Pocos autores escribieron tanto sobre sí
mismos como el colombiano Andrés Caicedo, muerto por una sobredosis de
barbitúricos en 1977, a los 25 años de edad. Caicedo sabía que se iba a morir, quería
morirse, ya había intentado suicidarse dos veces en 1976 y uno de sus mantras
decía que no vale la pena vivir después de los 25 años. Aún así escribió.
Escribió mucho y muy rápido, desde adentro, como diseñando un futuro que no
llegaría a ver pero que sí podía calcular. Caicedo quería morirse, pero no
quería dejar de existir. No quería desaparecer.
Ahora que sus libros viajan y llegan a
gente que no sólo siente que conecta con Caicedo sino también que lo entiende y
se preocupa por mantener y estirar su leyenda, el escritor forever young ha pasado
de figura de culto en Colombia a ícono pop y freak de Latinoamérica. Hasta hace
no tan pocos años Caicedo todavía era un secreto, un personaje casi ficticio
del que hablaban sólo los iniciados. Quizás todo empezó en 1986, cuando Luis
Ospina, uno de sus mejores amigos, estrenó el documental Unos pocos buenos amigos y el mito de Caicedo pudo salir de Cali y
extenderse por toda Colombia y por algunos países vecinos. Pero no fue hasta el
siglo XXI que Caicedo se volvió viral y encontró a su gente.
Leí ¡Que
viva la música!, la ya “clásica” novela de Caicedo, cuando estaba en la
universidad gracias a un amigo de padre colombiano que la tenía en su casa,
hace varios años. Así era como se conseguía su material, de mano en mano, de
boca en boca; de otra manera era prácticamente imposible seguirle el rastro.
Diría que eso cambió o empezó a cambiar o ya estaba cambiando cuando Alberto
Fuguet, el escritor y cineasta chileno, publicó en 2008 Mi cuerpo es una celda, una autobiografía de Caicedo armada, por
decirlo de alguna manera, con material de archivo: cartas, diarios, columnas. Ya
para entonces Caicedo era, sino universal, muy latinoamericano, ya había gente que
se sentía protegida por él, acogida por su sombra; lo más importante: había
gente que se sentía igual a Caicedo, que creía que tenía los mismos problemas,
que se sentía sola y de repente había descubierto en un joven y muerto crítico
de cine a su mejor amigo.
El efecto Caicedo es ese: hacerte sentir
menos solo, menos raro, menos desubicado. O mejor, hacerte sentir orgulloso de estar
solo, de sentirte raro y desubicado. O mejor aún, Caicedo te ayuda a hacer las
paces con quien eres sin importar quién seas.
Caicedo era, ante todo, un cinéfilo, un
tipo que quería verlo y comentarlo todo porque esa era su forma de conectar con
el mundo, de hablar con el resto, de conversar con extraños sin que hicieran
falta diálogos de por medio. Aunque tenía el pelo largo y los rasgos afilados
como rockero, era tímido, tartamudo y frágil. Sus reseñas cinematográficas y literarias, muchas veces harto más reveladoras que sus cuentos, son, como el trabajo de cualquier crítico, retratos de su estado de ánimo,
reflejos de una personalidad peligrosamente sensible que se ilusionaba con la
misma facilidad con la que se desinflaba. Hablando de los otros, de personajes
inventados por otros, Caicedo se mostraba protegido por el cine que amaba y del
cual dependía: ver para poder creer. En sus cartas y en las entradas de sus
diarios, sus momentos más íntimos, Caicedo es casi grunge y –es cierto– casi emo,
quizás hasta se le vaya la mano, pero lo cierto es que nunca resulta exhibicionista.
Es sólo uno de esos tipos que dicen lo que uno quisiera poder decir.
Recuerdo que una vez le recomendé Mi cuerpo es una celda a una chica de la
que me había enamorado perdidamente, pensé –ahora no sé muy bien por qué, ella
era mucho más racional que sentimental– que Caicedo podría unirnos y por lo
tanto después ya nada podría separarnos. Lo nuestro, si existió, duró poco, no
resultó y sufrí mi parte. Tiempo después, cuando ya me había recuperado y podía verla
y disfrutarla como a una amiga, me dijo que finalmente se había comprado el
libro y que le parecía insoportable, demasiado llorón y demasiado angustiado y
demasiado pobrecito yo. Ese libro me había hecho llorar, creo, no sé, pero seguro
me había mojado los ojos, seguro me había cortado la voz. Le dije que no
terminara de leerlo, que no era obligación, que para qué. Y esa conversación
breve que tuvimos a gritos bajo la música de alguna fiesta me ayudó a olvidarla
definitivamente.
Hace unos días vi Noche sin fortuna, otro documental sobre Caicedo estrenado en 2011
y que ahora puede verse en cinépata. Fue como volver a ver Caicedo después de
haber pasado mucho tiempo sin hablar con él. Ciertos autores, quizás todos, nos
sirven más en un momento que en otro, en circunstancias particulares, incluso en
edades distintas. No sé, tal vez ahora necesito más leer a alguien que tenga
ganas de vivir, que asuma, que enfrente. Caicedo siempre será uno de mis héroes
y uno de mis amigos más cercanos, pero no el único. Ahora capto que hay otras
formas, otras maneras, otros métodos; que no hay que vivir al límite todo el
tiempo para vivir de verdad, que hay cosas valiosas de este lado del temblor;
que la calma también funciona. Y eso me tranquiliza.
Lo que más me gustó de ver Noche sin fortuna fue que la gente –todavía
y ojalá por mucho tiempo– quiera saber más sobre Caicedo, que aún quieren
conocerlo, que aún hay vidas que serán afectadas y mejoradas y empujadas por su
obra; gente que verá muchas películas por su culpa, que escuchará a los Stones
(su canción favorita era, irónica pero no tan sorprendentemente si nos ponemos
a pensar en ello, Heart of Stone) y a Héctor Lavoe, que leerá muchos libros,
que escribirá por su culpa y hasta gente que perderá la cabeza por amor por
culpa de Andrés Caicedo, sólo para saber qué se siente. El documental, hay que
decirlo, no revela gran cosa para los fans que lo venimos leyendo desde hace
años (ni siquiera cuando aparece Patricia Restrepo, la Patricita que tanto nos hizo sufrir en su momento, la mujer a la que le echamos la culpa), y lo más emocionante es verle el rostro a sus amigos, a gente
que conocíamos sólo en papel, a una generación hippie-tardía que no pudo con su
propia época y dejó que sus ideales fueran cubiertos por la maleza de la
realidad. Caicedo se fue con las ideas enteras.
Noche
sin fortuna, que dicho
sea de paso es el nombre de una novela incompleta de Caicedo que no por eso
debe dejar de leerse, no resuelve el misterio, al contrario, lo alimenta, le da
de comer y lo hace crecer; o tal vez seamos nosotros, los fieles, los que
queremos pensar que hay más y más y más, los que no aceptamos el final, los que no queremos que prendan las luces y nos hagan salir de la sala. En todo caso ese misterio es la clave
y el truco es, precisamente, que no se resuelva jamás.
Caicedo seguirá con nosotros, entre
nosotros, arriba y detrás de nosotros. Porque lo necesitamos. Porque él nos
necesita para seguir viviendo. Porque hay días en los que vemos hacia atrás y
sólo encontramos esos momentos en los que nos sentíamos como Caicedo, solos,
desesperados, abandonados, y entonces nos alegramos de haber sobrevivido y
sabemos que no podríamos haberlo hecho sin él.
2 comentarios:
Me parece, Genio, haberlo tachado de cursi a Caicedo más de una vez. Vos a buscar el docu.
Me gustó este texto.
Hola, Genia.
Caicedo es cursi, es emo, es punk, es grunge... es, a veces, demasiado... pero es uno de los nuestros.
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