Si un hombre que
sobrevivió a 17 puñaladas te pide que escribas un epílogo para un libro
autobiográfico llamado El príncipe de los
canallas no tienes para dónde correr. Tienes que hacerlo, por tu propio
bien.
Una tarde recibí
la llamada de un número desconocido. Al otro lado de la línea una voz que
hablaba a gritos y con acento costeño me dijo “Fuan Fernando, soy el poeta
Pedro Gil, de Manta”. Al menos no mentía sobre su lugar de origen, sólo en
Manabí de mis quimeras decimos Fuan en vez de Juan. Me dijo que sabía que yo
vivía en Quito, que me había leído, que yo escribía bacán: luego me pidió que
lo entrevistara “para una de esas revistas en las que tú escribes”.
Evidentemente estaba loco. Le dije de la manera más amable posible que el
proceso suele darse al revés, es el medio o el periodista el que busca al
entrevistado y, sabiendo que mentía, le prometí discutir el tema con mis
editores para “ver qué podemos hacer”. “Ah, ya” me dijo, “no hay problema, yo
voy a estar aquí en Quito unos seis meses. Ahí me avisas cualquier cosa, estoy
interno en el psiquiátrico Sagrado Corazón.”
Pedro Gil estaba
loco, pero loco de verdad. Todo cambió tras esa revelación. El morbo se activó
dentro de mí y le dije que lo llamaría en cuestión de días para cuadrar una
visita, puede que incluso le haya dicho que los manabitas tenemos que estar
unidos en la desgracia o alguna patraña por el estilo. Le mandé un gran abrazo
antes de colgar y volví a mis asuntos, pero ya nada era tan importante como
conocer al poeta loco encerrado en el psiquiátrico.
Por esos días yo
estaba trabajando en un libro de turismo alternativo sobre Quito y había pasado
varios meses buscando lo más freak de
la capital, pero eso no quiere decir que estaba preparado para lo que vería.
Llegué al Instituto Psiquiátrico Sagrado Corazón un día por la tarde en horas
de visita. Cumplí con identificarme en la recepción y enseguida llamaron a
Pedro Gil para que viniera a recogerme: él no podía salir pero tenía que
hacerme entrar. Nunca lo había visto y sospecho que él tampoco me había visto a
mí, a lo mucho, quizás, habría visto una foto mía en una de esas revistas en
las que yo trabajo pero esas fotos siempre, siempre,
están desactualizadas. Igual nos abrazamos como dos buenos y viejos amigos que
se reúnen después de no haberse visto durante años. O puede que el abrazo haya
sido el de dos extraños que nunca se han visto, que se conocen, pero que nunca
se han visto.
El poeta Pedro
Gil de Manta me condujo por el Sagrado Corazón sin muchos ánimos de guía
turístico. Caminamos por entre los jardines del patio buscando un rincón más
bien alejado: de uno de los pabellones salían gritos histéricos y desesperados.
“¿Qué pasa?”, le pregunté a Pedro tratando de identificar el origen del
escándalo. “Estos locos hijueputas se robaron la papaya de los diabéticos”, me
dijo. “¿Qué?” Resulta que los pacientes diabéticos tenían frutas reservadas
exclusivamente para ellos y alguno de sus colegas, quizás el mismo Pedro Gil,
los había desfalcado sin dejar rastro ni de su presencia ni de la fruta y ahora
los pobres andaban buscando al culpable rastreándolo con desgarradores y
mocosos aullidos. Durante ese primer encuentro el poeta estaba preocupado por
un asunto en particular, “Cuando estás rodeado de locos empiezas a pensar que
capaz tú también estás loco”, me dijo.
Horas más tarde
llegaron la novia de Pedro y otro amigo poeta o aspirante a poeta o profesor de
poesía, y nos sentamos en el césped a comer las mandarinas que ella había
traído, escondidos de los otros pacientes que, según Pedro, nos rodearían como
zombis hambrientos y no nos dejarían comer en paz: nos cuidábamos, sobre todo,
de la hipoglicémica sed de venganza
de los diabéticos. Entre todos la conversación fue más relajada, de todo y de
nada, y cuando nos despedimos Pedro me regaló un ejemplar autografiado de 17 puñaladas no son nada, la antología
que reúne su poesía escrita entre 1989 y 2010, y unos cuantos relatos a manera
de adelanto de un libro titulado El
príncipe de los canallas, que en teoría saldría en los próximos meses. Han
pasado tres años. Pedro Gil se ha hecho esperar. Peor que pelada,
compadre.
Leí 17 puñaladas… de un tirón esa misma
noche. Pocas veces he subrayado tanto un libro. Pocas veces he escrito tanto a
los márgenes de un libro. Pocas veces me he reído tanto con un libro. Pocas
veces me he asustado tanto con un libro. No soy un gran lector de poesía, (aunque
creo que cantar decenas y decenas de canciones de rock de memoria significa lo
mismo o incluso más que recitar poemas de memoria) por eso aquellas 17
puñaladas, que Pedro recibió un día allá barrio adentro y de las que se salvó
porque los giles eran los otros, que le hicieron casi todas las heridas en la
pierna de la que ahora cojea, en mí también dejaron cicatrices: unas marcas de
orgullo por las páginas leídas y unas ganas de salir corriendo y regalarle esas
páginas a la gente que me importa, a los que quiero de verdad. Desde entonces,
cada vez que puedo conseguir o comprar o robar ejemplares de ese libro me lo
llevo a casa, esperando a los que serán bendecidos por el poeta maldito, si me
perdonan la expresión.
A continuación
voy a citar unos versos de Pedro porque no me aguanto las ganas y también
porque en ellos, entre ellos,
descubrí que Pedro Gil está absolutamente convencido de que es un poeta y no me
extrañaría que ese título aún en trámite de residencia y falto de registro
sanitario sea la única razón por la que, contra todo lo que podrían pronosticar
la ciencia y el Internet, desafiando la voluntad del destino y sus esperanzas
más ingenuas, Pedro sigue con vida.
he
recibido bravos, hurras y aplausos
por
sudar y escribir El Poema
gracias,
muchas gracias
amigos
parias
amigos
con carros
muy
amables amigos académicos
aquí
tengo mi talento
El
Poema
el
que salí a buscar
desde
la entrepierna de mi madre
¿qué
hago con él? ¿se los doy? ¿lo quieren?
¿me
lo como? ¿qué hago?
Cuando leí eso
por primera vez quedé medio traumado. La soberbia con la que Pedro asegura
haber escrito El Poema me lleva por
delante, me atropella, me supera por completo hasta el día de hoy. Si su
carrera se redujera únicamente a esa docena de líneas, a una velada formal
convocada durante una noche de tormenta y camotillos voladores en la playa de Tarqui,
al poeta Pedro Gil vestido de esmoquin de la cintura para arriba y desnudo de
la cintura para abajo, con los pies descalzos pero muy juntos al borde de un
escenario imaginario, pronunciando El
Poema frente a un también imaginario auditorio copado por gente
emperifollada y perfumada que lo observa con atención desde la comodidad de sus
mulas de carga; si a esa pregunta milenaria que plantea El poema el público respondiera sí, cómetelo, y el poeta hiciera de
El Poema una bola de papel amasándolo
con las manos y se lo tragara y entonces la concurrencia empezara a golpear a
las bestias hasta verlas morir, entonces sí, quizás ese poema sería El Poema y no habría la necesidad de que
Pedro volviera a escribir.
El Poema ¿Quién
se cree que es? Lo he pensado muchas veces. También he pensado en la
importancia de creer, de creértela. Creer que eres quien siempre quisiste ser,
quien fuiste por un segundo y dejaste de ser para toda la vida, quien ya no
volverá, quien nunca se ha ido. Creer es ser. Creer, estar convencido, estar realmente convencido, es parte del
trabajo y quién sabe capaz sea o tenga que ser pre-requisito para el oficio de
poeta. Primero decides ser uno, te la
crees, luego vives como uno y finalmente, si sobrevives a la parodia del
artista, te conviertes en uno. Tus oraciones se alinean con tu ritmo cardiaco y
sucede la conversión definitiva. Luego de un sueño intranquilo sobreviene la metamorfosis irreversible. Esa
mutación radioactiva, de la que se vuelve armado con el mítico látigo que sólo
sirve para auto flagelarse, sucede al final, años o incluso siglos después de
que un hombre, probablemente un niño que aún se cree más salvaje que el mundo
que lo espera, impulsado por la certeza torpe de su joven inmortalidad, tomó la
decisión de ser poeta.
Pedro Gil se cree
poeta. Yo, la verdad, no lo sé. Tengo mis dudas. Además, no quiero que sea haga
más lamparoso de lo que ya es. Si me
preguntan, preferiría decir que Pedro Gil es lo que se conoce vulgarmente como
un arrecho.
Continuemos. Más
tarde, esa misma noche, leí los primeros cuentos de El príncipe de los canallas. A los pocos párrafos una frase se
levantó de entre las líneas, se paró sobre mi pecho y me pareció gigante: me senté a la mesa y pedí una botella de
Caña Manabita, al quinto vasito ya me estaba trepando en el carrusel del qué
chucha. Dicen que el trabajo de un poeta es hacer que el mundo entre en una
frase, pues ahí está: toma tu mundo y toma tu frase. Todos los que hemos
trepado a ese carrusel y hemos tenido la fortuna de poder bajarnos para, claro,
volver a subir, sabemos que lo que Pedro metió en esa frase, todo lo que el poeta hizo caber dentro
de una carcajada de liberación y arrepentimiento, es verdad. Y pocas cosas hay
tan temibles como la verdad.
En un episodio de
Los Soprano, la psicóloga de Tony, el
Capo di tutti capi, reconoce que
tratar al paciente más famoso y peligroso de su carrera, por el que ha tenido
que esconderse y recibir a sus otros pacientes en un motel de carretera, la
excita y se ha convertido en una necesidad cuando no en una adicción. Ella, la
doctora Jennifer Melfi, respondiendo a su propio psicólogo cuando le pregunta
por qué nos gustan las montañas rusas, las películas de terror y las cintas de
mafiosos, responde con sabiduría: porque nos permiten correr el riesgo sin
asumir las consecuencias. Algo así pasa con los cuentos de El príncipe de los canallas, nos permiten ser parte de algo de lo
que nunca seremos parte porque mal que mal somos gente decente y le tenemos
miedo a la muerte, no como este poeta loco y gritón que un día me llamó para
exigirme que lo entrevistara.
No voy a repasar
cuento por cuento, eso ya lo hizo muy bien el compañero prologuista y además
éste es un epílogo, hello!, se supone
que si llegaron hasta aquí es porque ya leyeron los cuentos y corrieron el
riesgo sin asumir las consecuencias (ya pues, no sean vagos, lean el puto libro
que no sólo es corto sino que posee una virtud muy pocas veces vista en otros
libros: no se anda con huevadas). Preferiría decirles que se trata, claramente,
de la obra de un poeta que no ha tenido más remedio que ordenar sus versos en
párrafos de supuesta prosa, quizás porque de verdad pretendió escribir cuentos
o porque quería cobrar el adelanto por derechos de autor lo antes posible o tal
vez porque ya se gastó el millonario adelanto y ahora tiene que escribir sí o
sí antes de que le quiebren las piernas, otra vez. No importa, Pedro Gil tendrá
sus razones y, como dije antes, no hay que enfadar a un tipo que recibió 17
puñaladas y vivió para contarlas.
Decía que es el trabajo de un poeta porque
ciertos momentos de los cuentos, ciertos planos, ciertas líneas, podrían
inmortalizarse como un haiku japonés
impreso en la espalda del kimono de un luchador de sumo o como un grafiti
soplado al apuro por un hiphopero que
huye de la policía con su pequeña hija en brazos. Me refiero a frases como
esta: …las heridas son las
huellas del escape. Se le cruzó una cerca de púas. O esta: Literatura
light, películas light y el mundo es una fauna de lobos rapaces, tiburones
pedófilos. O esta: 12 años sí es algo
cuando se tiene callos en la mano. Iba a decir callos en el alma. Grandísimo
farsante. Callos en la mano se tiene cuando te haces la paja 4, 5, 6 veces al
día. Ya sé lo que están pensando, y sí, quizás estén muy largas para el
kimono (ojo, hablamos de un luchador de sumo, prohibido olvidar), pero espero
verlas en los muros de Facebook de los que pasen por estas páginas. Las frases
de Pedro, algunas frases de Pedro,
valen más que las fotos de sus perros o la ecografía de su futuro hijo:
entiéndanlo, por favor, ningún niño se ve lindo en una ecografía, ¡ninguno!;
así como tampoco se ven lindas las mujeres medio segundo después de haber dado
a luz: se ven sudadas y rojas y desinfladas y aplastadas, como si un camión les
hubiera pasado por encima y ellas estuvieran haciendo esperar a la muerte para
tomarse la foto. La próxima vez que tengan la tentación de retratar a una mujer
a la que juraron amar en las buenas y en las malas justo después de que la
pobre ha luchado durante cuarenta horas para sacar de su entrepierna una
criatura de ocho libras, así como hizo la madre del poeta para que él pudiera
salir a buscar El Poema, respiren,
cuenten hasta diez, busquen este libro y publiquen mejor una de las frases que
han subrayado. Rápido, antes que Facebook cambie su política de privacidad otra
vez.
Ahora voy a
decirles algo en serio y me gustaría que presten atención porque es lo único
serio que voy a decir. Los cuentos de El
príncipe de los canallas destruyen la moral travestida de moraleja, exhiben
las vergüenzas propias y ajenas y acaban con la compasión que los narradores
sienten por sus personajes y por ellos mismos. Cuando este libro tiene que
escoger entre su vida y la de los demás, no lo piensa ni por un segundo:
ustedes están muertos antes de poder voltear la página. Estos cuentos dejan
muchas veces de ser cuentos, mejor dicho, casi nunca lo son. Tienen el tono intestino
del espejo retrosivor, lo que no significa que todo lo que el autor ha puesto
en ellos sea cierto sino algo mucho más importante: significa que parece
cierto, que uno baja el libro, mira por la ventana y jura que está viendo eso
que acaba de leer. El libro tiene las líneas contadas como los días de sus
víctimas; entre sus comas se ven las malas costumbres del poeta, que a ratos
sacrifica la estabilidad emocional de un párrafo y lo deja arder hasta las
cenizas como una casa en llamas para preservar intactos los kilates de una
frase iluminada. Hay momentos en que quisiéramos leer más para saber mucho más,
seguir con el personaje y no llegar a una puerta cerrada en forma de punto
final que nos revienta la trompa. Pero el autor sabe que debe cuidarse las
espaldas como un prófugo y su lenguaje calculado es su mejor arma. El príncipe de los canallas podría ser
un suplemento de crónica roja si los redactores, antes de salir a levantar
testimonios y entrevistar policías para reconstruir la escena, pasaran una
eternidad leyendo literatura y otra peleando con cuchillos en la cantina de un
pueblo de carretera. Y algo más. De todo ese horror, de la crudeza, de lo
inapropiado, de todo lo que dirán de este libro quienes pretendan impresionar
mujeres leyéndolo en voz alta, quienes después de leerlo escondidos en la
tempestad de una cisterna dejen de ir a la universidad y se resuelvan de una
vez por todas a caminar el mundo,
quienes pasen años creyendo que escribir es emborracharse y conseguir mujeres y
al final no escriban nada, de todo eso, de lo que pasó y de lo que todavía no
termina, me quedo con el humor. Lo más valioso de este libro es que puede
hacerte reír en un cuarto lleno de criminales que han sido ajusticiados por el
calibre de sus decisiones. Un verdadero canalla sabe que pase lo que pase con
este mundo sólo hay una cosa que hacer: cagarse de risa.
La gente que
aparece en estos cuentos –gente es, claro, un decir–, y sobre todo el sujeto
encantador y despreciable que los cuenta, es capaz de todo: de vender a los
amigos, de procurase a la mujer del prójimo y a la hija de ese mismo prójimo,
de matar ratas a sangre fría y de comerse la papaya de los diabéticos. Desde
que los leí, tuve que cambiarme de casa, explicarle una y mil veces a la
policía la clase de tipejo que es Pedro Gil para que me acogiera dentro de su
programa de protección de testigos, esconder mis objetos de valor y citarme con
el poeta antes mencionado en sitios públicos donde la afluencia de personas sea
constante y siempre durante el día. No es que tenga miedo, al revés, podría
seguir al poeta y ser su cómplice, pero estoy seguro de que a la vuelta de unos
pocos días me vendería a la policía por un hot dog y un vaso de cola. Para mi
fortuna soy un hombre perezoso y prefiero leer, que sea Pedro quien reciba las
puñaladas.
Y si por si
acaso sea algún criminal amigo de Pedro Gil quien esté leyendo esto mientras lo
espera a la puerta de su casa para apuñalarlo de nuevo, sólo una cosa, no le
toques las manos y déjalo con vida para que pueda seguir escribiendo. Ah, y no
olvides decirle tu nombre y quién te envió y cuánto te pagaron y todo eso: a
los lectores nos gusta saber esas cosas.
Portoviejo, septiembre del
2013.