Hace unos días, leyendo las Clases de literatura que dio Julio Cortázar en Berkeley, California, en el otoño de 1980, y que de alguna manera me han servido para reconciliarme con él porque, aunque fue uno de mis autores de cabecera en su momento (todos tuvimos una etapa Cortázar, ¿no?), al crecer sentí que sus cuentos y novelas se preocupaban más por la literatura que por la vida (aunque para él, lo entiendo, ambas cosas eran indivisibles) y eso me alejó, me detuve en una pequeña anécdota en la que explica porqué lo fantástico siempre ha estado infiltrado en su obra y en su vida.
Dice Cortázar, Ya en ese momento se me planteó el problema de por qué no escribía cuentos de tipo realista como los de Roberto Arlt, al que tanto admiraba y admiro, o como los de Horacio Quiroga… Eso me llevó a preguntarme si mi idea de lo fantástico era la que tenía todo el mundo o si yo veía lo fantástico de una manera diferente… cuando yo era niño e iba a la escuela primaria mi noción de las cosas fantásticas era muy diferente a la que tenían mis compañeros de curso. Para ellos lo fantástico era algo que había que rechazar porque no tenía nada que ver con la verdad, con la vida, con lo que estaban estudiando y aprendiendo. Cuando decían “esta película es muy fantástica” querían decir “esta película es un bodrio”Luego cuenta que, cuando tenía doce años, le prestó a uno de sus mejores amigos un libro de Julio Verne, El secreto de Wilhelm Storitz, la primera historia conocida en occidente sobre un hombre invisible (anterior a H.G. Wells), que lo había dejado absolutamente fascinado. El amigo le devolvió la novela casi enseguida y le dijo, No la puedo leer. Es demasiado fantástica.
A partir de ese desencuentro, en apariencia inocente, Cortázar continúa su charla con furia y desmenuza su ADN. Me quedé con el libro en la mano como si se me hundiera el mundo, porque no podía comprender que ese fuera un motivo para no leer la novela. Allí me di cuenta de lo que me sucedía: desde muy niño lo fantástico no era para mí lo que la gente considera fantástico; para mí era una forma de la realidad que en determinadas circunstancias se podía manifestar, a mí o a otros, a través de un libro o un suceso, pero no era un escándalo dentro de una realidad establecida. Me di cuenta de que yo vivía sin haberlo sabido en una familiaridad total con lo fantástico porque me parecía tan aceptable, posible y real como el hecho de tomar una sopa a las ocho de la noche; con lo cual (y esto se lo pude decir a un crítico que se negaba a entender cosas evidentes) creo que yo era ya en esa época profundamente realista, más realista que los realistas puesto que los realistas como mi amigo aceptaban la realidad hasta cierto punto y después todo lo demás era fantástico. Yo aceptaba una realidad más grande, más elástica, más expandida, donde cabía todo.
Ok, ya. Todo esto para decir que ayer, por la noche y solo, como corresponde en estos casos, vi finalmente Us (mejor tarde que nunca), la segunda película de Jordan Peele, cuyo estreno fue uno de los más esperados del año pasado pero aún así no ha cosechado la histeria que en su momento recogió Get Out, la primera, pero que confirma algo más importante que lo que pueden ofrecer las cifras en taquilla o las ceremonias de premiación: Peele se está construyendo, más que como un director, como un autor, y eso requiere no sólo personalidad sino la fortaleza necesaria para ponerla en práctica.
Me sorprende, al leer críticas o ver entrevistas, que el medio encierre las películas de Peele en el género del cine terror u horror (quizás así son más fáciles de promocionar) cuando van mucho más allá o vaya que lo intentan. Peele, por lo menos dentro de sus cintas, concibe una realidad parecida a esa de la que habla Cortázar en su charla, una realidad donde parece caber todo. En Get Outlo sorprendente o apremiante no es que un personaje deba escapar a toda costa de una situación peligrosa, sino que esa situación (que tiene que ver con cambios de cuerpos para así perseguir la vida eterna), planteada como se plantea en la historia, sea perfectamente normal, posible, consecuente, es decir, una trama fantástica que no sólo se añade a la realidad sino que se apodera de ella hasta manipularla a su antojo y revelar la verdad que, obvio, no es otra cosa que la fantasía. Poco importan, me parece, la sangre y los golpes, cuando lo que estremece es la posibilidad de que algo así pueda pasar o esté pasando.
Us, que tiene mucho de sobregirada (Peele dice que tras el éxito inesperado de Get Outquiso escribir un guión enteramente para él), vuelve al terreno de la fantasía (o lo fantástico) y yo diría incluso que a una fantasía más amplia, donde se establece que una raza –una surte de– clones que viven debajo de la tierra han decidido, después de décadas en la oscuridad, llevando una vida espejo a la de sus pares terrenales pero sin ninguna fortuna, trepar al mundo que conocemos y del que nos creemos dueños para vivir en él: claro que para eso deben, antes que nada, asesinar a sus respectivos doppelgängers.
Y sí, viéndolo de la manera más cómoda, la cinta está propuesta en clave de terror y suspenso, pero, de nuevo, la atmósfera de miedo que Jordan Peele logra levantar no se sostiene sobre las heridas (hechas con tijeras, bates de béisbol o palos de golf), las secuencias de persecución o la histeria ensangrentada que corona ciertas escenas, su verdadero fuerte es darle dimensiones a la fantasía y así volverla un aspecto material que nos afecta. Peele, se nota, está en etapa de crecimiento (a veces, por su pasado de comediante, se le escapan bromas en los momentos menos indicados, bromas que terminan siendo distracciones) pero ya tiene clara una de las normas más importantes del género que hasta ahora ha escogido para soltar su motor creativo en el cine: los personajes pueden salvarse, pero la pesadilla debe continuar porque no es un sueño, de hecho, nunca lo fue.