La
psicóloga me pregunta cuál es el momento del día en el que me siento más feliz,
pero sé que lo que quiere decir es: si quieres bailar, baila conmigo.
Estoy
acostado sobre la camilla acolchonada, entre una sábana y una cobija de lana,
caliente, seguro, con los ojos cerrados. Hablo bajo la influencia de una
hipnosis leve, el comienzo de un desmayo que no distingo en ese momento. Lo apreciaré
luego, cuando escuche la sesión reproducirse en mi grabadora y capte que de
pronto empiezo a hablar en susurros.
Al
final de un respiro digo estoy andando en bicicleta con los audífonos puestos,
escuchando una canción. Ella no me pregunta qué canción estoy escuchando pero
sabe que si quiere bailar puede bailar conmigo. No sabe o no quiere saber que
pienso en Flight 180 de Bishop Allen,
un tema que encontré en una cita a ciegas con el shuffle mientras escribía en el patio de un hotel en Guayaquil, al
lado de la piscina que brillaba de calor, el vapor que licúa las estructuras.
Hay
canciones que te agarran por la nuca, te elevan y te muestran todo desde arriba.
Si la distancia es la adecuada logras verte escuchando, cortando tu vida para
escuchar.
No
tenía nombre. Es decir que se llamaba track
algo y lo primero que pude tener entre las manos para ponerle rostro a la sensación
fue una frase que se repetía cada tanto en situaciones inesperadas: if you feel like dancing, dance with me. La
escuché dos o tres veces, colgado, poseído por la feliz angustia de un
descubrimiento, la falsa pero nunca tan verdadera convicción de estar
escuchando una canción como nunca nadie la ha escuchando antes, ni siquiera la
banda que la hizo, ni si quiera los fans de la banda que la hizo, ni siquiera
esa chica que todas las noches piensan en matarse y se arrepiente y mejor se
pone a bailar sola sin que se le mueva un pelo. Nadie nunca había escuchado esa
canción como yo en ese momento concreto y perdido, de eso estoy seguro.
Su
voz también es un susurro, un rumor dulce y comprensivo. Me pregunta qué
sientes cuando estás en la bici escuchando esa canción. Siento que estoy llegando,
le digo, no se dónde, pero siento que si sigo pedaleando protegido por la
canción, si pedaleo y canto lo suficiente voy a llegar. Que cuando llegue sabré
de qué se trata y le contaré cómo es. Si quieres bailar, baila conmigo. Se lo
diría a cualquiera que pase a mi lado si el aislamiento que me permiten los
audífonos fuera más bien un amplificador. A esa velocidad y en esas
circunstancias la música te entrega el volante: hazte cargo.
La
canción viene desde un tipo que está sentado en un avión, del momento en que la
azafata le toca la rodilla y le dice ponga su asiento en posición vertical, esa
orden que tiene su onda dominatriz y a ratos se recibe, sí, como una invitación
a bailar incluso para los que no bailamos en público. Hay tambores y violines y
un pianito como de juguete. Hay una parte que me mata y es cuando el tipo
confiesa emocionado que en el suelo se siente desconectado, como brillando por
sí solo, y no le gusta. Esa misma noche, antes de irse a dormir, prenderá las
luces, las luces, las luces, y le hará una señal al primer avión que pase. Mejor
estar arriba que abajo.
Esto
lo sabré mucho después, cuando venza el miedo, lea la letra completa y enfrente
su verdadero significado, que podría coincidir con mis deseos, o no. Antes pensaré
que yo inventé esa canción o que esa canción se inventó para mí, me subiré a la
bicicleta y rodaré gozando de la ignorancia selectiva, un don que te permite
entender sólo la mitad de las cosas y rellenar la otra parte con lo que
necesites, con lo que quieras, con lo que tengas a la mano. Hay frases que
grabo a la primera pasada, some of the
lights below / shine directly on the people I know / their lifes take such strange shapes. Otros momentos me los invento
a medida para que calcen en mi vida, como cuando era niño y no sabía inglés y
las letras de las canciones significaban lo que me diera la gana. Antes de saber, antes de que el conocimiento
arruine ciertas cosas para dar paso a otras, pensaré que hay un avión atravesando
zonas de turbulencia y que por eso un hombre al lado de este tipo que canta recita
las tablas de multiplicar en voz alta, para calmarse, pero que tampoco hay
mucho que hacer y es mejor bailar si es que quieres bailar conmigo o con quien
sea.
La
psicóloga sabe que hablo de ser otro y actuar sin temor a las consecuencias. Me
pregunta por qué no puedo hacer lo mismo siendo yo. Pienso que por eso estoy
entre las cobijas, conozco la enfermedad, no el remedio. Hago un silencio que
es para los dos, para que ella entienda que estoy pensando en lo que dijo,
considerando seriamente la posibilidad de ser siempre yo; para que yo pueda
volver a ser yo y deje de preocuparme por saber quién soy. Quiero estar en la bicicleta,
escuchando esa canción en caída libre, creyendo que la gente que amo también la
está escuchando y también me ama, que la gente que odio también la está
escuchando y que por suerte todavía me odia, una persona que carece de enemigos
se ve en apuros con frecuencia.
Al
final de la sesión ella dirá que confíe más en mí, que sea yo mismo, que no
necesito guardarme nada si no quiero. Yo pensaré que tiene razón. Nos
despediremos con un beso en la mejilla, queriendo de verdad que al otro le vengan
los días mejores que se merece. Ella se subirá a un auto, dará retro y me hará
con la mano para luego tomar el volante y buscar su camino. La última imagen de
la tarde serán unas gafas oscuras y una sonrisa amplia. Yo subiré a la bicicleta,
me pondré los audífonos, buscaré Flight
180 y volveré a escapar en mi campo de fuerza rodante. No estoy curado, estoy
bailando.
(Revista HabaManí. Julio, 2012)