El mejor cuento que he leído últimamente se llama La Niña que no tuve. Es del guatemalteco Rodrigo Rey Rosa y consta en su libro Ningún lugar sagrado (1998). Aunque su título afirme lo contrario, el libro es un lugar considerado como sagrado o, por lo menos, de cierto culto. Rey Rosa es uno de esos escritores que le encantan a otros escritores y eso a ratos es motivo de sospecha y recelo (como los discos que les gustan mucho a los músicos y las películas que les gustan mucho a los cineastas. A veces creo que sólo se puede confiar en los lectores de corazón, que no son ni críticos ni ensayistas, y en los soul rockers).
Ningún lugar sagrado es una colección de relatos cortos que ocurren en Nueva York, donde el autor pasó varios años estudiando cine. De hecho, Rey Rosa hizo una película llamada Lo que soñó Sebastián, basada en su novela homónima, que ahora se estrena para su libre descarga en www.cinepata.com, la distribuidora cinematográfica virtual que montó Alberto Fuguet hace poco. Agarré el libro a manera de calentamiento y preparación para la película, y me lo leí de un tirón (que buenos son esos días en los que empiezas y terminas y repites ciertas partes de un libro). Son nueve cuentos, todos buenos, pero claro, siempre hay uno superior a otro o, mejor dicho, uno que te llega más que otro o de manera distinta y más puntual que otro. Por eso quiero hablarles del cuento y contarles el cuento (transcribirlo fue un placer enorme).
La niña que no tuve, como su nombre lo indica, es sobre una niña. Más bien, es la historia de una niña enferma y su padre. Es la historia de una pérdida que dejará su huella y dejará a alguien perdido.
Desde la primera línea sabemos que la niña se va a morir pronto, que está condenada, y sentimos pena. Pero no esa pena forzada y supuestamente correcta que deberíamos sentir al enterarnos que una pequeña va a morir, sino pena de verdad, dolor. Esto se logra con sobriedad, porque Rey Rosa sabe que no puede hacerse la víctima y echarse a llorar esperando consuelo, sino ser barón y bancársela cabrón. Nosotros también lo sabemos, por eso, sin dudarlo, nos ponemos de su lado al instante, y guardamos respetuoso silencio. El cuento transcurre de un día para el otro. El padre/narrador, que se siente joven y más o menos gente como uno (de cualquier manera, se siente buena gente), cuenta cómo fue el día en que un médico le dijo que su hija iba a morir pronto. El padre vuelve al departamento que comparte con la pequeña y se ve en la obligación moral de contarle la noticia. Se lo cuenta sin mayor drama, eso sí, tratando de inyectarle algo de esperanza. La niña, acaso un personaje superior al padre, no se quiere andar por las ramas, no es ninguna tonta, sabe que tiene los días contados y que más le vale crecer un poco aunque sea así, a la fuerza. Para el padre todo es más difícil. La niña sabe lo que le espera mientras que él apenas comprende lo que le está pasando y ni hablar de lo que le va a pasar.
Ningún lugar sagrado es una colección de relatos cortos que ocurren en Nueva York, donde el autor pasó varios años estudiando cine. De hecho, Rey Rosa hizo una película llamada Lo que soñó Sebastián, basada en su novela homónima, que ahora se estrena para su libre descarga en www.cinepata.com, la distribuidora cinematográfica virtual que montó Alberto Fuguet hace poco. Agarré el libro a manera de calentamiento y preparación para la película, y me lo leí de un tirón (que buenos son esos días en los que empiezas y terminas y repites ciertas partes de un libro). Son nueve cuentos, todos buenos, pero claro, siempre hay uno superior a otro o, mejor dicho, uno que te llega más que otro o de manera distinta y más puntual que otro. Por eso quiero hablarles del cuento y contarles el cuento (transcribirlo fue un placer enorme).
La niña que no tuve, como su nombre lo indica, es sobre una niña. Más bien, es la historia de una niña enferma y su padre. Es la historia de una pérdida que dejará su huella y dejará a alguien perdido.
Desde la primera línea sabemos que la niña se va a morir pronto, que está condenada, y sentimos pena. Pero no esa pena forzada y supuestamente correcta que deberíamos sentir al enterarnos que una pequeña va a morir, sino pena de verdad, dolor. Esto se logra con sobriedad, porque Rey Rosa sabe que no puede hacerse la víctima y echarse a llorar esperando consuelo, sino ser barón y bancársela cabrón. Nosotros también lo sabemos, por eso, sin dudarlo, nos ponemos de su lado al instante, y guardamos respetuoso silencio. El cuento transcurre de un día para el otro. El padre/narrador, que se siente joven y más o menos gente como uno (de cualquier manera, se siente buena gente), cuenta cómo fue el día en que un médico le dijo que su hija iba a morir pronto. El padre vuelve al departamento que comparte con la pequeña y se ve en la obligación moral de contarle la noticia. Se lo cuenta sin mayor drama, eso sí, tratando de inyectarle algo de esperanza. La niña, acaso un personaje superior al padre, no se quiere andar por las ramas, no es ninguna tonta, sabe que tiene los días contados y que más le vale crecer un poco aunque sea así, a la fuerza. Para el padre todo es más difícil. La niña sabe lo que le espera mientras que él apenas comprende lo que le está pasando y ni hablar de lo que le va a pasar.
Al día siguiente van de paseo a Times Square sólo para darse cuenta de que han perdido el tiempo.
La niña que no tuve tiene todo para fracasar y sin embargo triunfa (se me ocurre que si fuese más largo sería insoportable). Podría ser, gracias a sus elementos, un melodrama empalagoso, pero se desarrolla con tal elegancia y tal mesura que a uno le dan ganas de llorar y de decirle al padre todo bien y de comprarle cosas lindas a la niña.
La niña que no tuve tiene todo para fracasar y sin embargo triunfa (se me ocurre que si fuese más largo sería insoportable). Podría ser, gracias a sus elementos, un melodrama empalagoso, pero se desarrolla con tal elegancia y tal mesura que a uno le dan ganas de llorar y de decirle al padre todo bien y de comprarle cosas lindas a la niña.
La niña que no tuve
A los ocho años, había sido condenada a muerte. Una extraña enfermedad, cuyo nombre no quiero repetir, la disolvería en menos de ciento veinte días, según varios doctores. El médico que me dio las malas nuevas lo hizo cuan humanamente pudo, pero eso no bastó. Tuvo que ser cruel, con la crueldad particular que se desarrolla en esa profesión. Le pedí que describiera las etapas de la enfermedad, y él precisó punto por punto – “con un margen de dos o tres semanas” – la descomposición de mi niña. Como, terminada la descripción, él añadió: “Me temo que no hay nada más que nosotros podamos hacer”, le dije que si lo que aseguraba no era cierto, yo lo maldecía.
Llegué a casa con pensamientos fúnebres mezclados con accesos de esperanza: pero la niña estaba tendida en su camita, pálida y temblorosa, pues era la hora de los ataques.
La niñera salió del cuarto en silencio, y yo me arrodillé al lado de la niña.
- ¿Cómo te sientes? – le pregunté, y le besé la frente.
- Mal – dijo, y agregó -: Voy a morirme, ¿verdad?
Por un descuido mío, una semana antes ella había leído una carta del doctor, acerca de la posibilidad de su muerte.
- No creo – le dije -. De niño yo también estuve muy enfermo varias veces y sobreviví.
- Yo también quiero sobrevivir – dijo con una seriedad conmovedora -. Pero papi, si voy a morirme, si los doctores piensan que me voy a morir, dímelo, no me engañes.
Me miraba fija, intensamente, y no pude mentir.
- Según el doctor que ha estado viéndote, podrías morirte dentro de cuatro meses. Pero yo no le creo.
- ¿Cuatro meses? –se puso a contar, primero mentalmente y luego, para asegurarse, con los dedos-. Eso sería en febrero.
Asentí con la cabeza. Tomé su mano, sudorosa, y la apreté. Y ella se quedó dormida, o, con su delicadeza, fingió que se dormía.
Al día siguiente me levanté temprano, le hice el desayuno y le preparé el baño. Por la mañana, parecía una niña sana, y por un momento olvidé que había sido condenada. Salí de compras. Era una esplendorosa mañana de noviembre, de modo que al volver a casa, le propuse que saliéramos a pasear después de comer.
- ¿A dónde quieres ir? – me preguntó.
- A donde tú quieras.
Dijo inmediatamente:
- A un lugar al que nunca hayamos ido.
Eran tantos los lugares a los que habíamos ido, pensé. Había sido un error que yo la concibiera, yo, que siempre tuve miedo a la descendencia. Pero no me opuse a los deseos de su madre con suficiente determinación, y la niña nació.
Su madre me abandonó hace tres años, y aquí estamos.
Cuando salíamos, al cruzar la doble puerta del vestíbulo, un hombre alto y pálido que aguardaba la ocasión, se introdujo furtivamente en el corredor.
- Un drogadicto – dijo ella, y el hombre pudo oírla.
- Tal vez – dije.
En la calle, me recriminó.
- Claro que era un drogadicto. Por qué dices tal vez.
- Tal vez te oyó.
- Y qué, es la verdad.
- A la gente no le gusta oír lo que uno piensa de ella.
Me miró, entre decepcionada y comprensiva, y dijo:
- Supongo que no.
En la esquina del Bowery y la octava, me tiró de la mano.
- ¿Por qué no vamos a Times Square?
Tomamos el subterráneo en Astor Place, con su telón de fondo kitsch. Abajo, en el andén, una bandada de poetas daba un tono intelectual y hasta elegante a ese agujero del grand gruyére. La cosa sería evacuar la ciudad, demolerla por completo de una sola vez, darle la espalda al sitio y reintegrarse a la realidad.
Subimos al tren, ingresamos en el túnel. El carro dio un bandazo, y los pasajeros que estaban de pie fueron lanzados unos contra otros, pero los cuerpos con caras grises se mantuvieron de pie, con un movimiento pendular, como si colgaran de sus ganchos en un matadero prolongado. Cadáveres de todas las edades.
El cemento era tan duro en la Calle 42 y el aire helado hería de la misma manera que diez años atrás, cuando caminé por primera vez en esta ciudad, pero el lugar había cambiado.
En la antesala de la muerte, hubiera sido de esperar que cada quien buscara el placer del prójimo como el suyo propio, pero suele ocurrir lo contrario. Así, en lugar de un jardín de delicias de fin de siglo, la ciudad era una morgue suprema.
Dimos una vuelta por Times Square. Y así, entre aquel torbellino de gente muerta y en ejército de criaturas de Walt Disney, perdimos una de las ciento veinte tardes que le quedaban a mi niña.
Volvimos a casa decaídos al atardecer. Llegué al séptimo piso como siempre, sin aliento. Las luces de un pequeño rascacielos entraban, en lugar de la luz de las primeras estrellas, por un ventanastro en el otro extremo de nuestro apartamento. Me acerqué a la ventana. Era como arena erizada al lomo de un imán, aquel paisaje.
Preparamos juntos la comida y cuando nos sentamos a comer ella dijo:
- Perdimos el tiempo esta tarde. Debí quedarme leyendo o estudiando. No tengo tiempo que perder.
- Pero linda, hacía un día hermoso.
- Sí, lo sé. Sé que tratas de hacerme feliz porque tengo poco tiempo. Pero no trates demasiado, ¿está bien?
Me quedé callado un momento, mientras ella miraba por la ventana el pequeño rascacielos.
- Claro, preciosa –dije después-. Perdona, pero nadie es perfecto. – Me encogí de hombros, y creo que, si hubiera tenido rabo, lo habría escondido entre las piernas.
Ella cerró los ojos, y luego me miró de una manera extraña. Me atemorizó.
- Papi – me dijo -, antes de morirme, quiero saber lo que es el sexo.
Levanté las cejas y tragué saliva y se me cortó la respiración. Habría oído algo en la escuela, pensé, era lo natural. Me pregunté fugazmente si no habría fantasmas pornográficos flotando todavía por la Calle 42. Recordé al ratón Mickey, a Pluto, a Carabela.
- Sí, mi niña – dije con una sonrisa confundida-, un día de estos te lo explicaré.
- ¿Me lo prometes?
Asentí con la cabeza.
- No – insistió-, quiero que lo digas.
Dije que se lo explicaría. Miré el reloj que estaba sobre el televisor.
- ¿Cuándo?- preguntó.
- Ya son las siete, cómo corre el tiempo- le dije-. Desde luego, hoy no.
Hizo una mueca.
- Sí- dijo, ya lo sé, comienzo a sentir los temblores.
La acompañé a su cuarto, le puse el pijama y la acosté. Le di a tomar sus medicinas: tantas gotas de esto, tantas de aquello, tantas de lo otro.
- La luz- dijo.
Apagué la luz, y nos quedamos juntos en la penumbra esperando los ataques.
Llegué a casa con pensamientos fúnebres mezclados con accesos de esperanza: pero la niña estaba tendida en su camita, pálida y temblorosa, pues era la hora de los ataques.
La niñera salió del cuarto en silencio, y yo me arrodillé al lado de la niña.
- ¿Cómo te sientes? – le pregunté, y le besé la frente.
- Mal – dijo, y agregó -: Voy a morirme, ¿verdad?
Por un descuido mío, una semana antes ella había leído una carta del doctor, acerca de la posibilidad de su muerte.
- No creo – le dije -. De niño yo también estuve muy enfermo varias veces y sobreviví.
- Yo también quiero sobrevivir – dijo con una seriedad conmovedora -. Pero papi, si voy a morirme, si los doctores piensan que me voy a morir, dímelo, no me engañes.
Me miraba fija, intensamente, y no pude mentir.
- Según el doctor que ha estado viéndote, podrías morirte dentro de cuatro meses. Pero yo no le creo.
- ¿Cuatro meses? –se puso a contar, primero mentalmente y luego, para asegurarse, con los dedos-. Eso sería en febrero.
Asentí con la cabeza. Tomé su mano, sudorosa, y la apreté. Y ella se quedó dormida, o, con su delicadeza, fingió que se dormía.
Al día siguiente me levanté temprano, le hice el desayuno y le preparé el baño. Por la mañana, parecía una niña sana, y por un momento olvidé que había sido condenada. Salí de compras. Era una esplendorosa mañana de noviembre, de modo que al volver a casa, le propuse que saliéramos a pasear después de comer.
- ¿A dónde quieres ir? – me preguntó.
- A donde tú quieras.
Dijo inmediatamente:
- A un lugar al que nunca hayamos ido.
Eran tantos los lugares a los que habíamos ido, pensé. Había sido un error que yo la concibiera, yo, que siempre tuve miedo a la descendencia. Pero no me opuse a los deseos de su madre con suficiente determinación, y la niña nació.
Su madre me abandonó hace tres años, y aquí estamos.
Cuando salíamos, al cruzar la doble puerta del vestíbulo, un hombre alto y pálido que aguardaba la ocasión, se introdujo furtivamente en el corredor.
- Un drogadicto – dijo ella, y el hombre pudo oírla.
- Tal vez – dije.
En la calle, me recriminó.
- Claro que era un drogadicto. Por qué dices tal vez.
- Tal vez te oyó.
- Y qué, es la verdad.
- A la gente no le gusta oír lo que uno piensa de ella.
Me miró, entre decepcionada y comprensiva, y dijo:
- Supongo que no.
En la esquina del Bowery y la octava, me tiró de la mano.
- ¿Por qué no vamos a Times Square?
Tomamos el subterráneo en Astor Place, con su telón de fondo kitsch. Abajo, en el andén, una bandada de poetas daba un tono intelectual y hasta elegante a ese agujero del grand gruyére. La cosa sería evacuar la ciudad, demolerla por completo de una sola vez, darle la espalda al sitio y reintegrarse a la realidad.
Subimos al tren, ingresamos en el túnel. El carro dio un bandazo, y los pasajeros que estaban de pie fueron lanzados unos contra otros, pero los cuerpos con caras grises se mantuvieron de pie, con un movimiento pendular, como si colgaran de sus ganchos en un matadero prolongado. Cadáveres de todas las edades.
El cemento era tan duro en la Calle 42 y el aire helado hería de la misma manera que diez años atrás, cuando caminé por primera vez en esta ciudad, pero el lugar había cambiado.
En la antesala de la muerte, hubiera sido de esperar que cada quien buscara el placer del prójimo como el suyo propio, pero suele ocurrir lo contrario. Así, en lugar de un jardín de delicias de fin de siglo, la ciudad era una morgue suprema.
Dimos una vuelta por Times Square. Y así, entre aquel torbellino de gente muerta y en ejército de criaturas de Walt Disney, perdimos una de las ciento veinte tardes que le quedaban a mi niña.
Volvimos a casa decaídos al atardecer. Llegué al séptimo piso como siempre, sin aliento. Las luces de un pequeño rascacielos entraban, en lugar de la luz de las primeras estrellas, por un ventanastro en el otro extremo de nuestro apartamento. Me acerqué a la ventana. Era como arena erizada al lomo de un imán, aquel paisaje.
Preparamos juntos la comida y cuando nos sentamos a comer ella dijo:
- Perdimos el tiempo esta tarde. Debí quedarme leyendo o estudiando. No tengo tiempo que perder.
- Pero linda, hacía un día hermoso.
- Sí, lo sé. Sé que tratas de hacerme feliz porque tengo poco tiempo. Pero no trates demasiado, ¿está bien?
Me quedé callado un momento, mientras ella miraba por la ventana el pequeño rascacielos.
- Claro, preciosa –dije después-. Perdona, pero nadie es perfecto. – Me encogí de hombros, y creo que, si hubiera tenido rabo, lo habría escondido entre las piernas.
Ella cerró los ojos, y luego me miró de una manera extraña. Me atemorizó.
- Papi – me dijo -, antes de morirme, quiero saber lo que es el sexo.
Levanté las cejas y tragué saliva y se me cortó la respiración. Habría oído algo en la escuela, pensé, era lo natural. Me pregunté fugazmente si no habría fantasmas pornográficos flotando todavía por la Calle 42. Recordé al ratón Mickey, a Pluto, a Carabela.
- Sí, mi niña – dije con una sonrisa confundida-, un día de estos te lo explicaré.
- ¿Me lo prometes?
Asentí con la cabeza.
- No – insistió-, quiero que lo digas.
Dije que se lo explicaría. Miré el reloj que estaba sobre el televisor.
- ¿Cuándo?- preguntó.
- Ya son las siete, cómo corre el tiempo- le dije-. Desde luego, hoy no.
Hizo una mueca.
- Sí- dijo, ya lo sé, comienzo a sentir los temblores.
La acompañé a su cuarto, le puse el pijama y la acosté. Le di a tomar sus medicinas: tantas gotas de esto, tantas de aquello, tantas de lo otro.
- La luz- dijo.
Apagué la luz, y nos quedamos juntos en la penumbra esperando los ataques.
3 comentarios:
soy lectora de corazón, me incluyo en ese grupo, y como bien dices al inicio del post, es bastante confiable. No se si es un estracto del cuento o está completo, pero la verdad no me gustó nada. Ya de primera es el tipo de escrito que no me engancha. Nunca he leido a Rey Rosa, y despues de esto no creo que lo haga, a menos que caiga en mis manos un libro sin que lo busque. Prefiero seguir con los de Carlos Ruiz, y con El Reino del Dragón de Oro de Allende que estoy por terminar.
Saludos
A mi juicio creo que el mejor libro de cuentos de Rey Rosa es el "Cuchillo del mendigo". Gracias por transcribir este cuento, que es elegante y lacónico a lo R. Rosa; no estoy de acuerdo contigo porque sí me parece melodramático y ajeno a la tesitura que nos tiene acostumbrados. Su novela La orilla africana me pareció novedosa, aunque bastante aburrida la verdad. Sandra: deja de leer a Isabel Allende POR FAVORRRRRRR.
Hola, me parece un cuento en el que se presentan varias imágenes de la deshumanización del ser humano, desde la automatización de los doctores para tratar la enfermedad de la niña, hasta la forma en que plantea a los "trabajadores" (entrecomillado) porque los expone como pedazos de carne que se cuelgan de los pasamanos en los transvías para trasladarse de un lugar a otro sin mayor fin. El uso de la ironía al plantear si la niña en alguna criatura de Disney observó x o y motivación sobre el sexo. Creo Rey Rosa es un autor cuya temática va más por el lado deshumanizador de la sociedad, y lo destructivo que es para el ser humano vivir en medio de la urbe que te absorve.
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