El
amanecer de la justicia lleva
apenas cinco días en cartelera y ha recaudado casi 500 millones de dólares en
taquilla. ¿Por qué?, si se supone que a nadie le gustó. ¿Por qué?, si la
crítica la destrozó y la usó como excusa para crear varias piezas de literatura
breve que se merecen la posteridad. ¿Por qué?, si el público se burló abiertamente
de ella en redes sociales: SadAffleck es el mejor Spin-off en la
historia del cine ¿Por qué?, si Doomsday parece una Tortuga Ninja que se
inyecta esteroides. ¿Por qué?, si la Mujer Maravilla no sale desnuda. ¿Por
qué?, si es larguísima. ¿Por qué?
La he visto dos veces. La primera, con
amigos treintañeros para quienes la cinta pierde toda credibilidad (si es que
la tuvo en algún momento) cuando decide resolver uno de sus varios conflicto
usando a la madre de Superman como lazo para atarlo a Batman. La escena, de pretensiones
freudianas, es digna del peor culebrón latinoamericano pero, también, de los
cómics más jugados, los que han llevado la sensibilidad de los personajes a
niveles prohibidos: All-Star Superman
y Superman For All Seasons, por ejemplo.
Esa tarde, durante esa primera función, había adolescentes que, según lo que
escuché, sólo querían ver a Batman dándole una paliza a Superman así que con
eso el asunto quedó zanjado.
La segunda vez fui al cine solo y me
senté en el centro de la sala, como corresponde. Habían pasado más de cuarenta
y ocho horas y seguía con la impresión de haber visto algo enorme, colosal, épico.
Necesitaba saber si era verdad. Y sí, lo era. Lo es. El director Zack Snyder ha
hecho una película absolutamente incomprendida, empezando porque ni siquiera él
termina de entenderla: la historia avanza a un ritmo tan vertiginoso que agota
(me lo dijeron varias personas: salí agotado) y además se ramifica lo
suficiente como para extraviar a cualquiera, conozca o no los antecedentes del
mito, tenga o no tenga brújula intelectual. A veces, parecería que la película se
trata sobre un viaje al fondo de la cabeza de un director de cine que ha
perdido la razón, que sueña con gigantes y que levita con violencia sobre lo
terrenal para hablar y filmar desde el olimpo: una película sobre un cineasta
que ya no pertenece al reino de este mundo. Me imagino una biopic donde Zack Snyder habla y se mueve con la ansiedad histérica de Howard Hughes, donde sólo él entiende lo que quiere, donde sólo su mirada
puede abarcar el horizonte de sus ambiciones, donde el cineasta ha llegado a la
terrible y solitaria conclusión de que para filmar a los dioses debe pensar
como uno de ellos.
Zack Snyder creyó que estaba haciendo Los diez mandamientos de Cecil B.
DeMille o Ben-Hur de William Wyler: quizás
en sus fantasías más húmedas aparece Charlton Heston como el presidente de los
Estados Unidos o algo así. Quiso pintar la Capilla Sixtina en la pantalla de un
IMAX. Y no está mal, si estás en Hollywood y te han encargado el Universo DC –repito:
si te han encargado el universo– lo menos que puedes hacer es pensar en grande,
más aún con los himnos bélicos de Hanz Zimmer y Junkie XL, que son un fuerte y
claro llamado a las tropas. Snyder apostó por sus delirios y aunque no todos
pagaron hay varios que se materializaron sospechosamente bien: ahí está la peor
pesadilla de Batman, un mundo controlado por un ejército oscuro y autoritario
que lleva el símbolo de Superman cosido en los hombros, un mundo donde el
Caballero de la Noche se ve obligado a dejar de ser un caballero, a romper su
única regla y descargar el plomo de su causa sobre la gente a la que algún día
juró proteger. Snyder cruzó el límite y con todos sus excesos, algunos de un
preciosismo nunca antes visto y otros de un egoísmo impenetrable, hizo una
cinta gigante dentro de una liga de cintas gigantes, una película tan grande
que es incapaz de doblar el cuello y observar lo que está pasando a sus pies.
Y es a ese desequilibrio mental, provocado,
como todos, por un arrebato del sentimiento, al que por lo menos yo le debo cinco
de los mejores momentos de mi superhéroe favorito (tomando en cuenta películas
anteriores, libros, series animadas y otras deidades de religiones varias). 1)
Cuando Superman rescata a Louis Lane (que, dicho sea de paso, ha quedado para
eso, para ser rescatada) en África y no es más rápido que una bala sino que es
la bala misma. 2) Cuando Superman flota sobre una ciudad inundada que nos
recuerda demasiado a New Orleans sumergida en la rabia del Huracán Katrina, en
agosto del 2005: la gente ha pintado el código kryptoniano de la esperanza en
un techo para llamar a un milagro pero ese milagro no sabe si debe ocurrir o
no. 3) Cuando Louis Lane le pregunta a Clark Kent si puede amarla y seguir
siendo él mismo (¿no es lo que nos preguntamos todos?) y él se mete con todo y
ropa en una tina de agua blanquecina, lechosa, y ataca a su mujer con besos
irracionales. 4) Cuando cruza la frontera para salvar a una niña en México
donde, vaya coincidencia, están celebrando el día de los muertos y quienes lo
miran lo miran desde sus caras pintadas con el rostro de la muerte: Superman
devuelve a la niña a los brazos de su familia, la gente lo toca como si se
tratara de un Santo, reflejándose en su gloria como si fuera el Salvador
durante tantos siglos anunciado, y él no puede hacer otra cosa que consumirse
en la vanidad del momento. 5) Cuando toma la lanza con punta de kryptonita y,
mientras sus células se debilitan, mientras se muere antes de morir, vuela hasta
clavar la lanza en el pecho de Doomsday, el demonio que le devuelve la estocada,
que lo atraviesa con sus huesos y lo deja colgado en la tragedia de los héroes.
and the sad truth is that sort of skill sticks with you.
- Stephen King -
Bienvenidos a Venice, una playa al
costado oeste de Los Ángeles donde lo que te estimula no es el clima sino la sensación
térmica. En Venice no importa quién eres sino cómo eres y, sobre todo, si
puedes mantener la vibra, la buena onda que sostiene a este lugar. En Venice la
gente camina, anda en bicicleta y fuma chafos viendo el atardecer. Todo bien. Cierto
tipo de lentes y cierto tipo de chicas podrían hacerte pensar que estás
metiendo los pies en aguas hipsters, pero no. Venice es más bien tranqui, un
lugar perfecto para chillear de por
vida. O eso es lo que parece.
Flaked,
protagonizada por Will
Arnett, pasa en Venice y bastan un par de escenas y un par de diálogos para
entender por qué no podría pasar en ningún otro lado: la serie observa el
comportamiento de una especie particular dentro de su hábitat natural con el
rigor de un documental tipo Nat Geo,
pero, claro, esto es bastante más divertido. Esto es, al comienzo, como una
canción de los Beach Boys que se volvió realidad: todos se conocen, todos se
ayudan, las chicas son hermosas y sensibles, los chicos andan en patineta y sin
camisa. Relax, dude: si no le pides nada, Venice te lo dará todo.
Si están pensando quién es Will Arnett,
pues ni su rostro ni su voz son tan difíciles de ubicar: fue y sigue siendo GOB
“Joeb” Bluth en la comedia de culto Arrested
Development, Nathan Miller en la más conservadora The Millers, Batmanen su
versión animada del universo de LEGO y BoJack Horseman, aquel caballo decadente
y existencialista, en la serie homónima. Lo que resulta impresionante, en el
mejor sentido de la palabra, es ver –literalmente, presenciar el evento– cómo se
reinventa al centro de Flaked haciendo
de Chip, un personaje relajadamente conflictuado, un alcohólico “recuperado”
que de a poco se convierte en el algo así como la autoridad moral de Venice.
En las reuniones de Alcohólicos Anónimos se
buscan, entre otras cosas, la serenidad para aceptar las cosas que no van a
cambiar, el valor para cambiar lo que se puede cambiar y la sabiduría para
reconocer la diferencia entre lo uno y lo otro. A diferencia de quienes lo dan
todo por sentado, un adicto vive día a día tratando de no volver a ser lo que
fue por tanto tiempo (los años perdidos se dilatan en la memoria hasta
convertirse en la mitad de tu vida o algo peor), marcando una línea entre el
pasado y el presente, alimentando al monstruo que lleva adentro para que se
quede tranquilo: alimentándolo con mentiras si es necesario.
Venice, según cuenta Chip, era una
comunidad que, como él antes de desintoxicarse, estaba en ruinas, “Corrías
peligro si estabas sentado en la sala de tu casa”, dice. No es coincidencia que
varios de los personajes secundarios (los actores David Sullivan, George Basil
y Robert Wisdom brillan cada vez que aparecen; y, ya que estamos en estas, la
actriz Ruth Kearney puede dejarte ciego) sean otros alcohólicos recuperados que
más que redención buscan paz: el sueño imposible de estar cómodo bajo tu propia
piel. Y no es coincidencia, tampoco, que la serie encuentre a Venice luchando
contra el progreso para salvar el alma: si nos costó tanto ser lo que somos,
¿por qué tenemos que cambiar?
Al final de la primera y hasta ahora
única temporada de Flaked (si hacen
otra corren el riesgo de arruinar una nouvelle
perfecta) queda claro que como en las mejores novelas negras norteamericanas,
que dicho sea de paso nacieron en Los Ángeles, el misterio siempre estuvo ahí,
frente a nuestros ojos, y que nosotros también hemos sido engañados de alguna
manera por Chip, que es, al parecer, el único que realmente sabe lo que está
pasando: necesitamos creer que alguien que estuvo igual de perdido que nosotros
pudo atravesar la oscuridad porque si él pudo, quizás, con suerte, nosotros
también podamos. “La vida no se vuelve más fácil, sólo te acostumbras a lo
difícil que es”, dice Chip.
Flaked, creada por el mismo Will Arnett, que es
canadiense, y por el escritor británico Mark Chappell (los guiones de cada
episodio van firmados por los dos), ingresa con sobra de méritos en la tradición
de algo que podríamos llamar “Estados Unidos contado por inmigrantes”, un país
medio inventado, amplio y competitivo donde conviven, por ejemplo, las novelas
de Vladimir Nabokov y las películas de Billy Wilder: historias muy americanas
escritas y filmadas por gente de afuera que se quedó adentro. Flaked puede jugar en esa liga, cumple con
todos los requisitos, paga todas sus cuentas y queda con saldo a favor: además de una selección de bandas y canciones más que decente (Cosmic Vibrations de Foxygen es increíble), la
música original es de Stephen Malkmus, una de las varias mentes brillantes
detrás de los noventeros y atemporales Pavement. Flaked tiene la estructura desestabilizadora de una historia
policial de Raymond Chandler, el humor casi folklórico de los hermanos Coen (Chip,
a veces, llega a los niveles del Dude
en The Big Lebowski, pero sin la
cuota zen), la estética bronceada de Hal Ashby y el tono íntimo y confesional
de las memorias de Joan Didion. Will Arnett y Mark Chapell quizás no sean
estadounidenses, pero se nota que han visto, leído y escuchado lo suficiente
como para postular a la ciudadanía.
Flaked
sería demasiado gringa si
sus influencias más evidentes no estuvieran puestas en práctica con el objetivo
de mostrar, a veces por accidente y otras en defensa propia, los rincones más vulnerables de su personaje
principal. Chip no es una mala persona, no quiere serlo, al contrario, suele
partir con buenas intenciones pero se desvía inevitablemente en el camino. Chip
miente para no hacer daño y termina hiriendo y alejando a la gente que lo
aprecia y se preocupa por él. Chip trata de esquivar las oportunidades de
traicionar a sus amigos hasta que ya no tiene más remedio. Chip no quiere
enamorarse porque sabe que está contaminado pero esa distancia que guarda con
el mundo lo hace atractivo. Chip no quiere mentir, pero alguien tiene que
hacerlo. Chip no quiere cagar a nadie, pero no se puede vivir así.
Es domingo y estás pasando la tarde con
la family en el Chopin. Todo tranquilo. Suavón. Ya fueron a ver una película
para niños doblada al español porque si no los manes no entienden y vinimos fue
por ellos, una nota con tototaurios, como
dice mi hija la menor; ya comieron nachos con queso y tuviste que salir de la
sala y comprar otro canguil porque aquí a mi pana se le cayó la funda y ya
mismito se ponía a chillar. Como cinco dólares por una funda de canguil, déjate
de huevadas. Ya vieron los muebles que tu mujer quería ver, tú sólo quieres
comprar los que la man quiera para que esté contenta, pero ella quiere es
seguir viendo, la man, más claro, quiere irse a Guayaquil a ver muebles en ese,
¿cómo es?, Plaza Lagos; deciden no comprar un juego de sala ahorita pero queda
claro que tu mujer quiere un juego de sala nuevo y lo quiere ahorita. Ya vieron
los televisores inteligentes y si lo diferimos a doce meses el golpe casi ni se
siente, es como que te lo estuvieran regalando, pero igual mi compadre dice que
con los impuestos y todo eso sale más barato comprarlo en Panamá y de paso nos
pegamos un viajecito al Caribe, qué dice, mija, ¿se quiere ir a Panamá?, la
cosa es que necesitamos uno urgente para la sala porque el de la sala ya está
como para la cocina. Los pelados ya jugaron en el Play Zone, el mayor está
perdido en ese, ¿cómo es que se llama?, Guítar Hiro, ojalá no me salga como el
tío que tiene treinta y cinco y sigue hecho el rockero, horrendo ridículo es lo
que eres, gil, consigue camello, chucha, ayuda a tu vieja, con razón que sigues
soltero, ¿seguro que no es meco?, pregúntale a mi mujer a ver si no te bota de
la casa. Ya hicieron todo lo que se puede hacer en el Chopin y cuando se te
empieza a dañar el mate, cuando empiezas a pensar qué chucha, el domingo es
para la familia pero qué chucha, yo ya cumplí, y tu mujer y tus hijos están
esperando la pizza familiar con salami y chorizo de Ch Farina (bien que antes
comías Roccos y ahorita eres puro Ch Farina), justo cuando te están preparando
la orden para llevar y comer en caleta ves a esa zorra sentada con otro man
frente al KFC. Ve’sta perra, con razón no me habías escrito en todo el día. Sucia.
Ojalá te atores con el pollo, chola de mierda. Por lo menos límpiate el sebo de
la trompa, no seas puerca. Quién también será esa ficha. La hijueputa te mira y
hasta te saluda porque así son esas hijueputas, pero tú te haces el loco y ni
siquiera levantas la mano porque le dijiste a tu mujer no hables huevadas, a
esa man ni la conozco, más claro esa nota se acabó hace rato y si tu mujer se
da cuenta es capaz de arrastrarla de las mechas de aquí a Manta. Estás
pariendo. Apriete, compadre, apriete. Sal rápido pizza chuchas de tu madre. Por
suerte tu mujer está con toda la novelería del iPhone 6 que le regalaste para
navidad y pasa es chateando con el grupo de las compañeras del colegio, un poco
de gordas vagas: La Tutú está de compras en Colombia, dice que todo está
baratísimo, está con el marido, esa era más puta que. Su pizza, caballero, buen
provecho, ¿y la cola?, áhi, cierto, espéreme un ratito que ya se la traigo. Más
adentro, dijo el maricón. Agarra la pizza, Capitán América, le dices a tu hijo
el mayor, cuidado te quemas que está caliente, tú agarras a la más chiquita y
caminas derechito al ascensor porque aunque uno se demora más a tu mujer le
gusta subir y bajar por el ascensor del Chopin y aunque esté chiflada es mi
mujer. Y esa maldita te mira con cara de a ver, dime algo, dime algo, pues,
dime algo a ver si no te armo horrendo pedo aquí mismo, ¿tu mujer sabe que ayer
a esta hora estabas culeando conmigo?, ¿qué le dijiste, que estabas con el
ingeniero o que estabas jugando pelota?, qué vas a jugar tú, gordinflón. Si tu
mujer levanta la mirada, si se desprende medio segundo del teléfono y se da
cuenta, se va todo a la verga. Apriete, compadre, apriete. Ven rápido ascensor
chuchas de tu madre. El ascensor llega y tu mujer casi se tropieza porque sigue
clavada en la pantalla del iPhone 6 y tu empiezas a respirar más tranquilo. Qué
chucha, el domingo es para la familia. Más tarde te llega un wasáp de la perra
que dice sus niños están grandísimos, qué
lindo se lo ve en familia. Tu no respondes porque lo que quieres es partirle la trompa, ponerle gafas, y seguir entrándole a bolsa.
A los seis años, en un quirófano del
Hospital para Niños de la calle Myrtle de Liverpool, le quitaron el apéndice y
el espacio que los médicos dejaron vacío fue asaltado enseguida por una
peritonitis que le sopló las vísceras, lo mantuvo en coma durante varios días y
en reposo durante más de un año. Pero se salvó y esa intermitencia en el mundo,
ese llegar un poco antes o un poco después que aún conserva cuando toca, le
enseñó a respirar a destiempo. Entre los trece y los quince años, esa edad en
la que uno empieza a intuir lo que algún día será, vivió internado en un
sanatorio, aplastado por el peso de la tuberculosis atravesándole las
costillas. Pero se salvó y fue allí, acostado en una cama de metal y por
recomendación de las enfermeras, donde tocó un tambor por primera vez y manoseó
los rasgos redondos de su destino. En octubre de 1988, casi veinte años después
de la separación de Los Beatles, dos décadas que gastó bebiendo y drogándose y
haciendo cosas que ya no recuerda, tras una noche en la que destrozó su casa y
también el rostro de su esposa, Ringo Starr se internó en una clínica de
rehabilitación en Tucson, Arizona. Y volvió a salvarse. Y volvió a tocar.
*
La fila comienza en las puertas de un
teatro, sobre la avenida Flatbush, en Brooklyn, Nueva York, y da vuelta a la cuadra.
La gente que frecuenta conciertos de rock suele aprovechar este tiempo muerto
para intoxicarse de alguna manera, pero este, aunque lo fue, ya no es ese tipo
de gente. Las mujeres llevan mallas ajustadas pero blusas bastante holgadas, y
los hombres marchan en pantalones tipo kaki, con pinzas, y en vez de
preguntarle al de atrás o al de adelante cuánto cuestan las pepas de éxtasis y
quién las vende, se miran los zapatos y dicen cosas como esos se ven súper cómodos, ¿qué marca son?, ¿los compraste en
Internet?, ¿los venden en café?
El telón del Kings Theatre, abierto en
1929 y con capacidad para más de 3.000 personas, está corrido y el escenario
está decorado como si este fuera un show para niños: monstruos de cartón y una
pequeña constelación de estrellas infladas como globos que sonríen con la inocencia
geométrica de las calabazas en Halloween. Hoy, sábado 31 de octubre del 2015,
Ringo y su All Starr Band cierran un año que los ha llevado a siete países en
ocho meses de tour bajo el manto de una telaraña de fantasía. La gente se
acomoda más bien tranquila en los asientos recubiertos de terciopelo rojo.
Steve Van Zandt, guitarrista de la mítica E Street Band de Bruce Springsteen y
articulación capital del legendario reparto de Los Sopranos, camina apurado por
el pasillo buscando su asiento en las primeras filas. La nostalgia metálica de
una generación que ya camina sobre sus años dorados aparece en el reflejo de
las luces que rebotan contra los accesorios: anillos en forma de calavera,
aretes en forma de serpiente, collares que aún sostienen el símbolo de la paz.
Así, calmados, tomando cerveza y
poniéndose por encima de sus camisas manga larga las camisetas de Ringo que
acaban de comprar en el puesto que está frente al bar, no parecerían capaces de
hacer lo que hacen cuando las luces se apagan y sale la banda y el rock se
encuentra con el roll y desde un costado del escenario, desde la perfecta
oscuridad de la historia, sale corriendo ese hombre pequeño y flaco y veloz que
lleva puesta una máscara y sostiene un micrófono y deja caer esa voz imposible.
La histeria que siempre recordaremos en
blanco y negro vuelve a repetirse. Nos paramos. Nos tapamos la boca con las
manos porque no lo podemos creer. Nos jalamos el pelo porque no lo podemos
creer. Nos ponemos a saltar porque no lo podemos creer. Nos miramos. Lloramos. Estamos
llorando.
*
Cuando despertó, su mujer todavía estaba
allí: la sangre seca pegada a la piel y la piel sudada pegada a la alfombra. “Pensé
que estaba muerta”, dijo Ringo. El baterista que tomaba por lo menos una
botella de champagne antes de desayunar a mediodía, que empujaba las horas de
la tarde con coñac y guardaba noches enteras en cajas vino, el que en alguna
época se negaba a salir de su casa porque “eso significan al menos cuarenta
minutos sin un trago”, regresó del fondo de una borrachera a la superficie del
día siguiente y vio el cuerpo de su esposa tirado en el piso como un animal
muerto en la mitad de la carretera.
Desde que Los Beatles protagonizaron su
primera película, la anfetamínica A Hard
Day’s Night, en 1964, quedó claro que Ringo, el más pequeño, el que en los
escenarios siempre estuvo atrás pero también y muchas veces arriba de los
demás, era el único capaz de transformarse en algo que no fuera un Beatle.
Apareció en cinco películas por su cuenta, entre ellas, The Magic Christian (1969), en la que compartió cinta y desenfreno con
Peter Sellers. Tuvo su propio especial de televisión en Estados Unidos,
transmitido en abril de 1978, una criatura amorfa y alucinógena en la que Ringo
Starr hace dos papeles, el propio y el de Ognir Rrats, una especie de doble
norteamericano; aquella tv movie,
llamada simplemente Ringo, es laclase de película que te hace pensar que en
los 70’s, cuando el relax psicodélico había sido reemplazado por una
taquicardia colectiva, nada, nada,
era suficientemente malo como para no salir en televisión. (Ahora bien, revisitada
a la vuelta de los años y en el contexto del afterparty del posmodernismo,
Ringo podría proyectarse en funciones
de medianoche como película de culto o en la sala de un museo de arte moderno
como una hija perdida del surrealismo: la que vivió rápido y murió joven) Y fue
en el set de una película filmada en 1980, Caveman,
la comedia prehistórica en la que Ringo inventa el fuego y la música por
accidente, donde se enamoró de Barbara Bach, la chica Bond de El espía que me amó (1974), la mujer de
pómulos altos y labios gruesos que estuvo en la portada de Playboy en enero de
1981, en cuyo interior se imprimió de manera póstuma la última entrevista que
concedió John Lennon. Ringo y Barbara se casaron apenas meses más tarde, en
abril de ese mismo año: el vestido de la novia fue confeccionado por David y
Elizabeth Emanuel, el mismo equipo que diseñó el vestido de bodas de la
Princesa Diana de Gales, y el pastel fue horneado en un molde con forma de
estrella.
Poco después del matrimonio, Barbara Bach
le anunció al mundo que se retiraba de la actuación para pasar más tiempo con
su esposo, la actriz y el músico querían compartir todos los segundos de todas
las horas de todos los días, a lo John y Yoko, pero lo que hicieron fue
encerrarse en su casa y consumir y consumirse en una noche que duró casi diez
años. “Los borrachos son muy buenos conversadores. Nos sentábamos durante
noches enteras a hablar sobre las cosas que queríamos hacer, pero claro,
estábamos tan borrachos que no hacíamos nada… Barbara cayó en la trampa por
culpa mía. Ella era una actriz que solía acostarse a las diez de la noche y
levantarse a las ocho de la mañana. Hasta que me conoció. Entonces su carrera
tomó el mismo rumbo que la mía. [En diez años] Grabé dos discos, hice un par de
shows, pero trabajar dos días al año no es lo mismo que tener una carrera”,
diría Ringo años más tarde.
En la escena más desesperada de la
pareja, él, que ya le ha pedido perdón y le ha dicho que la ama y que por
favor, por favor, se internen juntos
en una clínica, sigue bebiendo y metiéndose líneas por la nariz mientras ella,
que aún tiene la cara hinchada por los golpes que nadie recuerda haber dado o
mucho menos recibido, marca números y escucha voces de enfermeras y doctores
que le repiten lo mismo una y otra vez: no, señora, si los dos son adictos no pueden compartir la misma habitación.
Ringo está tan paranoico y alterado que se niega a apartarse de su lado: ni
muerto. “Se lo ruego, si no nos ayudan, nos vamos a morir”, le dice Barbara
Bach a los de la clínica Sierra, en Tucson, el único centro de rehabilitación
que les ofrece una habitación matrimonial esa tarde de octubre de 1988.
La All Starr Band debuta casi un año
después de la desintoxicación de su comandante en jefe, en julio de 1989,
frente a una audiencia de diez mil espectadores en Dallas, Texas.
*
Richard “Ringo Starr” Starkey tiene 75
años y ha sido músico profesional desde hace más de medio siglo, pero todavía
no sabe cómo manejar un escenario: se siente parte del espectáculo, pero nunca
la atracción principal. Quizás sea el peso de todas las miradas cayéndole
encima al mismo tiempo o la gravedad horizontal que lo arrastra de regreso a
los tambores, el hecho es que cuando no está cantando Ringo baila como la gente
que no sabe bailar –síndrome bastante común entre músicos de cualquier género–
y mueve los brazos de un lado para el otro como si fuera un borracho burlándose
de Ringo Starr en un karaoke. Aplausos.
La All Starr Band suele cambiar de
alineación cada año, pero la formación que toca esta noche se ha mantenido
junta desde el 2012. Steve Lukather, guitarrista de Toto; Warren Ham,
saxofonista de The Ham Brothers Band; Gregg Rodie, tecladista de Santana;
Richard Page, bajista de Mr. Mister; Todd Rundgren, guitarrista y cantante; y
Gregg Bissonette, un baterista que ha tocado con gente tan opuesta y distante
como Paul Anka y Enrique Iglesias. Cuando reúne a su equipo, Ringo impone una
clausula no negociable: cada músico debe tener por los menos tres hits en su catálogo, así, Ringo puede
despachar sus grandes éxitos y pasar casi la mitad del show detrás de la
batería, meciendo la cabeza de un lado para el otro, como antes, como siempre.
Y sí, tocan Rossana, Africa y Hold The Line, de Toto; Evil Ways,Oye como va y Black Magic
Woman, de Santana; la bellísima balada-disco I Saw the Light, de Rundgren; y unas canciones de Mr. Mister que
nadie conoce y que la gente aprovecha para ir al baño o comprar otra cerveza
(por seis dólares más te dan un shot de whiskey) o mirar la galería exprés de
Ringo en la que todo está a la venta: un parche de tambor con su firma en el
centro cuesta $600 dólares, una de sus pinturas con motivos pacifistas cuesta
$1.400 dólares, y así. Los ingresos son donados a obras sociales como las de
David Lynch Foundation, la organización que el mismo Lynch, director de
películas perturbadas y a menudo también perturbadoras, creó para que los
veteranos de guerra que vuelven del campo de batalla con síndrome post
traumático se reinserten en la sociedad practicando la meditación.
Ringo ha confesado varias veces que a
estas alturas toca por diversión y de la manera más lujosa posible, “sólo
viajamos en avión privado y nos quedamos en los mejores hoteles”. Haciendo un
cálculo a primera vista, es difícil pensar que una audiencia como la de esta
noche en el Kings Theatre pueda mantener la existencia sibarita de la All Starr
Band. Lo más probable es que se trate de una banda apadrinada por su dueño,
cuya fortuna personal está por encima de los 150 millones de euros. Es difícil,
también, pensar que se trate sólo de placer y no de mantener sujeta la cicatriz
de una herida que estuvo abierta demasiado tiempo.
*
“No quiero sonar llorón, pero todos
venimos de un lugar difícil. Todos, menos George, perdimos a alguien. Yo perdí
a mi mamá cuanto tenía catorce años. John perdió a su mamá. Pero Ringo la pasó
peor. Su padre lo abandonó y, cuando se enfermó, los doctores le dijeron a su
madre que no viviría. Imagínate arrancar tu vida desde ahí, en ese ambiente.
Sin familia, sin ir a la escuela. Ringo tuvo que inventarse a sí mismo. Todos
tuvimos que crearnos un escudo, pero el suyo era el más fuerte”, le dijo Paul
McCartney a la revista Rolling Stone a comienzos del 2015, semanas antes de
pronunciar el discurso con el que Ringo entró como solista –ya lo había hecho
con Los Beatles en 1988–al Salón de la
Fama del Rock And Roll.
Los padres de Ringo, una pareja de
pasteleros, se separaron en 1944, cuando él tenía apenas cuatro años de edad.
Su padre se alejó por completo de la familia, “no tengo recuerdos de mi papá”,
ha dicho Ringo más de una vez, y su madre tuvo que conseguir varios trabajos
–usualmente limpiando casas o atendiendo mesas– para mantenerlo y rescatarlo de
las enfermedades. Como era hijo único, pasó el comienzo de sus días
acostumbrándose a la soledad y el resto de su vida buscando a la familia que
perdió a pesar de nunca haberla tenido. A los quince años, cuando volvió del
sanatorio donde le extirparon la tuberculosis, se dio cuenta que sus compañeros
de la secundaria, que lo decían “Lázaro”, estaban demasiado adelantados como
para alcanzarlos y abandonó el colegio. Luego trabajó en la empresa de
ferrocarriles, sirvió tragos en los barcos que van de Liverpool a Gales del
Norte y fue aprendiz de mecánico en una fábrica antes de convertirse en
baterista profesional.
“Hicimos un pacto: si te tiras un pedo,
avisas, así nadie tiene que preguntar. Pasábamos mucho tiempo metidos en una
van y los pedos eran insoportables. Ese es el tipo de cosas que nos mantuvieron
unidos”, cuenta Ringo sobre esa época en la que Los Beatles pasaban juntos
todos los segundos de todas las horas de todos los días. Ringo se unió al grupo
cuando tenía veintidós años y Los Beatles fueron la primera familia más o menos
funcional que tuvo en la vida, incluso después de la separación. En Ringo (1973)y Goodnight Vienna (1974),
sus mejores discos en solitario quizás porque nunca estuvo solo del todo, Ringo
canta temas escritos, grabados y hasta producidos por los otros tres, canciones
perfectas como Goodnight Vienna, de
Lennon; Six O’ Clock, de McCartney; e
It Don’t Come Easy, de Harrison.
Uno de los mantras que más veces ha
repetido en su vida dice así: “Puedo tocar con cualquier músico toda la noche,
pero no puedo tocar solo”. Y cuando habla sobre el alcoholismo, vuelve a hablar
sobre la soledad, “Es muy frío y solitario. Al final es una enfermedad
miserable… nunca más he vuelto a estar tan solo” Ringo no toca en una banda,
forma parte de una familia, una tribu ambulante que avanza sobre la tierra y
cultiva el jardín de pulpos que hay debajo del mar.
*
Han pasado dos horas y seguimos de pie.
Han pasado dos horas y seguimos mirándonos. Han pasado dos horas y seguimos
llorando. Han pasado dos horas y aunque ya vimos bajar al espíritu santo cuando
Ringo cantó Photograph, seguimos
cantando. Cantamos I Wanna Be Your Man, cantamos
You’re Sixteen, cantamos Yellow Submarine ytodavía no lo podemos creer. Han pasado más de treinta años desde
que lo escuchaste por primera vez cuando descubres el mapa de la eternidad una
noche de brujas en Nueva York. La eternidad comienza en la puerta de un teatro,
se extiende por un pasillo largo y oscuro en el que alcanzas a ver poros de
piel dorada, se derrama en las sillas y trepa por un escenario hasta coronar
las canciones donde vamos a vivir para siempre. La eternidad es este momento
que no dura nada.
¿Qué harías si canto desafinado? Sabemos
que el final ha llegado cuando Ringo empieza a cantar With A Little Help From My Friends. El final. The End. Porque Ringo
ya ha cantado todo lo que puede cantar y porque cuando regresemos a casa en un
vagón del subway y nos sentemos al
lado de tiburones azules y brujas desnudas él y su mujer estarán ya en la mejor
suite de Manhattan, permitiéndose el único exceso que se permiten desde hace
veintiséis años: ver televisión y comer helado de coco después de cada
concierto. Pero todavía no. La eternidad aún no ha terminado. Falta el coro.