8.28.2019

¿Por qué lo siguen haciendo?



No es muy difícil de explicar. Las cosas verdaderas no suelen ser difíciles de explicar. Quizás ni siquiera haga falta hacer esto, explicar por qué lo seguimos haciendo: si estuviste ahí, saltando entre la gente, cantando entre la gente, si en algún momento del concierto tuviste la eternidad entre las manos y nada más te importó porque nada más existía, sabes perfectamente de lo que hablamos. Y ésta, después de todo, no es una explicación ni una rendición de cuentas. Quiero pensar que es una celebración. Han pasado cuatro días desde el concierto y lo que siento ahora es el bajón que le sigue a la euforia, una especie de caída en cámara lenta en la que mucho me temo que no vuelva a sentirme así, como me sentí esa noche. Hay gente que prolonga la euforia de un show con botellas y pastillas y personas a las que no conoce, lo sé porque yo también lo he hecho y sólo puedo decir que aunque esa felicidad artificial no es del todo falsa y contenga en su engaño al placer, el desarme que te espera del lado oscuro de la luna no es premio suficiente como para darle la vuelta a pie. Quisiera volver al escenario y tocar un par de canciones más, no muchas, tres o cuatro, las necesarias para luego caer desmayado, inconsciente, débil en los brazos de los ángeles que cuidan a los que no sabemos cuidarnos por nosotros mismos: caer en un sueño largo y tranquilo que me devuelva de las profundidades de la oscuridad a la superficie de otro concierto, así, sin darme cuenta. Tom Petty decía que cuando uno arma su banda lo único que quiere es conseguir tocadas, y que después, cuando no puede aguantar el ritmo de las giras, lo único que quiere es que esas tocadas se acaben para poder irse a su casa a ver televisión y dormir (el gran Petty se lesionó la cadera durante su última gira y mezcló tantos medicamentos para el dolor que acabó con su vida, acaso honrando sus palabras). A nosotros nunca nos ha pasado nada similar, nunca han sido tantas las tocadas como para decir no quiero volver a hacer esto nunca más en mi vida, al contrario, siempre nos quedamos con ganas de más, de trepar las cosas al carro y seguir camino, de acomodarnos en un bus, de dormir en una van o en un hotel o en la casa de un buen samaritano, de subir a un avión. Supongo que ésta es la bendición de las bandas que no se embarcan cada fin de semana en una gira mundial, sentir todavía que no podemos cubrir el horizonte con la mirada, que cada concierto tiene que ser el mejor porque no sabremos si habrá otro ya sea pronto o después de mucho tiempo, que ese gran concierto, el mejor, aún se nos escapa de las manos, que no hemos llegado a ese momento, a ese abrazo con la victoria, en el que sintamos que todo estuvo en su lugar y que las cosas salieron tal como estaban descritas en el mapa de los astros. Siempre he creído que tocar con el corazón es mucho más importante que tocar con el cerebro, que si uno lo entrega todo, todo, se llevará, al final, todo de vuelta, y que esa es la única forma de crear un poco de la belleza que tanto necesitamos. Pero aún así sueño con el concierto perfecto, en el que te todos los elementos confluyan, en el que las olas del mar por el que navegamos se alineen como en una libreta de apuntes, en el que sienta que tocamos bien pero también sepa que tocamos bien, que caímos donde teníamos que caer y que caímos parados. Por eso, entre otras cosas, lo seguimos haciendo, lo seguimos intentando, porque, como bien dice El Guasón, perseguir la rueda es más divertido que atraparla, porque aún no hemos llegado donde queríamos llegar cuando partimos con todo este asunto y porque ahora que lo pienso la verdad es que no queremos llegar ahí, la verdad es que queremos seguir gritando, la verdad es que cada vez que subimos a un escenario volvemos a nacer y nos cae encima una piel nueva y dorada, la verdad es que no tenemos mucha idea de lo que vaya a pasar pero eso no nos preocupa porque nadie sabe lo que va a pasar: esta vida que nos ha tocado, en esta esquina solitaria y flotante del universo, no tendría mucho sentido si conociéramos de antemano todos sus giros. Por eso lo seguimos haciendo: porque no sabemos lo que estamos haciendo, porque no queremos saberlo, porque sólo haciéndolo podemos seguir haciéndolo, porque hacerlo es todo lo que queremos hacer.     

8.19.2019

Un remember con Salinger



Encontré el libro entre las cosas de mi hermana. Se lo había prestado hace mucho tiempo, quizá un par de años, y jamás lo había recuperado porque ella se había mudado de casa y lo tenía guardado en alguna caja. Pero lo encontré, volví a encontrarme con él, y esa misma noche volví a leerlo, de una, completo, no pude ni quise contenerme, fue como si hubiera estado esperando que esas palabras volvieran a mí sin siquiera saberlo, como si volver a leer Franny and Zooey fuera lo que necesitaba para llenarme otra vez de fuerzas.

Cerca del final, cuando Zooey entra al cuarto que compartían sus hermanos mayores, lee esta cita del Bhagavad Gita: You have the right to work, but for the work’s sake only. You have no right to the fruits of work. Desire for the fruits of work must never be your motive in working. Never give way to laziness either. Me puse a pensar en las veces que uno escribe para impresionar a los demás, para gustar, para las becas y los premios, cuando uno cree que el verdadero trabajo no empieza sino hasta que lo ven y lo califican los otros, sin saber que es entonces cuando el trabajo ya está terminado, cuando ya no importa. Escribir pensando quién te va a leer y qué va a decir no tiene sentido, y quien lo haga terminará tan vacío y expuesto y quemado que no podrá decir mucho más que lo que le pidan que diga. Esa cita del Bhagavad Gita termina con una frase clave: They who work selfishly for results are miserable. ¿Será verdad?, ¿son verdaderamente miserables los que trabajan solamente buscando resultados? Me imagino a la gente que escala posiciones, que salta de trabajo en trabajo persiguiendo un mejor salario, que se supera, y supongo que la fortuna que amasan puede verse y tocarse pero que nadie puede realmente alimentarse de algo semejante.

Otra de las citas que lee Zooey, firmada por De Caussade, es esta: God instructs the heart, not by ideas but by pains and contradictions. Si Dios existe, quiero pensar que esto es verdad, que instruye nuestros corazones no con ideas sino con dolor y contradicciones. A veces miro a la gente que me rodea, en cualquier parte, en el parque o en el supermercado, en la calle o en algún restaurante, y todos parecen saber exactamente lo que están haciendo, parecen incluso estar siguiendo instrucciones, obedeciendo una voz de mando que yo francamente no sé de donde viene. Y los envidio. Quisiera andar por este mundo con esa seguridad. Yo siento que todos los pasos que doy son pasos en falso, que retrocedo o en el mejor de los casos me muevo lateralmente, como los cangrejos. Y eso, a veces, me hace sentir terriblemente solo. Pero ya sabemos que uno lee y escribe y crea para sentirse menos solo, que es ahí cuando encuentra a su gente y se da cuenta de que todo este tiempo ha estado acompañado, que el camino está poblado de gente como uno. No estamos solos, quizá estemos callados y el silencio tome la forma de la soledad, pero nunca solos. Dolor y contradicciones, basta hablar con cualquiera por más de cinco minutos para saber que él también está aprendiendo por las malas, como corresponde.      

Me acosté en mi cama y empecé a leer Franny and Zooey sabiendo que no iba a parar hasta el final porque quería llegar a ese momento, entre las tres o dos últimas páginas, cuando Zooey le cuenta a Franny que cuando ellos dos y sus hermanos mayores salían en un programa de radio, el mayor de todos, Seymour, le dijo que se lustrara los zapatos antes de salir al aire, que lo hiciera for the Fat Lady, por la señora gorda. Zooey dice que se la imaginaba pegada a la radio todo el día, espantando moscas en su casa, sudando, acaso enferma de cáncer, y que entonces tenía sentido lustrar sus zapatos antes de salir al aire en un programa de radio. Franny le cuenta que también a ella Seymour le habló de la señora gorda, que le dijo que fuera graciosa por la señora gorda, para la señora gorda, y que ella la imaginaba con las piernas gruesas y venosas, hinchadas, también sentada junto a la radio todo el día, también enferma de cáncer. En ese momento los dos hermanos se encuentran, y las diferencias que se habían interpuesto entre ellos a lo largo de la historia convergen en la fuerza del cariño. Es un momento impresionante, como para dejar caer el libro y desmayarse o trepar las paredes y acostarse en el techo a mirar las estrellas del piso. No hay nadie allá afuera que no sea la señora gorda, dice Zooey, no hay nadie en ningún lado que no sea la señora gorda… ¿acaso no sabes quién es realmente la señora gorda?, es el mismo Cristo, el mismo Cristo.

Todos somos señoras gordas. Escuchamos la radio como si fuera un túnel, una cueva a la que entramos y que después de la oscuridad que ocupa todas las cuevas nos revela el otro lado de las cosas, un lugar donde somos diferentes, donde somos mejores aunque sea por un momento. Todos trabajamos para señoras gordas. Es nuestro deber. Es nuestra obligación. Es la única forma de trabajar. Entrégalo todo, déjalo todo, abandona toda pretensión. Haz lo mejor que puedas hacer, no por ti, sino por ella.

8.12.2019

El futuro (por piezas)



Voy a escribir esto de la manera más sencilla posible porque la verdad es que aún no entiendo del todo lo que me pasó mientras veía Amor, Muerte & Robots, una antología compuesta por 18 cortos de animación, creada por Tim Miller (director de la notable Deadpool) y presentada por David Fincher, que figura como productor ejecutivo y padrino del proyecto.   

Los cortos tienen onda futurista, algunos en la mejor tradición de la ciencia ficción, esa que nos absorbe por el alcance de su imaginación pero que sobre todo conecta por lo certero, concreto y genuino de sus emociones, haciendo así que hasta los mundos más arriesgados, salvajes y en apariencia lejanos de la realidad sean el escenario verosímil de las acciones. Nada de lo que pasa aquí es del todo improbable.

Para ver esto, ojalá en dosis cortas pero intensas que sirvan para mantener sostenidos el asombro y el misterio, hace falta dar un salto de fe, girar en dirección de la entrega total y estar dispuesto a dejarse manipular de todas las maneras, sabiendo de antemano, quizás, que no todos los cortos pueden ser igual de buenos (alerta: habrá decepciones) pero que en todos habrá algo, por más pequeño que sea, ciertamente memorable.

Por un lado está la apuesta estética, en su mayoría de corte realista, acaso cercana a las texturas de los videojuegos más y mejor desarrollados de aquella industria; y no me refiero a la simple intención de recrear o repetir o reinterpretar la realidad, sino a la ambición descarada de querer suplantar esa realidad por otra que se vuelve sólida y única durante los minutos que dura cada historia: en promedio, doce minutos por cortometraje.    

Por otro lado está la cuestión narrativa, que lejos de buscar convertirse en un espejo de la realidad se deja ir por rincones que, es cierto, no son siempre sorprendentes o insospechados (alerta: habrá finales predecibles), pero cuyo activo más valioso es la explotación de sensaciones que se produce cuando, si se ven una detrás de otra, se van sucediendo las historias y uno se encuentra de repente atrapado bajo el fuego cruzado.

Y hay algo más (en realidad, hay muchas cosas más, pero qué mezquino sería de mi parte mencionarlas todas; y qué audaz y qué ignorante, porque ni siquiera me quedan certezas de lo que escribo ahora mismo), una carga sexual que no se puede hacer a un lado porque si bien en un comienzo parece una preocupación superficial, algo así como una distracción o un accesorio, pronto queda claro que es, como pasa en la vida misma, también y sobre todo un juego de poder en el que los que juegan están destinados a caer en la trampa, a pensar que ya ganaron por el mero hecho de estar jugando, de estar arriba, cuando el fin ulterior del sexo es, aquí, derrumbar los pilares más altos y las estructuras más fuertes.

Para no vararnos en las generalidades, y habiendo a todas luces fracasado en la búsqueda de la sencillez, vamos a hablar de un caso en particular, el corto llamado Good Hunting (para nuestros propósitos podría traducirse como Que tengas una buena cacería). La historia sucede en alguna ciudad asiática, quizá a finales del siglo XIX y comienzos del XX, y los personajes principales son un espíritu que toma forma de mujer cuando se encuentra con los hombres, y un niño que es el hijo del guerrero que noche a noche pretende cazar al espíritu. Entre siglos hay un cambio radical en el mundo, los hombres se vuelven cada vez más mecánicos, negándose a cualquier experiencia que pueda trascender el carácter físico; y el espíritu que antes podía tocar las almas de esos hombres acaba transformado en una bellísima prostituta cuyo cuerpo es en sí mismo una máquina, ensamblada con tuercas y engranajes por el hijo del guerrero, y con ningún otro propósito que desmantelar a los hombres que pretenden usarla y desecharla. Así las cosas, y bajo la apariencia de un cómic clásico que sueña con el futuro, el sexo sin espíritu cobra el significado del crimen y la condena, y todos los hombres parecen irremediablemente decididos a hundirse.

Así, sobregiradas y jugadas y a veces también extremistas, son las pretensiones de Amor, Muerte & Robots, que se abre ante nosotros como un libro de cuentos que, visto de lejos, está repartido en mil pedazos, pero visto de cerca toma la forma de un discurso coherente y universal que ensaya su propia tesis sobre la raza humana, siempre vanidosa y descuidada, pero así mismo, en sus mejores días, valiente y generosa.

Hay también en esta antología cuentos que son un logro de la forma por encima del fondo, como celebraciones de la elasticidad visual del género al que pertenecen, de las posibilidades narrativas de la animación que en el mundo audiovisual (a estas alturas inseparable del tecnológico) parecen terroríficamente ilimitadas: si existe aquí una lección para aprender es que todo se puede y todo se vale mientras nos mueva los músculos que no sabíamos que teníamos. Está, por ejemplo, The Witness (El testigo), en el que una chica tan sexy como tatuada ve a través de su ventana cómo uno de sus vecinos asesina a otra persona; el vecino, que también la ve a ella, sale en su búsqueda, y la encuentra en una especie de Strip Club poblado por dominatrices todas forradas de cuero. El corto entero es una gran secuencia de persecución en la que sólo importa el cómo, y que mezcla varios recursos de la animación para crear su propio lenguaje. El resultado provoca un derramamiento interior de adrenalina y, algo no menor, logra calentar, excitar, hacer que sintamos deseo carnal por una criatura digital.

Amor, Muerte & Robots no le teme al cambio de los elementos en su propia fórmula, al contrario, parece impaciente por alterar el orden de los factores y alcanzar nuevos productos. Hay dos cortos en clave de comedia, terriblemente irónicos y ácidos, Alternate Histories (Historias alternas), en el que se muestra, gracias a una supuesta aplicación, qué habría pasado con el mundo si Hitler hubiera muerto antes de convertirse en el líder de los nazis; y When the Yogurt Took Over (Cuando el yogurt nos conquistó), en el que literalmente somos de un día para el otro dominados por un lácteo sabio y todo poderoso. Los límites, entonces, no existen, o mejor dicho están sugeridos por nuestra propia capacidad de desdoblamiento: uno puede ver y creer, disfrutar de la corriente que lo arrastra hacia una cascada; o mirar con escepticismo y quedarse parado como un suicida indeciso en el borde de la cornisa.    

(El Comercio)

8.05.2019

La verdad no es toda la verdad



A mediados de junio, cuando se estrenó Rolling Thunder Revue, un documental sobre Bob Dylan firmado por Martin Scorsese, la crítica explotó como hace mucho no lo hacía, atacando a la película por incluir secuencias y personajes de ficción en lo que se suponía era un testimonio totalmente verdadero. Los críticos se sintieron engañados, traicionados, sangrados. Dylan, a los 78 años, volvió a cabrear a la gente, a sus propios fans, y a desestabilizar la opinión pública: como cuando pasó de cantante de folk y música protesta a rockero eléctrico; como cuando pasó de rockero eléctrico a músico cristiano; como cuando pasó de estrella a vaquero recluso; como cuando decidió, con el hilo que le queda de voz, ser un trovador-crooner dedicado a tocar pop standards de la canción clásica norteamericana. Pero nada de esto debería sorprender ni a la crítica ni a los fans ni a nadie. Como establece el mismo Dylan al comienzo de la cinta: uno se inventa a sí mismo, uno termina siendo no lo que quiso ser sino la creación que pudo construir.

Rolling Thunder Revue se concentra en un momento específico de la carrera de Dylan, el año 1975, cuando, tras nueve años recluido después de un accidente en motocicleta, salió de gira con una caravana de músicos, poetas, reporteros, fotógrafos y quien se fuera sumando en el camino, haciendo así su propia celebración del bicentenario estadounidense. El tour le dio la vuelta al país presentándose en espacios pequeños o medianos, ni estadios ni arenas, y en el escenario fueron apareciendo artistas como Joan Baez, Ramblin’ Jack Elliot y Joni Mitchell. Entre los invitados estaba, además, un camarógrafo de Chicago llamado Howard Alk (1930-1982), quien registró todo el material de archivo que Scorsese usa para montar la película, atribuyéndoselo a un supuesto director de cine europeo, Stefan Van Dorp, a su vez interpretado por el performer argentino Martin von Haselberg (esposo de Bette Midler, por si les interesa). Van Dorp es temperamental, amargado, y no hace otra cosa que basurear al resto de personajes.

Dylan, también al comienzo de la cinta, dice que no recuerda nada de aquella gira, que él ni siquiera había nacido, y tratándose de un hombre que ha ensayado tantas versiones de sí mismo, lo más probable es que tenga razón y que así le conceda oficialmente a Scorsese toda la autoridad para intervenir la realidad. En el documental aparecen, entrevistados, otros “personajes ficticios”, incluyendo a James Gianopulos, el CEO de Paramount Pictures, como promotor de los conciertos, es decir, el hombre que manejaba el dinero; el actor Michael Murphy en el papel del falso congresista Jack Tanner, que dicho sea de paso ya había interpretado en proyectos del cineasta Robert Altman, y que en teoría se acerca a Dylan y a su música siguiendo un consejo de Jimmy Carter; la actriz Sharon Stone, cómplice de Scorsese, que dice haber asistido a uno de los shows cuando tenía 17 años, haberse integrado desde ese momento a la caravana y haber inspirado la canción Just Like a Woman, un clásico de Dylan.    
         
La pregunta que críticos y fanáticos se hacen es ¿por qué?, ¿por qué mentir?, ¿por qué no hablar sobre Dylan, del que tan poco sabemos, con algo de veracidad?, ¿por qué seguir alimentando el mito con más mitos? Ahora, después de tantos artículos y reseñas lloronas y rabiosas (la página de Roger Ebert la llamó “una película frustrante”; un crítico de la revista Variety escribió “me sentí timado”) queda claro que lo que Scorsese quiso presentar no fue la verdad sino una variación de ella, en la que es solamente la música la que queda de pie, firme, pura e intocable, pues en ninguna otra película encontrarán tantas presentaciones de un Dylan tan misterioso como excitado, un personaje que parece salido de una feria o un carnaval, con el rostro pintado de blanco (según la cinta, inspirado por un concierto de KISS) y acompañado hasta por diez músicos al mismo tiempo. Scorsese no está extraviado, sabe lo que hace, recordemos que ya había dirigido un documental veraz y contundente sobre Dylan, llamado No Direction Home y estrenado en el 2005.

Esas respuestas que los críticos andan buscando se encuentran, claro, en el mismo Dylan y en una carrera que ha tenido tantos rostros como años y discos. Estamos hablando no solamente de un músico que ha saltado de género en género, sin tener en cuenta las exigencias, preferencias o tendencias del mercado, cuando se le ha dado la gana; que siempre ha puesto su curiosidad y voluntad creativas por encima de las expectativas de su propio público; sino también de una persona que ha preferido convertirse en personaje antes que revelar cualquier destello de intimidad que no venga de la libre interpretación de sus canciones. Ni siquiera Crónicas, su libro de memorias, logró echar mayores luces sobre el misterio, y a eso, al misterio, es a lo que seguimos siendo adictos sabiendo que las grandes revelaciones nunca se nos serán concedidas: preferimos no saber mucho si a cambio del silencio se nos encierra en el misterio; preferimos no saber nada, absolutamente nada, si podemos quedarnos con la música y armar la leyenda desde ahí.                 
                
Los discos de Dylan siguen apareciendo casi a año seguido, y me refiero a sus álbumes de estudio (el último, del 2017, fue triple) pero sobre todo a la serie de Bootlegs que nos van presentando versiones alternas de sus canciones o presentaciones en vivo que antes no habían sido liberadas: esas versiones son las capas de un planeta que en vez de conducirnos a su núcleo ardiente y definitivo se va expandiendo en lo que parece tener el tamaño del universo. Con esto quiero decir que cada año hay un nuevo Dylan; un nuevo Dylan al que escuchar; un nuevo Dylan al que analizar; un nuevo Dylan al que compartir con nuestros seres más queridos, esos que entienden que sentarse a escuchar música juntos es un acto de amor; un nuevo Dylan con el que conversar y al que preguntarle en qué estaba pensando cuando hizo lo que hizo, aunque por única respuesta obtengamos otro puñado de canciones. Este Dylan que nos presenta Scorsese también es nuevo, en parte inventado, es cierto, pero nunca falso porque lo que nos corresponde es creer en la ilusión, formar parte de ella.

(Mundo Diners)