Quisiera decir que después de ver Rush: Beyond The Lighted Stage, me he convertido en fan de la banda. De verdad quisiera hacerlo. En serio quisiera que me guste. Pero no puedo. No me gusta Rush, nunca me gustó y después de esto es claro que nunca me gustará del todo, pero el documental me ha hecho respetarlos mucho. Puedo decir, entonces, que soy fan de la integridad artística de Rush. Y eso es decir bastante.
En 1975, tras dos discos exitosos que sonaban a una mezcla entre Led Zeppelin y KISS, esto quiere decir poderosos y contagiosos y hasta bailables, Rush lanzó Caress of Steel, su tercer álbum de estudio y primer trabajo conceptual. Fracasaron miserablemente. Entre otras cosas, pasaron de tocar en arenas a tocar en pequeños bares de borrachos belicosos: imaginen a tres veinteañeros tocando rock progresivo e intelectual frente a camioneros que le vendieron el alma a la Budweiser. La disquera, que mal que mal los había sacado de su natal Canadá para volverlos populares en USA, les recomendó que hicieran un disco “como los otros”, rockero en el sentido más limitado y castrante de la palabra. Rush se negó. Dijeron que estaban dispuestos a volver a casa y trabajar en lo que fuera antes de perder la oportunidad de hacer mejor música de la que ya habían hecho antes. En 1976, convencidos de que sería su último disco pero convencidos también de que sería el mejor y dejarían este mundo en una llamarada de gloria, lanzaron el famoso y clásico y al parecer inevitable 2112, un álbum narrativo (como las ambiciones literarias del baterista Neil Peart, que, dicho sea de paso, es un gran escritor autobiográfico) que se convirtió en religión nerd enseguida y los salvó del silencio. Gracias a ese acto suicida, la carrera de Rush, con altos y bajos, con hardcore fans que suelen frecuentar la ciencia ficción y capaz se identifican con The Big Bang Theory, con muchos hombres solos de su lado pero sin demasiadas chicas, pudo ser lo que ahora es. Como dice el mismísimo Geddy Lee, “somos la banda de culto más famosa del mundo”.
Hay harto que aprender de Rush (pienso en las asambleístas que cambiaron de moral y de principios en cuanto al aborto y me dan ganas de mostrarles este documental y decirles: la gente de verdad no se vende. Los rockeros, como es bien sabido, son muchísimo más gente que los políticos), de su integridad, de su capacidad de riesgo, de su alta fidelidad para con la banda. Si tuviésemos dos o tres bandas así por década, estaríamos salvados. Si hubiesen dos o tres personas así por la calle, también.
(El Diario)