Primer misterio glorioso de Amy Winehouse
Por Juan Fernando Andrade
Viernes 4 de julio de 2008. Los buses salieron desde el estadio Santiago Bernabeu, hogar del Real Madrid, hasta la Ciudad del Rock: Aranda del Rey, a las afueras de la capital española. Más de cien mil personas llegaron ese día al Festival Rock in Río que, por primera vez en sus veintitrés años de existencia, se montaba sobre la piel de la madre patria. Eran las ocho de la tarde y el público, volcado frente al escenario, apretujado y con el alma pendiendo de un hilo, esperaba la presencia de la cantante británica Amy Winehouse, la nueva reina del pop mundial. Semanas atrás, en la edición del Rock In Río celebrada en Lisboa, Winehouse había aparecido tarde, ebria, sin voz, había cantado menos de una hora y lo que hasta por entonces era un fuete rumor, tomaba contundente forma entre los espectadores: a sus veinticuatro años, la voz del siglo XXI estaba acabada tras una vida breve de éxito universal, sobreexposición en los medios y excesos de todo tipo. ¿Llegará a tiempo? ¿Podrá cantar? ¿Podrá pararse? ¿Saldrá? Los fans ahí, al pie del cañón, sin perder la esperanza. Las chicas de trece, veinte y cuarenta con el look Amy: peinado tipo colmena, a lo Priscila Presley en sus primeros años, sobre los párpados el delineado con sombra prolongado hacia arriba, entre una Gatubela sesentera y Cleopatra. El escenario estaba listo, los músicos en sus posiciones, de traje formal, como de costumbre. Los segundos pasaban como lerdos siglos. La banda empezó a tocar. Amy Winehouse esperaba su turno metros atrás, entre fotógrafos que no dejaban de disparar ni de preguntarse cuán volada estaría. Entró con su paso torpe de diva fracturada, llevaba un corto y apretado vestido amarillo, generoso escote y sus tatuajes al aire. Agarró el micrófono y empezó a cantar como nunca antes, como sabe hacerlo, con la verdad, como si su vida dependiera de ello. Los aplausos estallaron, los fieles conmovidos ante el milagro por el cual tanto habían rogado. Esa tarde, Amy Winehouse volvió de la muerte.
Hija de un chofer de taxis y una empleada farmacéutica, ambos fanáticos del jazz, Winehouse creció siendo una niña judía en el barrio Southgate, al norte de Londres. Por esos días, su sueño era aprender a montar patines, crecer y convertirse en una mesera sobre ruedas. Como a todas las niñas, le gustaba cantar, lo mismo el Hip-Hop que escuchaban las nenas de su edad que los discos de Sara Vaughn y Billie Holiday que sonaban en su casa. A los diez, formó su primera banda de rap, llamada Sweet And Sour (agridulce). Dos años después, alentada por su padre, se enroló en la Sylvia Young Theatre School. La educación formal le duró poco. A los trece se apareció en sus lecciones de canto con un piercing en la nariz, algo estrictamente prohibido por los estatutos del plantel. Le dijeron puede que seas la alumna más talentosa que hayamos tenido en años, pero o te quitas eso o te vas. Amy no lo pensó dos veces, sin arrugarse dio media vuelta y salió del lugar, sabía que el mundo, hacía rato, estaba esperando por ella.
Aprendió a tocar guitarra y compuso sus primeras canciones siendo una quinceañera que lo quería todo, menos el caballero y el vestido rosado. Celebró sus dulces dieciséis con una serie de apariciones en pubs londinenses a las que apenas y acudía público. Una de esas noches, un chico llamado Tyler James, cantante que venía abriéndose paso en la escena independiente británica, la vio y quedó aturdido. Se hicieron amigos, cantaron juntos, grabaron juntos, salieron de juerga, a James le impresionó gratamente la capacidad de almacenamiento de la adolescente Winehouse. Con todo. Sin miedo. Dejen que me olvide de hoy hasta mañana. En 2003, Tyler James firmó con la compañía discográfica Island, un sello con su historia y su prestigio bien habidos. Cuando le preguntaron qué más estaba pasando allá afuera, James no vaciló en responder se llama Amy Winehouse y es genial, mejor que cualquier cosa que hayan oído antes. La audición fue corta y sencilla. En una sala de reuniones, Amy, un guitarrista y un par de ejecutivos de Island. Las canciones son tuyas, ¿en serio? Sí, señor. ¿Letra y música? Letra y música, señor. ¿Te gustaría firmar un contrato para grabar un disco con nosotros? Respiración cortada, manos tapando la boca abierta, lágrimas en las cornisas de los ojos. Sí, señor, claro que sí, gracias, muchas gracias. Abrazos y sonrisas. Todos ganaron. Los ejecutivos habían encontrado el nuevo diamante en bruto de Inglaterra y la pequeña Amy había encontrado su destino. Esa noche, Janis y Mitch Winehouse durmieron abrazados, habían conseguido, temprano, eso por lo que todos los padres del mundo luchan a diario, su hija tendría una vida mejor que la que les había tocado a ellos, una vida plena.
Frank, el álbum debut de Amy, salió a la venta en 2003, nuestra chica cumplía veinte años. Toda Inglaterra, y buena parte de Europa, se puso de rodillas para idolatrar a esta cantante que, como quien no quiere la cosa, juntaba lo mejor del Hip-Hip y el R&B de nuestros días, con lo mejor del soul y el jazz de eras doradas y pasadas, añadiéndole una honestidad tan poética como brutal. De repente, Amy Winehouse estaba en giras que ocupaban todo su tiempo y toda su energía. Presentándose en programas de televisión y firmando autógrafos en mega tiendas de discos. En fiestas que consumían su cuerpo, en las que la gente se le se acercaba para decirle que era la mejor cantante sobre la faz de la tierra. Empezó a beber a diario, a llegar tarde y ebria a sus presentaciones, a meterse en pleitos todas las noches en pubs y discotecas y, cómo no, a consumir drogas, sobre todo crack (cocaína hervida en una solución de bicarbonato de sodio, el mismo compuesto que, por ejemplo, llevó a la cantante y actriz Whitney Houston, de la gloria absoluta en la época de la película El Guardaespaldas, a prostituirse y dormir en basureros). Allá, donde el fondo y la cima están a centímetros de distancia, Amy conoció a Blake Fielder-Civil, un músico no famoso muy apegado a los vicios famosos entre músicos. Amy y Blake vivieron un romance tórrido que fue el mejor alimento para tabloides y programas de chismes. Amantes de la noche, de la juerga y de las substancias ilegales, pusieron su idilio decadente por encima de sus carreras, se dejaron pescar por los lentes hambrientos, jugaron con fuego, y se quemaron. La primera separación ocurrió cuando Amy necesitaba entrar a un estudio para grabar algo nuevo. Blake se fue con otra y Amy se fue a negro.
Back To Black (de vuelta al negro), el esperado segundo disco, apareció en 2006. Un disco dedicado al despecho amoroso, al sufrimiento, al vivir con el alma hecha pedazos. Una impecable obra de arte. Amy recogió todo lo que le machacaba el corazón y lo repartió en diez canciones que fueron tierra fértil para la semilla. El sencillo Rehab (rehabilitación), que en el coro dice: quieren hacerme entrar en rehabilitación y yo digo no, no, no, fue directo a la cumbre en listas de popularidad. Volvieron los conciertos, la vida pública y los titulares escandalosos, pero ciertos: Amy Winehouse arrestada por conducir en estado etílico. Amy Winehouse le cae a golpes a un grupo de gente en una discoteca. Amy Winehouse de vuelta en la cárcel por causar disturbios en la vía pública. Amy, Amy, Amy, ¿qué estás haciendo con tu vida? Mientras tanto, Back To Black seguía su camino natural por todo lo alto. En febrero de 2008, en la quincuagésima entrega de los premios Grammy, en Los Ángeles, Amy y su tristeza melódica se alzaron con cinco galardones, todos en categorías harto cotizadas: mejor álbum de una cantante de pop, mejor actuación de una cantante de pop, mejor artista nueva, mejor canción del año (por Rehab) y mejor sencillo del año (también por Rehab). Amy no pudo asistir a la ceremonia, días antes, las autoridades estadounidenses le habían negado la visa, las razones nunca se especificaron, igual se intuyen de sobra. Pero como la estrella de la noche no podía faltar, cantó, vía satélite, desde Londres. De aquí en adelante, cada vez que se recapitule la historia de los Grammys, este apartado tendrá un lugar privilegiado. Parecía que ya nada peor podía pasar. Parecía.
Amy Winehouse se convirtió en un cadáver. Bajó peligrosamente de peso, tanto, que el rumor de una anorexia corrió con fuerza y empezaron las sentencias. El rock, porque puede que en rigor Amy no cante rock pero definitivamente es una rockera, preparaba espacio para otra muerte prematura. La compararon con Jim Morrison y Janis Joplin. Los periodistas ingleses Chas Newkey-Burden y Nick Johnstone, conocidos por escribir en serio sobre celebridades, publicaron cada uno un libro sobre ella. Para colmo, Amy y Blake se reconciliaron, continuaron su romance y continuaron también la secuencia de escándalos que venían protagonizando. Volvieron por la puerta grande, casándose. Los conciertos de Amy pasaron de espectaculares derroches de talento y actitud, a borracheras públicas, donde la cantante se embriagaba a medida que avanzaba el show y terminaba balbuceando las letras que el resto coreaba con pasión y entrega. La casa de naipes no demoró en caer. Tras la hazaña de los Grammys, Blake fue arrestado por golpear al mesero de un pub y luego tratar de comprar su silencio, la oferta, dicen varios medios británicos, fue de 200.000 euros. Poco después, Amy se desmayó estando en su casa, la llevaron en ambulancia hasta una clínica y ahí le diagnosticaron un enfisema pulmonar. La segunda separación de los autodestructivos amantes se daba en las peores circunstancias.
Con su esposo en prisión, su carrera en picada y su vida en riesgo, Amy no tuvo más remedio que internarse en la rehabilitación que tanto le repugnaba. Allí, pidió permiso para actuar en un concierto por el noventa cumpleaños de Nelson Mandela, al que había sido invitada antes de su crisis de salud. En 1984, en el mítico estadio de Wembley, miles de personas se habían reunido en un acto similar para demandar la liberación del por entonces encarcelado líder sudafricano. Esta era una ocasión especial y Amy se portó a la altura. En su discurso de agradecimiento, frente a un Hyde Park abarrotado de admiradores, Mandela dijo: ahora está en vuestras manos, ha llegado el momento de que nuevas manos soporten la carga. Sólo Dios sabe si Amy escuchó esas palabras, se supone que llegó minutos antes de su presentación y se marcho enseguida, para volver a su habitación en la clínica de rehabilitación, Madrid la esperaba y no podía darse el lujo de fallar. En todo caso, las de Amy son esas manos que deben soportar la carga. La carga de sobrevivir en público, perseguida, acosada, adorada, con la mitad del mundo esperando que de un paso en falso, para poder decir se los dije, y la otra mitad esperando que alcance la consagración absoluta. La carga de ser lo que el resto no pudo, una estrella, y curar con sus conquistas las frustraciones de los fanáticos, que viven a través de ella lo que no vivirán jamás por sí solos. La carga de vivir en una vitrina y no siempre estar de humor para visitas.
Amy Winehouse ya tiene su estatua de cera, tamaño real, en el Museo de Madame Tussaud de Londres. Los estudiantes de último año de cultura inglesa de la universidad de Cambridge, en su examen final de crítica práctica, deben comparar las letras de Amy con los poemas de Walter Raleigh (pirata y aventurero que vivió durante el reinado de Isabel I, a quien cortejaba con sus versos) En la era de la piratería y las descargas digitales, Winehouse ha vendido más de cinco millones de discos en todo el mundo. Se estima que cobra medio millón de euros por presentación y que su fortuna personal supera los diez millones de euros. Nadie sabe cuándo acabará todo esto. Si muere joven, acaso sin llegar al tercer disco, Amy Winehouse será más poderosa que todas las cantantes de su tiempo. Habíamos agachado la cabeza, resignándonos a ídolos no retornables hechos a la medida en reality shows. Y se hizo la luz con una cantante que se cae y se levanta y se revuelca y se enloda y vuelve a pararse, como todos nosotros, en el mejor de los casos.
(Mundo Diners, 2008)