena a todo volumen, porque cuando entró a la sala de emergencias del hospital, ya estaba muerto. Veinte mil fanáticos llegaron hasta las pompas fúnebres del distrito de Kowloon para despedirse del héroe nacional. Uno de esos era Jackie Chan, quien había participado, en papeles secundarios, en varias películas protagonizadas por Bruce Lee. Productores asiáticos y norteamericanos empezaron a buscar de inmediato un reemplazo. Se reunieron con el joven Chan para contarle que su nuevo nombre artístico sería Sing Lung (convertirse en Dragón). Pero Chan de pendejo sólo tiene la cara, nada más. Nadie, nunca, podrá reemplazar a Bruce Lee, sería como si tras la muerte de John Lennon, en 1980, los Beatles hubiesen decidido reunirse y hacer audiciones para cantante. Chan lo sabía y fue precisamente en ese momento que tuvo la visión y pudo contemplar su futuro como si estuviese parado sobre el: haría comedias de acción, una mezcla entre Charles Chaplin y John Wayne.


El primer éxito en la pantalla grande protagonizado por Jackie Chan fue Jui Kuen (a.k.a. Drunken Master / El Maestro Borracho), estrenada en 1978. Chan hacía el papel principal: Wong Fei-Hung, un joven indisciplinando que no sigue las reglas, medio rebelde sin causa, debe aprender a dominar el Kung Fu de puños para practicarlo en estado etílico e impedir un asesinato. La creencia de los Maestros Borrachos es que estando ebrio uno no sólo es inmune al dolor que causan los golpes sino que también goza de una fuerza sobrenatural. Jackie Chan se tomará sus tragos aquí y allá, pero definitivamente no es un alcohólico. Para que las secuencias fuesen creíbles, el director Woo-ping Yuen le pidió al equipo de maquillaje que pintara de rojo el rostro de Chan, después de todo, se supone que siempre está ebrio. Así lo hicieron, pero no funcionó. Debido a las exigencias físicas de las escenas de combate, el maquillaje se deshacía en el sudor del actor y se chorreaba terminando en gruesas gotas rojas que manchaban su vestuario. Había que encontrar una alternativa y Chan dio con ella enseguida. Antes de cada toma, pasaba unos minutos parado de cabeza, de esta forma, cuando volvía a erguirse apoyándose en sus pies, su rostro estaba colorado y él estaba mareado de verdad. El efecto funcionó a la perfección. Si nunca han visto Jui Kuen no pierdan el tiempo en estas páginas banales y vayan, como dicen los españoles, a por ella.

Jui Kuen convirtió a Jackie Chan en una estrella asiática, de esas que detienen el tránsito vehicular y aparecen en vallas publicitarias anunciando bebidas gaseosas o detergentes mágicos. El siguiente paso era exportar su talento al otro lado del mundo y ser aceptado en Hollywood. Chan llegó a Los Ángeles en calidad de estudiante de intercambio (de hecho, cuando habla en inglés, se parece mucho a Fez, el estudiante de intercambio interpretado por Wilmer Valderrama en That ‘70s Show), todo lo que se esperaba de él era que repartiera patadas y puñetes por doquier al escuchar ¡acción!, como si de un animal entrenado en un circo se tratase. Chan apareció en un par de películas de medio pelo que no hicieron el menor ruido y tuvo que volver a su querida China con una mano adelante y otra atrás. Pasarían más de diez años hasta que Jackie Chan recibiera una segunda oportunidad de La Industria. En 1995 se estrenó Hung fan au, mejor conocida como Rumble in the Bronx, y aquello fue como el estallido de las turbinas que impulsan a un cohete espacial hacia la estratósfera. Jackie Chan se puso de moda en Estados Unidos, lo que prácticamente significa estar de moda en todo el mundo. Desde Rumble in the Bronx han seguido viniendo los éxitos de taquilla: Mr. Nice Guy (1997), Rush Hour (1998), Shanghai Noon (con Owen Wilson y Lucy Liu, 2000), Rush Hour 2 (2001), The Tuxedo (con Jennifer Love Hewitt, 2002), Shanghai Knights (secuela de Shanghai Noon, 2003), Around The World in 80 days (en la que fue Passepartout, el fiel sirviente de un Phileas Fogg en las carnes del gran actor británico Steve Coogan, 2004), Rush Hour 3 (2007), The Forbidden Kingdom (2008) y Kung Fu Panda (esa obra maestra de la animación en la que nuestro héroe prestó su voz para que hablara el Mono, 2008). Si todo sigue tal cual lo anunciado en los medios de comunicación, en 2010 Jackie Chan será el señor Miyagi en una versión siglo XXI del clásico ochentero The Karate Kid. Aquella podría ser su consagración definitiva. No la tiene nada fácil. Recordemos que, en 1984, Pat Morita, que nació en California, fue nominado como mejor actor de reparto tanto para el Globo de Oro como para el Oscar, por transmitir su sabiduría al enclenque y llorón Daniel San (si como yo, al recordar esta película se preguntaron qué será de la vida del actor Ralph Macchio, sepan que en 2008 apareció en dos episodios de Ugly Betty haciendo de un tal Archie Rodríguez), y que su señor Miyagi bien podría formar parte del gabinete de Yoda en la cabina de control del universo. ¿Podrá Jackie Chan superar el señor Miyagi de Pat Morita como Heath Ledger superó el Guasón de Jack Nicholson? No se pierda el desenlace de esta fascinante historia, el próximo año.


Sumando todas las películas en las que figura su nombre, realizadas en los Estados Unidos de América y en China, Jackie Chan tiene un gran total de 100 largometrajes a su haber, de los cuales ha escrito 11, dirigido 17 y producido 31. No sobra mencionar que se ha roto prácticamente todos los huesos del cuerpo más de una vez. Es más, al llegar a Hollywood y conocer a Steven Spielberg, uno de sus ídolos, Chan le preguntó cómo había logrado poner en la misma escena a personas de carne y hueso y a dinosaurios concebidos en computadoras. Spielberg soltó una carcajada y dijo “fácil, aplasto un botón, y luego otro” Chan celebró la broma del director y éste le preguntó cómo hacía él para saltar de edificio en edificio sin recurrir a dobles. Entonces, Jackie dijo “fácil, gritan acción, salto, caigo, gritan corte y luego voy directo al hospital”.

Jackie Chan siempre se queja de lo mismo, lo dijo en los shows de Ellen DeGeneres, Craig Ferguson y David Letterman: cada vez que alguien lo reconoce en la calle, lo saluda imitando torpemente alguna maniobra de Kung Fu. “Eso no le pasa ni a Robert De Niro ni a Dustin Hoffman, a ellos los reconocen como actores, ¡yo quiero que me reconozcan como actor!” Sorry, Jackie, pero bien difícil que algún día te midan con la misma vara que a De Niro o a Hoffman, tú no eres de esa clase, tú estás en otra liga, ni peor ni mejor, simplemente diferente. Las buenas noticias son que el mundo nunca olvidará lo que hiciste por los héroes de acción: los convertiste en personas, en tipos buena gente, buena onda, chistosos, amables, rudos y cursis, tipos con los que uno se puede tomar una cerveza en paz.

3.23.2009

Hasta que tomó los hábitos.


Días atrás, vi en el blog de Eduardo Varas una entrevista que le hicieran en Perú al escritor argentino César Aira (Coronel Pringles, 1949). La filosofía de Aira es consistente y parece definitiva: darle algo nuevo al mundo, así no esté bien escrito, porque el mundo está lleno de buenos escritores y no hay vida que alcance para leer todos los buenos libros que existen. Aira, qué duda cabe, tiene un punto, y salud por él y por eso. Todos necesitamos un punto.

Aira confieza en la misma entrevista que lo suyo, más que el fondo, es la forma, el cómo por encima del qué. Habla de sus libros, dice que suele aflojar al final, que se desespera y los termina apurado. Whatever gets you through the night, it’s all right, man! Cada uno tiene sus métodos y, si le funcionan, si consiguen llevarlo a algún sitio, a un lugar mejor, no hay chance de criticar. Ahora bien, uno puede no estar de acuerdo. En Adaptation, el Nicolas Cage que es Charlie Kaufman le dice al Nicolas Cage que es Donald Kaufman: escribir debe ser un viaje a lo desconocido. El Charlie Kaufman que es Charlie Kaufman es un genio, eso ya lo sabemos, pero lo que de verdad importa es que, como pasa en Adaptation, lo desconocido no siempre es lo original, lo nunca antes visto, lo inimaginable, sino eso que le paso sólo a uno de nosotros y que, por ende, desconocemos todos. Lo desconocido es una cuestión de percepción al sentir y honestidad al contar. El amor, el odio, la guerra, los fantasmas, la familia, la amistad, la picada de un mosquito en la playa de Crucita y una hamburguesa con queso servida en Dublín pueden bien ser elementos absolutamente desconocidos.

Cuando logras conectar con algo, ya sea una pintura colgada en el Museo del Prado o una corroída y sucia banca en el parque La Carolina es porque, de alguna forma, ese objeto/momento te encontró y, sobre todo, te ayudó a encontrarte y a ubicarte.


Hay dos extremos (tomando en cuenta que los extremos se reúnen para que el uno cierre lo que el otro empezó) y ambos son válidos. A) viste una película que te sacó de tu realidad por dos horas que valieron oro, que te sedaron, que te dejaron bien y con fuerzas para seguir. B) viste una película en la que un tipo que se parece a ti tiene problemas que se parecen a los tuyos y luego de dos horas (aunque estas suelen durar hora y media) sabes que no estás solo, que otra gente ha pasado por lo mismo y ha sobrevivido, así que posiblemente tu también llegues a los créditos finales, al corte a negro que nos espera a todos. Puede tratarse de ciencia ficción o de un documental sobre el sida en Centroamérica, si te sirvió, y se le sirvió al ser humano que la hizo, sirvió para algo, para mucho, para todo.

César Aira dice que su novela más “normal” es también su novela más autobiográfica: Cómo me hice monja. Acabo de leerla. Me gustó. Me entretuvo. Memorias que quién sabe si serán ciertas puestas en acción de una manera no convencional. Recordemos que la novela más “normal” de Aira es, posiblemente, la más freak de unos cuantos. Todo empieza con un niño que prueba un helado de frutilla y siente asco. Su padre lo reprende, lo insulta, lo humilla, hasta que el señor prueba el helado y se da cuenta de que está podrido. Entonces el papá le pide al heladero que pruebe el dichoso helado y el incidente termina con uno de los hombres muerto y el otro encerrado en la cárcel. Nos quedamos con el niño, quien se refiere a sí mismo como si fuera una niña. Nos metemos en su cabeza y resulta ser el lugar más original (y a ratos familiar) que se haya inventado jamás, porque Aira es Aira y no le teme al Aira que lo habitó alguna vez y que ahora ha crecido y no por eso olvidado. Ya lo cantó Héctor Lavoe: cada cabeza es un mundo.


Lo subrayado.

Mi padre no demoró más que un par de días en cumplir una promesa que me había hecho: llevarme a tomar un helado… Me lo había descrito, muy correctamente, como algo inimaginable para el no iniciado, y eso había bastado para que el helado raíces en mi mente infantil y creciera en ella hasta tomar las dimensiones de un mito.

Mamá si estaba presente, y ella traía el aroma del espanto, como una sombra de papá. Era inevitable, porque yo había entrado para siempre en el sistema de la acumulación, en el que nada, nunca, queda atrás.

El niño Aira… Está entre ustedes, y parece igual que ustedes. Quizás ni lo han notado, tan insignificante es. Pero está. No se confundan… Ustedes son niños buenos, inteligentes, cariñosos. Los que se portan mal son buenos, los peleadores son cariñosos. Ustedes son normales, son iguales, porque tienen segunda mamá. Aira es tarado. Parece igual, pero igual es tarado. Es un monstruo. No tiene segunda mamá. Es un inmoral. Quiere verme muerta. Quiere asesinarme. !Pero no lo va a lograr! Porque ustedes van a protegerme. ¿No es cierto que van a protegerme del monstruo?... Digan “Sí señorita”. ¡Sí señorita! ¡Más fuerte!

Así siguió un buen rato. En cierto punto empezó a repetir, y repitió todo lo que había dicho, como un grabador. Yo veía a través de ella. Veía el pizarrón donde ella misma había escrito: Zulema, zapato, zorro… con su caligrafía perfecta… La letra era lo más lindo que tenía. Y ya había llegado a la zeta… Yo la encontraba alterada, pero no me parecía que estuviera diciendo barbaridades. Todo me parecía transparente de tan real, y leía las palabras en el pizarrón… Leía… Porque ese día aprendí.

¿Por qué yo no tenía muñecas? ¿Por qué era la única niña en el mundo que no tenía una sola muñeca? Tenía un papá preso… y no tenía una muñeca que me hiciera compañía.

El mentiroso experimentado sabe que la clave del éxito está en fingir bien la ignorancia de ciertas cosas.

Pues bien: mi memoria se confunde con la radio. O mejor dicho: yo soy la radio. Por gracia de la perfección sin fallas de mi memoria, soy la radio de aquel invierno. No el aparato, el mecanismo, sino lo que salió de ella, la emisión, el continuo, lo que se transmitía siempre, inclusive cuando la apagábamos o cuando yo dormía o cuando estaba en la escuela. Mi memoria lo contiene todo, pero la radio es una memoria que se contiene a sí misma y yo soy la radio.

Los crueles delirios que había sufrido durante la fiebre eran una transformación, pero de signo opuesto. El sueño real era la forma de la felicidad como realidad, como paraíso. En el mismo movimiento la realidad se hacía delirio o sueño, y eso era el ángel, o la realidad.

Es que en realidad yo no había inventado enfermedades, sino sistemas de dificultad. No estaban destinados a la curación sino al desarrollo. “Dislexia” es un término que uso ahora, por una similitud puramente formal que he encontrado; y para hacerme entender.

Mis ojos horadantes de monstruo impedían que ningún ser vivo se mimetizara con mi vida.

Era huérfano de padre y madre, y no tenía otro pariente vivo que su abuelita, que a su vez no lo tenía más que a él. El mismo caso que mamá y yo, pero mucho más acentuado: nosotras estábamos momentáneamente solas en Rosario, ellos lo estaban definitivamente, en el mundo.

¿Adónde iba? ¿Adónde huía? ¡Si lo supiera! Huía de las bromas, del humor, de las anécdotas futuras… huía de la amistad, y no con desdén o para ir a hacer algo más importante, como creía el ingenuo de Arturito: era sólo el horror el que le daba alas a mis pies, el horror más sombrío.

Me colmaba de mimos, me llamaba por mi nombre todo el tiempo, César, César, César. A mí me encantaba que pronunciara mi nombre, era mi palabra favorita.

3.19.2009

Buenos días.


Es casi medio día y tiene que tomar una decisión. Por lo pronto sigue en la cama. Los ojos cerrados, como los puños. Siente un ligero temblor, como un escalofrío. Esto le ha pasado varias veces y en varios lugares y en compañía de varias personas. Ahora está solo, en su casa, pidiéndole a su cuerpo que siga en reposo, en pausa, congelado. Sabe que eso es imposible. Sabe que ya durmió suficiente. A veces, como cuando era niño, quiere dormir mil años y despertar cuando todo haya cambiado, cuando la cosa ya no esté como está, dura. Aunque la vida le ha probado lo contrario, de vez en cuando espera que las cosas se arreglen solas, por arte de magia, como un milagro salido del terreno del azar.

Abre los ojos y mira la faz irregular del techo. Se detiene en una mancha que, según él, parece un perro montado sobre una perra, disfrutando. Se queda en la mancha unos minutos, luego prende el televisor. Todavía no se ha incorporado, sigue echado. Salta de canal en canal y de pronto le parece que lo único posible son las caricaturas. En la televisión se mueven los dibujos mientras él dibuja en su cabeza la botella que está en la sala, esperando. Cree que lo recuerda todo o casi todo o, por lo menos, lo suficiente. Lo más importante es que, y de esto está absolutamente seguro, la botella no se acabó, es posible que esté por la mitad. La mitad de una botella, un iPod y un par de videos en YouTube pueden hacer una fiesta. Por un momento puede ver el futuro, sólo su futuro, como el Dr. Manhattan. Y se ve en la sala, frente a la compu, repitiendo canciones y gritando frente a una audiencia invisible. Ahí está, esa es la escena: él dando vueltas, saltando, cantando, el celular apagado, el teléfono desconectado, el resto del mundo lejos, muy lejos, en otra galaxia y él… él feliz en su cápsula.

Hay una botella sobre una mesa y un tipo mirándola fijamente. La botella, en efecto, está por la mitad. No hay drogas, ni siquiera sobras. Entonces él toma la botella con su mano derecha, sirve un trago, un buen trago, y segundos después siente el familiar ardor en la garganta y de pronto todo tiene sentido. Este man se echa el primer vaso de una, entero, cero huevadas. Sirve otro trago, number two. Camina hacia la ventana y observa: gente caminando, autos, animales perdidos, todo el mundo yendo hacia algún lado, buscando una justificación para su existencia, trabajando, produciendo, tratando de progresar, siendo lo que se supone deben ser. El segundo trago se lo baja en sorbos, con parsimonia y, tal vez, algo que podría llamarse garbo, estilo, onda.

La decisión está tomada. Hoy no va a ver sus mails ni a contestar llamadas ni a entrar en contacto con el mundo real a través de una Coca Cola en embase retornable. Está cansado, harto, cabreado. Hoy, todo le vale un montón de atados. Lo único que hará es llamar a su amiga y pedirle que traiga una botella de champaña y se siente en sus piernas. Abajo, allá afuera, el mundo sigue su curso. Arriba, aquí adentro, él es el rey.

Lo último que hace antes de cortar relaciones con la realidad es ver las noticias. En Santo Domingo de los Tsáchilas, la policía busca a un hombre que tiene secuestrada a su esposa, la tortura arrancándole las uñas de los dedos. En Austria, condenan a cadena perpetua al hombre que tuvo secuestrada a su hija durante veinticuatro años. Veinticuatro años en un sótano oscuro y húmedo. La chica tuvo siete hijos con su padre, uno de ellos murió a las dos horas de nacido. El botón dice power y tiene el poder de apagar la televisión.

3.16.2009

Días vigilando.


Este dato/fenómeno/culto Watchmen es nuevo para mí. Me estoy iniciando y estoy contento, cómodo, me gusta este lugar. Todo empezó meses atrás, cuando un amigo fanboy de Watchmen me dijo, emocionado, que faltaba poco para el estreno de la adaptación cinematográfica y que aquello lo mantenía con vida. No tenía sentido mentirle así que sin culpas procedí a declarar mi total ignorancia. En su cara apareció una sonrisa. Pocas cosas alientan tanto el alma como enseñarle a alguien que te importa algo que te importa y que, sabes, estás seguro, irá directo a su lista de favoritos.


En la contratapa de Watchmen dice: This is the book that changed and industry and challenged a medium. Y sí, seguro, las tapas y las contratapas tratan de atraparte a toda costa, sin embargo, después de haber llegado hasta la contratapa sin hacer trampa y pasando por GO todas las veces requeridas, siento que esas palabras son, más que justas, precisas, aunque sé poco de superhéroes y nada de novelas gráficas.

El plan era leer la novela antes de ver la película, hacer el deber como un alumno aplicado, pero ya pues, me comí la torta antes del recreo, digamos. Vi la película pocos días después de su estreno. Llegué tarde, me perdí la introducción que prologa esa gran, gran secuencia de créditos con Times They Are A-Changing sonando con la solemnidad de un himno patrio (Dylan es Dios y gobernará junto a Yoda, someday, ya no caben dudas). Esperaba multitudes y, por ende, asientos terribles. Nada que ver. Éramos pocos, muy pocos, de hecho éramos tan pocos que la proyección se veía más grande de lo normal y en algún momento nos rodeó por completo. Por lo que había leído/oído pensaba que el ejército Watchmen sería comparable, guardando las distancias, al de Lord Of The Rings, Star Wars o Harry Potter. Nones. Por lo menos en el Ecuador, los vigilantes son la minoría, los rebeldes, la resistencia a la que ahora admiro y aplaudo. Esa noche salí del cine sabiendo que había visto algo que me había gustado y mucho. No sabía qué era exactamente lo que había visto, pero regresé a casa con ese after taste que te deja queriendo más, queriéndolo todo.


Entré a la novela con furia, con deseo, a mil. La primera noche leí casi la mitad, como un futuro adicto que acaba de descubrir el objeto de su perdición. En Watchmen encontré todo y de todo. Una ambición desmedida y demente por lograr (lográndolo) una narración integral, entera, de esas que uno puede rodear físicamente; ritmo, estructura, vanguardia, el tipo de complejidad que lejos de ser la materialización de la arrogancia del autor se disfruta, se desmenuza con gusto y te catapulta a momentos y lugares que creías imposibles. En eso, en medio del esplendor, volví al cine a ver la película. Esta sala no estaba en Quito sino en Panamá, era gigante y también estaba vacía. Esta vez me aseguré de llegar a tiempo, la vi desde el comienzo y la disfruté cantidades. La alta fidelidad de esta adaptación es notable y jugada, lo apuesta todo a la seriedad y no se rebaja para masticarle la trama a la audiencia. Zack Snyder, el director de la odiosa, cansona e histérica 300, de quien desconfiaba hasta con fuerzas que no eran mías, no sólo la pegó, la rompió.


Por supuesto, lo correcto es, primero, leer la novela. Ahora bien, como no me consta que esté de venta en el Ecuador ni que la vayan a traer pronto, toca correr al cine. Por lo menos en Quito, sigue en cartelera, así que tan mal no le puede estar yendo. Escucho a Ziggy Stardust gritando I’ll help you with the pain y concluyo: la soledad que comparten los vigilantes es aún peor que la que toleran los vigilados.

3.12.2009

La primera persona del singular.


Desaparecer. Irse. Borrarse. Dejarlo todo. Partir diciendo, como Dylan: don’t look back. Como dicen las mamás y las abuelas: mandarse a cambiar. Marcharse sin avisar. Just do it. Tal vez sea porque este 09 el grandísimo escritor norteamericano J. D. Salinger, el más célebre de los borrados, cumplió 90 años de edad y no parece tener ninguna intención de volver a la luz. Tal vez sea por él. Ojala sea por él y en su honor. La cosa es que últimamente se habla mucho de la posibilidad de desconectarse, por completo, dejar el yo para ser otro.

Acabo de ver una película llamada, justamente, Yo. Es española, aunque ni tanto. Pasa en Mallorca y su protagonista es un alemán de nombre Hans, que ha llegado hasta allí para trabajar haciendo un poco de todo en una casa preciosa. Pero Hans no es Hans sino Hans 2. El primer Hans es su predecesor. Hans1 hacia exactamente el mismo trabajo que Hans 2 y como llevaba un tiempo en el pueblo, tenía una vida, una rutina, amigos, novia, ese tipo de cosas. Hans 2 no tiene nada, ni siquiera un pasado del cual hablar, con orgullo o con vergüenza. Nada. Cero. Los archivos no existen o se quemaron en un incendio. Las cosas de Hans 1 siguen en la casa y sus huellas siguen en el pueblo. Los locales son rudos con Hans 2, en los pueblos pequeños (yo vengo de uno) las reacciones ante lo nuevo y lo extraño suelen ser negativas, es más sencillo cerrar una puerta que abrirla.


Hans 2 tiene 3 opciones: tratar de formar parte de la vida cotidiana de Mallorca por quien es, largarse de ahí corriendo o, encajar en el molde de Hans 1 y darle al público lo que pide, eso a lo que está acostumbrado y lo mantiene contento, pan y circo, que se dice. Como en El Inquilino, esa nada menos que obra maestra de Roman Polanski, Hans 2 escoge la puerta 3: convertirse en alguien que no es con el afán de ser mejor de lo que es y vivir mejor de lo que vive, claro está, contando con el beneplácito de quienes lo rodean. Curioso, acaso cobarde, pero sin duda, válido. La diferencia entre El Inquilino y Yo, es que en la primera todo el proceso es una tortura que termina acabando con el personaje principal (interpretado por el mismo Polanski), encerrándolo en un infierno que transcurre en tiempo circular; mientras que en Yo, en algún momento difícil de determinar, Hans 2 decide convertirse en Hans 1 porque cree, es más, está seguro, de que Hans 1 la pasa mejor. Así de simple, así de oscuro.


Yo es la ópera prima de Rafa Cortés, nacido en Mallorca, dueño de una visión privilegiada y un futuro prometedor. Hans 2 está magistralmente interpretado (habla todo el tiempo con acento y gramática alemanes y cada uno de sus gestos dice algo, algo serio) por Álex Brendemühl, nacido en Barcelona, quien además co escribió el guión. Esta es una de esas películas que suceden, en su mayoría, dentro de la cabeza del personaje principal. Tal vez la encuentren lenta y hasta perdida, sin rumbo, pero por lo menos yo no pude parar de verla y quiero verla de nuevo, a ver qué pasa.

Un día sales de tu casa con la intención de no volver. Otro día llegas a un pueblo o a una ciudad y tienes que tomar una decisión obvia, ¿quién eres ahora que dejaste atrás a quien solías ser? Mantener tu nombre tiene sus ventajas, sobre todo si andas cargando tarjetas de crédito y deseas sinceramente que alguien asista a tu funeral. Pero el anonimato, el ser otro y el cambiar de piel, es una tentación difícil de resistir. Un día sales de tu casa con la intención de no volver. Y no vuelves. Nunca. Jamás. Suena bien.




Esta me la prestaron en su formato original.

3.10.2009

Oye tú.


Desde la semana pasada varios amigos me han llamado indignados, indignados todos por exactamente la misma razón: la versión de Hey Jude que ha tenido a mal producir el gobierno de la revolución ciudadana. Ni siquiera la había visto/escuchado/odiado hasta hace unos pocos días. Ahora yo también estoy indignado. Francamente no hay derecho. Hay cosas, símbolos, íconos, momentos, memorias, que no deben tocarse ni de broma, peor aún profanarse con fines políticos.

No tengo problemas con que ciertos artistas apoyen candidaturas o corrientes políticas, de hecho, está bueno que se atrevan a tomar posiciones a riesgo de defraudar al gran público que los sostiene. Pero la decisión debe ser de ellos, de los que escribieron esas canciones que prestan para apoyar una causa que creen justa y necesaria. Y no creo que Ringo, Paul McCartney, Yoko Ono u Olivia Harrison se hayan reunido con gente del gobierno ecuatoriano para cederle el tema. Así es que, como dicen todos mis amigos indignados, además de atentar contra la moral de generaciones y generaciones de personas que nos criamos con música de los Beatles, además de violentar el buen gusto, además de tomarse atribuciones que no le corresponden y además de no rimar, esta versión de Hey Jude, interpretada por el coro del socialismo del siglo XXI, tiene su cuota de ilegalidad. Para colmo todo esto raya en el crimen, como si no fuera suficiente pecado-original el simple hecho de haberla concebido.

La buena noticia es que, justamente, estamos indignados, y mucho, y sépanlo, somos muchos, un montón. Estando en tiempo de elecciones, con los noticieros plagados de encuestas y tortas redondas repartidas en varios colores; mientras corren los días en los que sabemos que Correa volverá a ganar/barrer/aplastar (ojalá hayan sorpresas), se levanta una causa que no tiene que ver ni con izquierda ni con derecha ni con centro sino con sentido común y, sobre todo, con una cuestión de cariño, de cariño hacia una gran canción y de amor propio. Me emociona saber que varios amigos han subido a su perfil en Facebook esta aberración con el único fin de combatirla y, esperemos, exterminarla para siempre jamás. Me emociona ver que los comentarios en YouTube, muy lejos de apoyar a este Frankenstein descontrolado y sin alma, lo aporrean sin misericordia y se preguntan cuánto dinero nos habrá costado que esta gente, que de pronto sólo quiso redondear el mes, aparezca en la tele cometiendo un auténtico crimen, un intento de asesinato que no puede continuar en la impunidad.

¿Qué hay que hacer para que saquen ese spot publicitario del aire y de nuestro sistema operativo? ¿Cómo lavamos el torrente sanguíneo de la patria? ¿Con qué cara podemos en estos momentos los ecuatorianos pedir visa para viajar a Inglaterra? ¿Con quién hay que hablar? ¿Servirá de algo instalarse frente a Carondelet y, por ejemplo, instaurar una huelga de hambre hasta que el tema en cuestión sea borrado de nuestra historia? Por ahí escuché que alguien sugería hacer una versión hardcore-death-power-black-metal de Comandante Che Guevara. No sé si serviría de mucho, pero sería muy divertido. Sea como sea, aquí estamos y de aquí nadie nos mueve. Viva la Resistance. Let’s take this sad song and make it better.



3.06.2009

Lo que no se va.


Un hombre tiene algo en su cabeza. Tal vez no es un hombre. O sea, tiene la edad necesaria para ser, formalmente, un hombre, pero eso, como sabemos, dice poco o nada o casi nada. Este hombre tiene algo en su cabeza. Tiene, es cierto, su cerebro, y eso está dentro de su cabeza. Ahora toca ir más allá, hundirse en ese algo que no solo hace mover su cerebro sino que, muy a menudo, lo ocupa por completo, lo embarga, lo inunda, lo ocupa como las estrellas llenan el universo. Este hombre sabe perfectamente qué es ese algo que ocupa su cabeza pero no se la va a decir a nadie, menos a nosotros. Nosotros somos, hay que recordarlo, completos desconocidos, perfectos extraños. Nosotros no somos nadie.

Este hombre tiene problemas para dormir. No tiene insomnio. El insomnio se relaciona con la noche, con la oscuridad, con la falta de luz, con no poder dormir mientras el resto de hombres descansan plácidamente, acaso al lado de mujeres que se los merecen o se los ganaron o, simplemente, se los aguantan. Este hombre no tiene insomnio. Este hombre simplemente no puede dormir. Quisiera dormir de mañana, de tarde, de noche, a cualquier hora. Este hombre lo que quiere es dormir sin que importen los usos horarios o las casualidades geográficas que son, al final del fía, las culpables de todo. Este hombre piensa, piensa y piensa. Piensa en algo en concreto.

Sus amigos creen que se trata de una mujer o de una cuestión laboral o de una decisión que acaba de tomar y tal vez no sea la correcta. Sus amigos se lo preguntan. No se lo preguntan de entrada. Primero lo saludan. Segundo le ofrecen un trago. Tercero le dedican una canción de las miles almacenadas en un iPod. Cuarto hablan de cualquier cosa. Quinto: se lo preguntan. Entonces el hombre se ve obligado a ensayar una respuesta y, como todos lo hemos hecho alguna vez, dice que no pasa nada. No me pasa nada, todo bien. En ese momento lo que el hombre realmente está haciendo es evadir la pregunta. El hombre no quiere mentir, siente que su vida está llena de engaños, que muchas de las cosas que ha hecho son engaños, y no quiere convertirse en uno de ellos, en un engaño. Este hombre prefiere no mentir aunque no esté en calidad de decir la verdad.

El hombre bebe. El hombre habla. El hombre baila y por un momento todos los que lo rodean creen que está siendo genuinamente feliz. La gente piensa mucho en la felicidad, más de lo que deberían y quizás más de lo que quisieran. La gente no sabe lo que quiere. Con suerte, la gente sabe lo que no quiere y mueve sus fichas en pos de evitar el impacto, el gran impacto que los desintegrará, que los volverá polvo. Este hombre no se cuenta dentro de esa camada. Nuestro amigo sabe exactamente qué es lo que le duele, lo que lo disminuye, lo que lo reduce a un pedazo de carne que de tanto darse contra las paredes termina tomando forma… una forma que por supuesto no es suya, pero que es forma igual. Este hombre va por la vida guardando un secreto pues sabe que la verdad es mortal mientras que las mentiras son pasajeras.

Este hombre se sienta a mi lado y me muero de ganas de preguntarle qué chucha le pasa. No lo haré. Prefiero servirle un trago y brindar por cualquier cosa. Él me dice que brindemos porque acabamos de conocernos. Yo acepto su propuesta y brindo en su nombre y él brinda en el mío y baja el vaso de un solo toque. Un solo toque por rockero, me dice. Sé que todo esto es mentira. No conozco a este hombre ni él me conocerá jamás
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3.02.2009

The Real Amélie.


Amélie Nothomb nació en Japón en 1967. Por entonces su padre era diplomático y a ella le tocó viajar por el mundo, conocer las lenguas de ese mundo que le tocó y tal vez, sólo tal vez, por esa soledad que persigue a ciertas familias oficiales, Amélie se hizo escritora y una muy buena, sin duda, una de las mejores escritoras de nuestro tiempo.

Nothomb viene de una familia belga y escribe en francés. Escribe mucho. En rigor, publica una novela al año desde 1992 hasta la fecha (la última se llama Le Fait du Prince). En teoría, trabajando cuatro horas diarias, escribe tres novelas al año, una cada cuatro meses. De esas tres, decide publicar la que sea menos personal y, supongo, reveladora. Lo curioso es que todas sus novelas, o por lo menos todas las que he leído, son tan autobiográficas que llegan y te sacuden y no te sueltan sino hasta días después de “terminada” su lectura. Uno no puede romper así como así con una chica como esta, que tiene cara de siempre estar pensando en algo, de vivir un paso adelante, de escuchar buena música y de no demorarse mil horas frente al espejo antes de salir a cenar, simplemente porque no le hace falta.


Escribir no es nada fácil. Publicar es quizás más sencillo, pero no por eso totalmente recomendable. Hay que convencerse de que uno tiene algo que contar, que al mundo le interesan las torcidas ideas de alguien que vive a medias, entre la calle y el escritorio de su casa. Aún así, hay mucha gente que lo hace, que escribe, publica y cree estar haciéndolo de la manera correcta cuando, francamente, la está cagando.

Pero lo realmente difícil es escribir sobre uno mismo, decir la verdad. De pronto te lanzas a escribir algo autobiográfico y te das cuenta de que eres una persona horrible. Captas todo el mal que has hecho y el poco bien que has ejercido. Cachas la cantidad de tiempo que has perdido. Entiendes que, en su mayoría, las cosas malas que te han pasado en la vida son culpa tuya. Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa, por eso ruego a Santa María siempre Virgen, a los santos y a ustedes hermanos, que intercedan por mí ante Dios, nuestro señor… y nada, háganme quedar bien.


El camino que lleva a escribir sobre uno mismo está lleno de trampas, algunas, claro está, son mortales. Se corre, por ejemplo, el riesgo de creerse interesante. Y aunque no vale la pena protagonizar un cuento que uno no quiera oír hasta el final, no hay porqué obligar al resto de comensales a escucharlo, ni resentirse cuando estos no encuentran fabulosa nuestra fabulosa vida. Además, escribir sobre uno mismo es escribir sobre la gente que lo rodea y exponerlos, muchas veces por las puras, al escrutinio general. Da lo mismo si se trata de un best seller o sí los únicos que leyeron tu libro son monjas aburridas que, igual, prefirieron seguir tejiendo. Sea como sea, hablar de familia y amigos puede terminar no sólo en un desastre comercial si no en crímenes pasionales o domésticos.

En pocas, para desnudarse en público hay que tener los huevos o, en el caso de Amélie Nothomb, los ovarios muy bien puestos, firmes y listos para ser degollados por la misma gente que los creó.

Empiezo a leer Metafísica de los tubos. Estoy contento y ya he subrayado una buena parte. Esta vez, la escritora narra cómo fue darse cuenta de que estaba viva, precisamente a los dos años y medio de edad. La novela apareció en francés en 2000 y fue traducida al español al año siguiente. Creo que todos los libros de Nothomb están en Anagrama (toca soportar la españolísima traducción… a veces me gustaría que los traductores de esta editorial estuviesen en La Paz o en Guayaquil, sólo para ver qué pasa), así que vayan a por ellos. YA.


En el principio no había nada. Y esa nada no estaba ni vacía ni era indefinida: se bastaba sola a sí misma. Y Dios vio que aquello era bueno. Por nada del mundo se le habría ocurrido hacer algo. La nada era más que suficiente: lo colmaba.

¿Cuál es la diferencia entre los ojos que poseen una mirada y los ojos que no la poseen? Esta diferencia tiene un nombre: la vida. La vida comienza donde empieza la mirada.
Dios carecía de mirada.

Los médicos diagnosticaron una “apatía patológica”, sin reparar en que se trataba de una contradicción en los términos.

En realidad, Dios era la encarnación de la fuerza de inercia, la más poderosa de las fuerzas. También la más paradójica de las fuerzas: ¿existe acaso algo más extraño que ese implacable poder que emana de lo que no se mueve? La fuerza de inercia representa el poder de lo larval.

Existen los accidentes físicos y los accidentes mentales. La gente niega con rotundidad la existencia de estos últimos: nunca nos referimos a ellos como motor de la evolución.

Dios se comportaba como Luis XIV: no toleraba que alguien durmiera si él no dormía, que alguien comiera si él no comía, que alguien anduviera si él no andaba, que alguien hablara si él no hablaba. Este último punto, sobre todo, le sacaba de sus casillas.

Desde hace mucho tiempo, existe una secta de imbéciles que oponen sensualidad e inteligencia. Es un círculo vicioso: se privan de placeres para exaltar sus capacidades intelectuales, lo cual sólo contribuye a empobrecerles. Se convierten en seres cada vez más estúpidos, y eso les reconforta en su condición de ser brillantes, ya que no se ha inventado nada mejor que la estupidez para creerse inteligente.

Uno se cruza a veces con gente que, en voz alta y fuerte, presume de haberse privado de tal o cual delicia durante veinticinco años. También conocemos a fantásticos idiotas que se alaban por el hecho de no haber escuchado jamás música, por no haber abierto nunca un libro o no haber ido nunca al cine. También están los que esperan suscitar admiración a causa de su absoluta castidad. Alguna vanidad tienen que sacar de todo eso: es la única alegría que tendrán en la vida.

Al otorgarme una identidad, el chocolate blanco también me había proporcionado una memoria: desde febrero de 1970 lo recuerdo todo. ¿Para qué recordar nada que no esté relacionado con el placer? El recuerdo es uno de los más indispensables aliados de la voluptuosidad.