7.02.2014

Noche sin fortuna: una forma de volver


Pocos autores escribieron tanto sobre sí mismos como el colombiano Andrés Caicedo, muerto por una sobredosis de barbitúricos en 1977, a los 25 años de edad. Caicedo sabía que se iba a morir, quería morirse, ya había intentado suicidarse dos veces en 1976 y uno de sus mantras decía que no vale la pena vivir después de los 25 años. Aún así escribió. Escribió mucho y muy rápido, desde adentro, como diseñando un futuro que no llegaría a ver pero que sí podía calcular. Caicedo quería morirse, pero no quería dejar de existir. No quería desaparecer.   

Ahora que sus libros viajan y llegan a gente que no sólo siente que conecta con Caicedo sino también que lo entiende y se preocupa por mantener y estirar su leyenda, el escritor forever young ha pasado de figura de culto en Colombia a ícono pop y freak de Latinoamérica. Hasta hace no tan pocos años Caicedo todavía era un secreto, un personaje casi ficticio del que hablaban sólo los iniciados. Quizás todo empezó en 1986, cuando Luis Ospina, uno de sus mejores amigos, estrenó el documental Unos pocos buenos amigos y el mito de Caicedo pudo salir de Cali y extenderse por toda Colombia y por algunos países vecinos. Pero no fue hasta el siglo XXI que Caicedo se volvió viral y encontró a su gente.

Leí ¡Que viva la música!, la ya “clásica” novela de Caicedo, cuando estaba en la universidad gracias a un amigo de padre colombiano que la tenía en su casa, hace varios años. Así era como se conseguía su material, de mano en mano, de boca en boca; de otra manera era prácticamente imposible seguirle el rastro. Diría que eso cambió o empezó a cambiar o ya estaba cambiando cuando Alberto Fuguet, el escritor y cineasta chileno, publicó en 2008 Mi cuerpo es una celda, una autobiografía de Caicedo armada, por decirlo de alguna manera, con material de archivo: cartas, diarios, columnas. Ya para entonces Caicedo era, sino universal, muy latinoamericano, ya había gente que se sentía protegida por él, acogida por su sombra; lo más importante: había gente que se sentía igual a Caicedo, que creía que tenía los mismos problemas, que se sentía sola y de repente había descubierto en un joven y muerto crítico de cine a su mejor amigo.

El efecto Caicedo es ese: hacerte sentir menos solo, menos raro, menos desubicado. O mejor, hacerte sentir orgulloso de estar solo, de sentirte raro y desubicado. O mejor aún, Caicedo te ayuda a hacer las paces con quien eres sin importar quién seas.

Caicedo era, ante todo, un cinéfilo, un tipo que quería verlo y comentarlo todo porque esa era su forma de conectar con el mundo, de hablar con el resto, de conversar con extraños sin que hicieran falta diálogos de por medio. Aunque tenía el pelo largo y los rasgos afilados como rockero, era tímido, tartamudo y frágil. Sus reseñas cinematográficas y literarias, muchas veces harto más reveladoras que sus cuentos, son, como el trabajo de cualquier crítico, retratos de su estado de ánimo, reflejos de una personalidad peligrosamente sensible que se ilusionaba con la misma facilidad con la que se desinflaba. Hablando de los otros, de personajes inventados por otros, Caicedo se mostraba protegido por el cine que amaba y del cual dependía: ver para poder creer. En sus cartas y en las entradas de sus diarios, sus momentos más íntimos, Caicedo es casi grunge y –es cierto– casi emo, quizás hasta se le vaya la mano, pero lo cierto es que nunca resulta exhibicionista. Es sólo uno de esos tipos que dicen lo que uno quisiera poder decir.

Recuerdo que una vez le recomendé Mi cuerpo es una celda a una chica de la que me había enamorado perdidamente, pensé –ahora no sé muy bien por qué, ella era mucho más racional que sentimental– que Caicedo podría unirnos y por lo tanto después ya nada podría separarnos. Lo nuestro, si existió, duró poco, no resultó y sufrí mi parte. Tiempo después, cuando ya me había recuperado y podía verla y disfrutarla como a una amiga, me dijo que finalmente se había comprado el libro y que le parecía insoportable, demasiado llorón y demasiado angustiado y demasiado pobrecito yo. Ese libro me había hecho llorar, creo, no sé, pero seguro me había mojado los ojos, seguro me había cortado la voz. Le dije que no terminara de leerlo, que no era obligación, que para qué. Y esa conversación breve que tuvimos a gritos bajo la música de alguna fiesta me ayudó a olvidarla definitivamente.

Hace unos días vi Noche sin fortuna, otro documental sobre Caicedo estrenado en 2011 y que ahora puede verse en cinépata. Fue como volver a ver Caicedo después de haber pasado mucho tiempo sin hablar con él. Ciertos autores, quizás todos, nos sirven más en un momento que en otro, en circunstancias particulares, incluso en edades distintas. No sé, tal vez ahora necesito más leer a alguien que tenga ganas de vivir, que asuma, que enfrente. Caicedo siempre será uno de mis héroes y uno de mis amigos más cercanos, pero no el único. Ahora capto que hay otras formas, otras maneras, otros métodos; que no hay que vivir al límite todo el tiempo para vivir de verdad, que hay cosas valiosas de este lado del temblor; que la calma también funciona. Y eso me tranquiliza.

Lo que más me gustó de ver Noche sin fortuna fue que la gente –todavía y ojalá por mucho tiempo– quiera saber más sobre Caicedo, que aún quieren conocerlo, que aún hay vidas que serán afectadas y mejoradas y empujadas por su obra; gente que verá muchas películas por su culpa, que escuchará a los Stones (su canción favorita era, irónica pero no tan sorprendentemente si nos ponemos a pensar en ello, Heart of Stone) y a Héctor Lavoe, que leerá muchos libros, que escribirá por su culpa y hasta gente que perderá la cabeza por amor por culpa de Andrés Caicedo, sólo para saber qué se siente. El documental, hay que decirlo, no revela gran cosa para los fans que lo venimos leyendo desde hace años (ni siquiera cuando aparece Patricia Restrepo, la Patricita que tanto nos hizo sufrir en su momento, la mujer a la que le echamos la culpa), y lo más emocionante es verle el rostro a sus amigos, a gente que conocíamos sólo en papel, a una generación hippie-tardía que no pudo con su propia época y dejó que sus ideales fueran cubiertos por la maleza de la realidad. Caicedo se fue con las ideas enteras.

Noche sin fortuna, que dicho sea de paso es el nombre de una novela incompleta de Caicedo que no por eso debe dejar de leerse, no resuelve el misterio, al contrario, lo alimenta, le da de comer y lo hace crecer; o tal vez seamos nosotros, los fieles, los que queremos pensar que hay más y más y más, los que no aceptamos el final, los que no queremos que prendan las luces y nos hagan salir de la sala. En todo caso ese misterio es la clave y el truco es, precisamente, que no se resuelva jamás.

Caicedo seguirá con nosotros, entre nosotros, arriba y detrás de nosotros. Porque lo necesitamos. Porque él nos necesita para seguir viviendo. Porque hay días en los que vemos hacia atrás y sólo encontramos esos momentos en los que nos sentíamos como Caicedo, solos, desesperados, abandonados, y entonces nos alegramos de haber sobrevivido y sabemos que no podríamos haberlo hecho sin él. 
        

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Me parece, Genio, haberlo tachado de cursi a Caicedo más de una vez. Vos a buscar el docu.
Me gustó este texto.

Juan Fernando Andrade dijo...

Hola, Genia.

Caicedo es cursi, es emo, es punk, es grunge... es, a veces, demasiado... pero es uno de los nuestros.