En enero de este año, tras el estreno de
su ópera prima en el festival de Sundance, la directora Crystal Moselle le
concedió una entrevista al New York Times. Una de las cosas que dijo fue lo
siguiente: Lo malo de todas las películas
–y ellos han visto como 5.000– es que funcionan bajo ciertas fórmulas. La vida
real es diferente. En la vida real la chica no siempre te rompe el corazón. A
los chicos todavía les cuesta entender cosas como esa.
Cuando habla de los chicos, Moselle se refiere a los hermanos Angulo, protagonistas
de su cinta, The Wolfpack, un
documental increíble en la acepción más tradicional de la palabra, es decir,
difícil de creer. Los Angulo, seis hermanos que ahora tienen entre 16 y 23
años, son hijos del peruano Oscar Angulo y la norteamericana Susanne
Reisenbichler. La pareja se conoció a comienzos de los 90’s, mientras ella
recorría Latinoamérica en plan mochilera y, claro, pasó por Machu Picchu.
Susanne, que ahora es o se ve como una
mujer mayor, agotada y un poco confundida, dice que nunca había conocido a
alguien como Oscar, alguien que no quisiera ser parte de la sociedad tal y como
la conocemos, que quería permanecer a salvo del mundo. Oscar creía en las prácticas
rítmicas y desprendidas de Krishna, sobre todo en eso de que un Dios puede
tener diez hijos con cada una de sus esposas. Oscar y Susanne sólo tuvieron siete
porque ella no pudo tener más, de hecho, la hija menor de los Angulo nació con
discapacidad. Pero esto, en el fondo, quiere decir que Oscar Angulo pensaba que
era Dios o por lo menos uno de tantos dioses. Un tipo iluminado.
El apartamento de los Angulo, en el Lower
East Side de Manhattan, es más bien oscuro: cuatro cuartos donde viven nueve
personas, las paredes forradas con dibujos amarillentos que los hermanos han
hecho a lo largo de los años, en cada rincón hay objetos que parecen inútiles,
dañados, rotos, todo esto alrededor de un pasillo estrecho donde los chicos
corrían y andaban en patines antes de que pudieran salir a la calle, lo que
sucedió hace apenas cinco años. No se trata de un caso de secuestro o arresto
domiciliario, pero tampoco de algo muy distinto a eso. Oscar convenció a
Susanne de que educaran a sus hijos en casa porque de lo contrario serían contaminados por la ciudad.
Al comienzo de The Wolfpack, Bhagavan, Govinda, Narayana, Mukunda, Krsna y
Jagasida Angulo cuentan que durante su niñez salían de casa sólo un par de
veces al año y que hubo años en los que pasaron doce meses sin abandonar su
apartamento. Su contacto con el mundo se reducía a la educación que recibían de
su madre, que estudió para ser maestra de escuela, y a las cientos, miles de
películas que su padre traía a la casa quizás para entretenerlos y, de alguna
forma, también sedarlos. Los hermanos Angulo tenían un juego favorito, se
sentaban frente a la televisión, copiaban en un cuaderno todos los diálogos de las
cintas que más les gustaban, luego pasaban a máquina el guión entero y grababan
versiones caseras, escena por escena.
Crystal Moselle dice que un día los vio caminando
por la calle, todos llevaban traje y gafas como en Reservoir Dogs, pero tenían el cabello largo y oscuro y fino como
unos Ramones Incas. Se les acercó. Hablaron. Logró que confiaran en ella. Fui su primera amiga, dice la directora,
que tenía menos de treinta años cuando conoció a los Angulo. Esto pasó en el 2010 y desde entonces empezó a filmarlos poco
a poco, sin invasiones, casi de lejos aunque estuviera tan cerca. El gran
mérito de The Wolfpack es que nunca
se deja seducir por la tentación de explotar a sus personajes como freaks, al
contrario, se la juega por ellos. Lo que podría haber sido un documental
tenebroso y policial termina siendo casi otro video casero de la familia
Angulo. Luego de conocerlos uno siente empatía, cariño, ternura, incluso
alivio, porque seis niños que crecieron literalmente encerrados entre cuatro
paredes, bajo el cuidado de una madre evidentemente frágil y de un padre que
nunca trabajó porque esa era su forma de rebelarse ante el sistema y que además
tiene problemas con el alcohol, tenían serías probabilidades de salir mal heridos
o volverse locos. Y sí, no fue fácil, pero se nota que la unión hizo la fuerza,
que esa hermandad tan única y peligrosa y animal fue lo que los protegió de su
propio destino.
Curioso. Entre las muchas horas de
material de archivo montadas en la cinta hay escenas que transpiran alegría,
momentos en que los niños están disfrazados, cantando y bailando y saltando con
sus padres: los rostros pequeños pintados como KISS, el orden antinatural pero
lógico de ciertas cosas, la tribu que se encierra y se protege en una caverna,
que no sabe qué hay más allá y por eso llena las paredes con lo que se imagina
que habrá, que podría haber. Todo eso que funcionaba hasta que dejó de
funcionar.
Mukunda, el mayor de los
hermanos Angulo, ahora vive solo y trabaja –como tenía que pasar, como lo habría
escrito un guionista con diez centavos de corazón– en una compañía que produce
proyectos audiovisuales. El cine, los fierros, las luces, el café, el cine, sigue
siendo el lugar donde mejor se siente y donde más ágilmente puede moverse, su
puente hacia la vida real. Pasarán años y cosas peores hasta que aprenda que al
final la chica no siempre te rompe el corazón, que después de todo puede haber
un final feliz.