Lo que acaban de ver no es una broma ni un montaje, es la verdad: in-your-face. Portoviejo Rock City ya no es un apodo cariñoso ni una manera cool de referirse a la capital de todos los manabitas. Ahí está, existe, se puede ver, tocar, fotografiar. El letrero está en la entrada sur de la ciudad, justo antes del puente Bellavista, cerca del río. No apareció de milagro. No lo puso el municipio. No fue la donación de una empresa privada. No fue una promesa de campaña. Fue La Rola, una banda local que se prepara para sacar su primer álbum este año. Lo pusieron ahí para hacer unas fotos para el disco y, de paso, para la posteridad. Desde ahora ese letrero, esa leyenda, es un lugar sagrado.
No he resuelto mis líos con Portoviejo, eso lo tengo claro, pero estoy en eso y estoy en paz. No puedo decir lo mismo de mis personajes, ellos tienen batallas pendientes.
Portoviejo es un lugar difícil. Como todo paraíso, puede convertirse en trampa y en infierno de un momento a otro, y suele hacerlo a su antojo sin mostrar ningún empacho. De alguna manera, siento, es como ese pueblo inmóvil en Big Fish, en el que Steve Buscemi escribe versos que no terminará jamás. No pasa nada. O pasa poco. Pasan el viento y algunas hojas flotando, envueltas en nubes de polvo. Pasan los heladeros y la buena gente que vende Avena Polaca. Pasan las carretas de encebollado que pueden salvarte la vida y el mancito que afila cuchillos. Pasan las motos chinas que hacen más bulla que otra cosa y ya no pasan los aviones porque el aeropuerto Reales Tamarindos está cerrado y nadie sabe a ciencia cierta qué pasará con nuestra pista (esa pista en la que entrábamos de incógnitos, por una reja lateral que atravesaba un monte crecido, para sentarnos a chupar y a ver las estrellas).
En mi pueblo puedes beber, puedes fumar esto y lo otro (pero no de todo), puedes tener pelada, casarte, tener hijos y tener moza y administrar el negocio de tu viejo (si lo tiene) y seguir como si nada hasta allá, hasta la muerte. También tienes que fajarte, buscártela, pelearla. Las ideas nuevas no son muy bien recibidas y la costumbre es copiar aquello que funciona hasta que la sobreexplotación acabe con el recurso (tal vez por eso, en Portoviejo hay más carne a la parrilla per cápita que en Buenos Aires). Así es, esas son las reglas y al parecer alguien las escribió, en piedra, hace mucho tiempo. Son fáciles de seguir, pero no de romper. Por eso este es un gran momento, un símbolo, una bisagra histórica. En los tiempos del pop, el emo y los tributos que llenan bares que le apuestan a lo seguro (o sea, hacen trampa), un grupo de rock, y un grupo de gente, han rebautizado a su ciudad con un nombre que ya existía en el inconsciente colectivo y fue ganado en años de lucha.
Me ha pasado muchas veces. Conocer a alguien, decirle de dónde vengo, de dónde soy, hablarle de música y luego descubrir que en Portoviejo se escucha más y mejor rock de lo que pensaba. El rock fue nuestro escape, nuestra respuesta, nuestro refugio, nuestra manera de abrir un paréntesis y poblarlo de aliados. Ahora es parte de nuestra vida, crece, se comparte y, estamos seguros, no empieza ni termina cuando subimos a un escenario o cantamos al pie de una tarima. Allí, en ese letrero, es donde se unen todos los puntos de nuestro universo.
Bienvenidos.