Me encuentro con otro libro breve y maravilloso, “La Oveja negra y demás fábulas”, del guatemalteco Augusto “Tito” Monterroso (1921-2003). Así, como quien no quiere la cosa, lo saqué de la biblioteca de mi padre porque necesitaba llenar poco menos de una hora que me quedaba libre (pensando: Monterroso es perfecto para los breaks), y lo leí de un tirón y apenas tuve oportunidad volví a sus páginas para entender qué había pasado, qué era lo que había pasado conmigo después de esas fábulas de la selva.
Estoy seguro de haber leído este libro antes, cuando vivía con mis padres. Pero claro, yo era otro, el tiempo era otro y las circunstancias, ciertamente, eran otras. Por esos días ya me gustaba leer y ya escribía cuentos o intentos de cuentos y hasta pensaba que algún día, si la suerte me acompañaba y los planetas se alineaban a mi favor, podría publicar un libro mío. No pensaba, ni de lejos, que escribir sería una forma de vida ni, muchísimo menos, una forma de ganarse la vida, pues me tenían convencido de que cualquier intento creativo, por lo menos en el Ecuador, era una soberana estupidez, un acto digno de repudio, casi un crimen. Vaya, cómo pasa el tiempo. El tiempo nos pasa, nos supera, nos abandona y, tan cruel como sincero, es el único que tiene la bondad de decirnos que no hay que perder el tiempo.
Ahora que he vuelto quién sabe cuántos años después a estas fábulas de Monterroso me dan ganas de volver a otros libros de la adolescencia y me siento bendecido. Tal vez en un principio yo no estaba listo para ellos ni ellos para mí. Pero las cosas han cambiando y tal vez, sólo tal vez, hoy por hoy podamos entendernos mejor y hasta comprendernos y apoyarnos mutuamente. Raro. Cuando uno está en el colegio (por lo menos a mí me pasó así) lee a autores viejos o muertos hace ya siglos. A veces uno conecta y otras veces no y termina no sólo decepcionado sino, algo mucho peor, aburrido de la literatura. Luego creces y escoges tus lecturas y buscas gente que se parezca a ti, gente que comparta tus intereses, tus dolores y sobre todo tu visión del mundo. Un buen día te das cuenta de que eres otra persona, de que si bien la tienes clara y no estás dispuesto a venderte, cada vez necesitas menos enemigos. Te vas abriendo de a poco y la cosa empieza a fluir.
Monterroso dedica más de un fábula a los animales que son o fueron o quieren ser escritores. Cada uno tiene sus razones y lo intenta a su manera. Así, creo, lo intentamos también nosotros acá, en la selva de cemento, que le llaman. Cada cual hace su lucha.
La Cucaracha soñadora
Era una vez una Cucaracha llamada Gregorio Samsa que soñaba que era una Cucaracha llamada Franz Kafka que soñaba que era un escritor que escribía acerca de un empleado llamado Gregorio Samsa que soñaba que era una Cucaracha.
El Mono piensa en ese tema
¿Por qué será tan atractivo –pensaba el Mono en otra ocasión, cuando le dio por la literatura- y al mismo tiempo como tan sin gracia ese tema del escritor que no escribe, o el del que se pasa la vida preparándose para producir una obra maestra y poco a poco va convirtiéndose en mero lector mecánico de libros cada vez más importantes pero que en realidad no le interesan, o el socorrido (el más universal) del que cuando ha perfeccionado un estilo se encuentra con que no tiene nada que decir, o el del que entre más inteligente es, menos escribe, en tanto que a su alrededor otros quizá no tan inteligentes como él y a quienes él conoce y desprecia un poco publican obras que todo el mundo comenta y que en efecto a veces son hasta buenas, o el del que en alguna forma ha logrado fama de inteligente y se tortura pensando que sus amigos esperan de él que escriba algo, y lo hace, con el único resultado de que sus amigos empiezan a sospechar de su inteligencia y de vez en cuando se suicida, o el del tonto que se cree inteligente y escribe cosas tan inteligentes que los inteligentes se admiran, o el del que ni es inteligente ni tonto ni escribe ni nadie conoce ni existe ni nada?
Paréntesis
A veces por las noches –meditaba aquella ocasión la Pulga- cuando el insomnio no me deja dormir como ahora y leo, hago un paréntesis en la lectura, pienso en mi oficio de escritor y, viendo largamente al techo, por breves instantes imagino que soy, o que podría serlo si me lo propusiera con seriedad desde mañana, como Kafka (claro que sin su existencia miserable), o como Joyce (sin su vida llena de trabajos para subsistir con dignidad), o como Cervantes (sin los inconvenientes de la pobreza), o como Catulo (aun en contra, o quizá por ello mismo, de su afición a sufrir por las mujeres), o como Swift (sin la amenaza de la locura), o como Goethe (sin su triste destino de ganarse la vida en palacio), o como Bloy (a pesar de su decidida inclinación a sacrificarse por las putas), o como Thoreau (a pesar de nada), o como Sor Juana (a pesar de todo); nunca Anónimo; siempre Lui Meme, el colmo de los colmos de cualquier gloria terrestre.
El Zorro es más sabio
Un día que el Zorro estaba muy aburrido y hasta cierto punto melancólico y sin dinero, decidió convertirse en escritor, cosa a la cual se dedicó inmediatamente, pues odiaba ese tipo de personas que dicen voy a hacer esto o lo otro y nunca lo hacen.
Su primer libro resultó muy bueno, un éxito; todo el mundo lo aplaudió, y pronto fue traducido (a veces no muy bien) a los más diversos idiomas.
El segundo fue todavía mejor que el primero, y varios profesores norteamericanos de lo más granado del mundo académico de aquellos días lo comentaron con entusiasmo y aun escribieron libros sobre los libros que hablaban de los libros del Zorro.
Desde ese momento el Zorro se dio con razón por satisfecho, y pasaron los años y no publicaba otra cosa.
Pero los demás empezaron a murmurar y a repetir “¿Qué pasa con el Zorro?”, y cuando lo encontraban en los cocteles puntualmente se le acercaban a decirle tiene usted que publicar más.
-Pero si ya he publicado dos libros- respondía él con cansancio.
-Y muy buenos- le contestaban-; por eso mismo tiene usted que publicar otro.
El Zorro no lo decía, pero pensaba: “En realidad lo que éstos quieren es que yo publique un libro malo; pero como soy el Zorro, no lo voy a hacer”.
Y no lo hizo.
Estoy seguro de haber leído este libro antes, cuando vivía con mis padres. Pero claro, yo era otro, el tiempo era otro y las circunstancias, ciertamente, eran otras. Por esos días ya me gustaba leer y ya escribía cuentos o intentos de cuentos y hasta pensaba que algún día, si la suerte me acompañaba y los planetas se alineaban a mi favor, podría publicar un libro mío. No pensaba, ni de lejos, que escribir sería una forma de vida ni, muchísimo menos, una forma de ganarse la vida, pues me tenían convencido de que cualquier intento creativo, por lo menos en el Ecuador, era una soberana estupidez, un acto digno de repudio, casi un crimen. Vaya, cómo pasa el tiempo. El tiempo nos pasa, nos supera, nos abandona y, tan cruel como sincero, es el único que tiene la bondad de decirnos que no hay que perder el tiempo.
Ahora que he vuelto quién sabe cuántos años después a estas fábulas de Monterroso me dan ganas de volver a otros libros de la adolescencia y me siento bendecido. Tal vez en un principio yo no estaba listo para ellos ni ellos para mí. Pero las cosas han cambiando y tal vez, sólo tal vez, hoy por hoy podamos entendernos mejor y hasta comprendernos y apoyarnos mutuamente. Raro. Cuando uno está en el colegio (por lo menos a mí me pasó así) lee a autores viejos o muertos hace ya siglos. A veces uno conecta y otras veces no y termina no sólo decepcionado sino, algo mucho peor, aburrido de la literatura. Luego creces y escoges tus lecturas y buscas gente que se parezca a ti, gente que comparta tus intereses, tus dolores y sobre todo tu visión del mundo. Un buen día te das cuenta de que eres otra persona, de que si bien la tienes clara y no estás dispuesto a venderte, cada vez necesitas menos enemigos. Te vas abriendo de a poco y la cosa empieza a fluir.
Monterroso dedica más de un fábula a los animales que son o fueron o quieren ser escritores. Cada uno tiene sus razones y lo intenta a su manera. Así, creo, lo intentamos también nosotros acá, en la selva de cemento, que le llaman. Cada cual hace su lucha.
La Cucaracha soñadora
Era una vez una Cucaracha llamada Gregorio Samsa que soñaba que era una Cucaracha llamada Franz Kafka que soñaba que era un escritor que escribía acerca de un empleado llamado Gregorio Samsa que soñaba que era una Cucaracha.
El Mono piensa en ese tema
¿Por qué será tan atractivo –pensaba el Mono en otra ocasión, cuando le dio por la literatura- y al mismo tiempo como tan sin gracia ese tema del escritor que no escribe, o el del que se pasa la vida preparándose para producir una obra maestra y poco a poco va convirtiéndose en mero lector mecánico de libros cada vez más importantes pero que en realidad no le interesan, o el socorrido (el más universal) del que cuando ha perfeccionado un estilo se encuentra con que no tiene nada que decir, o el del que entre más inteligente es, menos escribe, en tanto que a su alrededor otros quizá no tan inteligentes como él y a quienes él conoce y desprecia un poco publican obras que todo el mundo comenta y que en efecto a veces son hasta buenas, o el del que en alguna forma ha logrado fama de inteligente y se tortura pensando que sus amigos esperan de él que escriba algo, y lo hace, con el único resultado de que sus amigos empiezan a sospechar de su inteligencia y de vez en cuando se suicida, o el del tonto que se cree inteligente y escribe cosas tan inteligentes que los inteligentes se admiran, o el del que ni es inteligente ni tonto ni escribe ni nadie conoce ni existe ni nada?
Paréntesis
A veces por las noches –meditaba aquella ocasión la Pulga- cuando el insomnio no me deja dormir como ahora y leo, hago un paréntesis en la lectura, pienso en mi oficio de escritor y, viendo largamente al techo, por breves instantes imagino que soy, o que podría serlo si me lo propusiera con seriedad desde mañana, como Kafka (claro que sin su existencia miserable), o como Joyce (sin su vida llena de trabajos para subsistir con dignidad), o como Cervantes (sin los inconvenientes de la pobreza), o como Catulo (aun en contra, o quizá por ello mismo, de su afición a sufrir por las mujeres), o como Swift (sin la amenaza de la locura), o como Goethe (sin su triste destino de ganarse la vida en palacio), o como Bloy (a pesar de su decidida inclinación a sacrificarse por las putas), o como Thoreau (a pesar de nada), o como Sor Juana (a pesar de todo); nunca Anónimo; siempre Lui Meme, el colmo de los colmos de cualquier gloria terrestre.
El Zorro es más sabio
Un día que el Zorro estaba muy aburrido y hasta cierto punto melancólico y sin dinero, decidió convertirse en escritor, cosa a la cual se dedicó inmediatamente, pues odiaba ese tipo de personas que dicen voy a hacer esto o lo otro y nunca lo hacen.
Su primer libro resultó muy bueno, un éxito; todo el mundo lo aplaudió, y pronto fue traducido (a veces no muy bien) a los más diversos idiomas.
El segundo fue todavía mejor que el primero, y varios profesores norteamericanos de lo más granado del mundo académico de aquellos días lo comentaron con entusiasmo y aun escribieron libros sobre los libros que hablaban de los libros del Zorro.
Desde ese momento el Zorro se dio con razón por satisfecho, y pasaron los años y no publicaba otra cosa.
Pero los demás empezaron a murmurar y a repetir “¿Qué pasa con el Zorro?”, y cuando lo encontraban en los cocteles puntualmente se le acercaban a decirle tiene usted que publicar más.
-Pero si ya he publicado dos libros- respondía él con cansancio.
-Y muy buenos- le contestaban-; por eso mismo tiene usted que publicar otro.
El Zorro no lo decía, pero pensaba: “En realidad lo que éstos quieren es que yo publique un libro malo; pero como soy el Zorro, no lo voy a hacer”.
Y no lo hizo.
3 comentarios:
"Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí."
Danielo,
a los años, ve... q bueno tenerte d vuelta... los amigos del barrio pueden desaparecer, pero los dinosauiros, van a desaparecer... ja!
abrazo
gracias por recordar al Tito.
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