La gente me pregunta por qué lo hago. Mejor
dicho, por qué todavía lo hago. Con
esta edad. A estas alturas. En un momento de la vida en el que la mayoría de
personas se casan y tienen hijos y persiguen sueldos altos y, bueno, se vuelven
adultos serios. Claramente, no lo hago por dinero: el rock no da dinero, más
bien te lo quita o a lo mucho te devuelve la inversión, sin margen de ganancia.
El rock te paga con rock, dicen, y no hay forma de medir esa fortuna. Tienes
que estar ahí. Sentir el fuego. Quemarte.
Roberto Bolaño decía que los escritores,
esos a los que él llamaba escritores de
verdad, encontraban el éxtasis en
algún momento de la creación, a la mitad de una novela, al comienzo de un
capítulo, en la profundidad de un párrafo, al final de una línea; y el éxtasis,
decía Bolaño, quema y te puede dejar ciego, es difícil de soportar, casi
imposible de sobrevivir, y por eso sólo los que vuelven a escribir luego de
haberlo encontrado habrán encontrado también su vocación y su destino. Se podría
decir lo mismo del rock.
Supongamos que llevas varios días
viajando y tocando, comiendo y durmiendo mal, intoxicado y mareado. Supongamos
que llegas a una ciudad nueva y no hay tiempo para nada porque debes probar
sonido y echarte algo al estómago y bañarte a toda velocidad antes de volver a
tocar. Supongamos que antes de que tu banda suba al escenario deben subir dos o
tres bandas más. Y estás en un camerino improvisado, la bodega de un bar o una
esquina en la calle, bajo la lluvia. Y guardas silencio porque ya no tienes
nada que decir. Quieres tocar o desmayarte, lo que pase primero. Y llega la
hora.
Subes al escenario. Conectas tus cosas.
Empiezas. La música se riega, se derrama, inunda todo lo que la rodea hasta sumergirlo,
hasta llevarlo al fondo que no es otra cosa que la superficie. Tu vida empieza,
una vez más. Eres el rey. Tocas. Tocas duro. Tocas alto. Play fucking loud, como dijo Bob Dylan. Eres indestructible. En
ese momento, sobre un escenario que tiembla. En esa pequeña ciudad en la que
antes sólo había silencio, sobre los restos de la civilización. En ese golpe
que te golpea y golpea a los demás y hace sonar tus costillas, sobre las manos
de gente que nunca has visto, que no volverás a ver. Ahí aparece el éxtasis.
Es verdad, el éxtasis quema y puede
dejarte ciego. El éxtasis puede cortarte los brazos y las piernas, dejar tu
torso convulsionando en el suelo. El éxtasis no tiene rostro pero es todos los
rostros de toda la gente que has visto en todos los conciertos. Y lo tienes ahí
durante un segundo, quizás menos. Lo tienes entre las manos aunque no lo puedas
tener. Lo sientes. Te supera. Te aplasta. Te eleva. Cierras los ojos y sigues
tocando. Dentro de esa oscuridad llena de sonido, en el centro de esa oscuridad
llena de sonido, ahí estás tú, y las cosas caen a tu alrededor y cobran
sentido. El mundo define su forma.
No es el dinero. No son los viajes. No es
el alcohol. No son las drogas. No eres tú, que me llevaste a tu casa y me
pediste que te haga el amor en silencio para no despertar a tu viejo. No eres
tú, que me encerraste en el baño y te subiste la falda hasta la cintura. No
eres tú, que me preguntaste cuándo volvería. No eres tú, que viajas conmigo. Es
todo. Sentir que nada más importa. Sentir que nada más existe. Sentir que la
vida empieza y termina en una canción. Es ver una cama en llamas y acostarse en
ella. Es lanzarse al vacío con los ojos abiertos. Es ponerse la pistola en la
boca y disparar. Es comprender por qué estás aquí. Es querer estar vivo… Y la
gente me pregunta por qué lo hago…
(SoHo)
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