Entre mi casa y el nuevo aeropuerto de
Quito hay cuando menos una hora de viaje. Es sábado, son más de las tres de la
tarde y debo tomar un vuelo que sale antes de las cinco. El servicio de
transporte que reservé hace más de veinticuatro horas lleva veinte minutos de
retraso y cada vez que hablo con el encargado por teléfono me dice que la van
está a la vuelta de la esquina, pero la van aparece recién después de la
tercera o cuarta llamada, cuando son casi las cuatro de la tarde.
El chofer es un guayaquileño radicado
desde hace varias décadas en la capital, que gracias al cielo conserva intacto su
acento costeño. Cada dos minutos, cuando el velocímetro supera los 90 km/h,
suena una alarma, un pitido que se repite un par de veces como diciendo “después
no digan que no les avisé”. El chofer no le hace caso y aunque lo lógico sería
pedirle que baje la velocidad me reconforta saber que él, consciente de que
llegó tarde –por culpa del dueño de la compañía según dice– se está jugando la
vida para que yo no pierda mi vuelo.
Acelera frena embraga mete cambio gira el
volante y maniobra la van Huyndai como si se tratara de un Porsche, encajándola
en el breve espacio que el resto de vehículos se permite mantener entre placa y
placa. Para distraer mi mente de lo que parece una muerte segura, empiezo a interrogarlo.
Repasar su vida, encontrar la secuencia y el significado de su existencia,
creo, lo convencerá de preservar su futuro, y el mío.
Justo cuando logra rebasar tres autos de
corrido y esquivar un tráiler a tiempo para volver a su carril, me cuenta que
aceptó este trabajo para bajarle un poco el ritmo a su vida. Hace unos años trabajaba
administrando Night Clubs y pasaba toda la madrugada despierto, tragos y cigarrillos
mediante, cuidando a las chicas y peleándose con borrachos indeseables. De vez
en cuando, incluso, viajaba a Colombia para realizar castings y renovar el
repertorio, pero eso estaba acabando con su hogar. Después de su temporada de
chongos, el chofer se ocupó como guardaespaldas de artistas internacionales, y eso
también era un problema: mientras los músicos disfrutaban de las chicas que él les
conseguía, y la promotora del concierto se acostaba con el cantante de turno, el
chofer permanecía atento y frustrado. Por eso decidió alejarse del mundo del
espectáculo y convertirse en taxista. Al principio, me dice, estaba todo bien
con su mujer pero no tan bien con su bolsillo, hasta que descubrió un secreto:
además de pasajeros, nuestro héroe transportaba vicios y perversiones a
domicilio. Sus mejores clientes eran una pareja de actores que además de
recorridos le pedían esclavos sexuales y gramos de cocaína. A ella, me dice, le
gustaban los negros grandes y aventajados; a él, en cambio, le gustaban los trans, hombres grandes disfrazados de
mujeres grandes y doblemente dotados. Trato de imaginar la orgía, los actores
jalados mirándose entre ahogos, besándose mientras los penetran con fuerza.
Ahora
todo lo que quiero es pasar más tiempo con mi mujer, me dice el chofer a las cuatro y media de
la tarde, cuando llegamos al aeropuerto. Me despido con un largo cuestionario enrollado
bajo la lengua. Él debe regresar volando a Quito para recoger al siguiente
pasajero, traerlo y luego alcanzar a su esposa en un bautizo del cual tuvo que
salirse para ganarse estas carreras. Así avanza hacia su vida más tranquila, a
toda velocidad.
En el mostrador, una empleada de la
aerolínea me dice que perdí el vuelo y otra, de mayor rango, me permite subir
al avión segundos después: queda claro que hacen lo que les da la gana.
(SoHo)
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