1.31.2020

Jordan Peele: autor de cuentos fantásticos


Hace unos días, leyendo las Clases de literatura que dio Julio Cortázar en Berkeley, California, en el otoño de 1980, y que de alguna manera me han servido para reconciliarme con él porque, aunque fue uno de mis autores de cabecera en su momento (todos tuvimos una etapa Cortázar, ¿no?), al crecer sentí que sus cuentos y novelas se preocupaban más por la literatura que por la vida (aunque para él, lo entiendo, ambas cosas eran indivisibles) y eso me alejó, me detuve en una pequeña anécdota en la que explica porqué lo fantástico siempre ha estado infiltrado en su obra y en su vida. 

Dice Cortázar, Ya en ese momento se me planteó el problema de por qué no escribía cuentos de tipo realista como los de Roberto Arlt, al que tanto admiraba y admiro, o como los de Horacio Quiroga… Eso me llevó a preguntarme si mi idea de lo fantástico era la que tenía todo el mundo o si yo veía lo fantástico de una manera diferente… cuando yo era niño e iba a la escuela primaria mi noción de las cosas fantásticas era muy diferente a la que tenían mis compañeros de curso. Para ellos lo fantástico era algo que había que rechazar porque no tenía nada que ver con la verdad, con la vida, con lo que estaban estudiando y aprendiendo. Cuando decían “esta película es muy fantástica” querían decir “esta película es un bodrio”Luego cuenta que, cuando tenía doce años, le prestó a uno de sus mejores amigos un libro de Julio Verne, El secreto de Wilhelm Storitz, la primera historia conocida en occidente sobre un hombre invisible (anterior a H.G. Wells), que lo había dejado absolutamente fascinado. El amigo le devolvió la novela casi enseguida y le dijo, No la puedo leer. Es demasiado fantástica.

A partir de ese desencuentro, en apariencia inocente, Cortázar continúa su charla con furia y desmenuza su ADN. Me quedé con el libro en la mano como si se me hundiera el mundo, porque no podía comprender que ese fuera un motivo para no leer la novela. Allí me di cuenta de lo que me sucedía: desde muy niño lo fantástico no era para mí lo que la gente considera fantástico; para mí era una forma de la realidad que en determinadas circunstancias se podía manifestar, a mí o a otros, a través de un libro o un suceso, pero no era un escándalo dentro de una realidad establecida. Me di cuenta de que yo vivía sin haberlo sabido en una familiaridad total con lo fantástico porque me parecía tan aceptable, posible y real como el hecho de tomar una sopa a las ocho de la noche; con lo cual (y esto se lo pude decir a un crítico que se negaba a entender cosas evidentes) creo que yo era ya en esa época profundamente realista, más realista que los realistas puesto que los realistas como mi amigo aceptaban la realidad hasta cierto punto y después todo lo demás era fantástico. Yo aceptaba una realidad más grande, más elástica, más expandida, donde cabía todo.

Ok, ya. Todo esto para decir que ayer, por la noche y solo, como corresponde en estos casos, vi finalmente Us (mejor tarde que nunca), la segunda película de Jordan Peele, cuyo estreno fue uno de los más esperados del año pasado pero aún así no ha cosechado la histeria que en su momento recogió Get Out, la primera, pero que confirma algo más importante que lo que pueden ofrecer las cifras en taquilla o las ceremonias de premiación: Peele se está construyendo, más que como un director, como un autor, y eso requiere no sólo personalidad sino la fortaleza necesaria para ponerla en práctica. 

Me sorprende, al leer críticas o ver entrevistas, que el medio encierre las películas de Peele en el género del cine terror horror (quizás así son más fáciles de promocionar) cuando van mucho más allá o vaya que lo intentan. Peele, por lo menos dentro de sus cintas, concibe una realidad parecida a esa de la que habla Cortázar en su charla, una realidad donde parece caber todo. En Get Outlo sorprendente o apremiante no es que un personaje deba escapar a toda costa de una situación peligrosa, sino que esa situación (que tiene que ver con cambios de cuerpos para así perseguir la vida eterna), planteada como se plantea en la historia, sea perfectamente normal, posible, consecuente, es decir, una trama fantástica que no sólo se añade a la realidad sino que se apodera de ella hasta manipularla a su antojo y revelar la verdad que, obvio, no es otra cosa que la fantasía. Poco importan, me parece, la sangre y los golpes, cuando lo que estremece es la posibilidad de que algo así pueda pasar o esté pasando. 

Us, que tiene mucho de sobregirada (Peele dice que tras el éxito inesperado de Get Outquiso escribir un guión enteramente para él), vuelve al terreno de la fantasía (o lo fantástico) y yo diría incluso que a una fantasía más amplia, donde se establece que una raza –una surte de– clones que viven debajo de la tierra han decidido, después de décadas en la oscuridad, llevando una vida espejo a la de sus pares terrenales pero sin ninguna fortuna, trepar al mundo que conocemos y del que nos creemos dueños para vivir en él: claro que para eso deben, antes que nada, asesinar a sus respectivos doppelgängers

Y sí, viéndolo de la manera más cómoda, la cinta está propuesta en clave de terror y suspenso, pero, de nuevo, la atmósfera de miedo que Jordan Peele logra levantar no se sostiene sobre las heridas (hechas con tijeras, bates de béisbol o palos de golf), las secuencias de persecución o la histeria ensangrentada que corona ciertas escenas, su verdadero fuerte es darle dimensiones a la fantasía y así volverla un aspecto material que nos afecta. Peele, se nota, está en etapa de crecimiento (a veces, por su pasado de comediante, se le escapan bromas en los momentos menos indicados, bromas que terminan siendo distracciones) pero ya tiene clara una de las normas más importantes del género que hasta ahora ha escogido para soltar su motor creativo en el cine: los personajes pueden salvarse, pero la pesadilla debe continuar porque no es un sueño, de hecho, nunca lo fue.

1.23.2020

Fun is the Gun (Antología poética de Moondog)


Desde hace unos días tengo un nuevo sueño, un sueño que me abraza y que a veces no me deja dormir y otras veces me ayuda a dormir mejor que cualquier pastilla porque me tumba de la felicidad. Sueño que estoy en The Beach Bum, la última película de Harmony Korine (que sí, es un genio o al menos una especie de genio, dueño de un mundo propio y una estética y una moral incontenibles) y que me muevo con libertad por el mundo, haciendo lo que me place a toda hora, bailando sin otra dirección que el placer. Flotando en un remolino, lejos del suelo, rodeado de palabras.

Esta es la historia de Moondog (un Matthew McConaughey que, por este papel, merece, de largo y con sobra de méritos, todos los premios que ahora anda recogiendo injustamente Joaquin Phoenix), desde ahora en adelante mi poeta favorito o al que citaré cuando, con la razón extraviada sin ninguna causa en particular, vuelva a ver el mar y me ponga de pie sobre el horizonte. Moondog entiende mejor que nosotros el significado de la respiración, de las vibraciones entre las costillas, y las acomoda a su propio ritmo con largas pitadas de marihuana y largos, larguísimos tragos de cerveza Pabst Blue Ribbon: no se puede ser más elegante.  

Moondog hace poco, pero lo tiene todo: carga con una vida sencilla y ha descubierto El Secreto. Se pasea por los Cayos de la Florida con una lata en una mano y un chafo en la otra y, a menudo, combina ambas cosas con mujeres que acaba de conocer y que son de muchas maneras absorbidas por él. Se mete en problemas, pero como cualquier hombre sabio, sabe que pasarán y serán olvidados porque eso es lo que se merecen. Es brillante y lo sabe, pertenece a otra dimensión y lo sabe. Mucha gente dice que es un genio, pero Moondog no quiere un despacho en Harvard o una medalla en Estocolmo, lo que quiere es detenerse donde le de la gana, en un estacionamiento, en la mitad de la playa, debajo de un puente, y seguir atacando con dos dedos su máquina de escribir (cuando lo hace, sus ojos parecen ver el paraíso), pariendo esas palabras que nosotros sólo podemos adivinar pero quisiéramos tener tatuadas en el pecho.  

Los logros que Harmony Korine ha conseguido en The Beach Bum deben considerarse desde varios estados de conciencia: la complicidad entre McConaughey y Snoop Dog (proveedor de la hierba para el rodaje) transgrede la hermandad; los personajes secundarios como Isla Fisher, Martin Lawrence, Zac Efron o Jonah Hill (y un gran cameo de Jimmy Buffett), aunque aparezcan brevemente como las locaciones de un roadtripen ácido con herencia de la generación Beat, resultan imprescindibles; los momentos, varios, en que el humor alcanza el valor de la comedia del absurdo (los hermanos Marx en drogas y hasta olor a Kubrick) corren hombro a hombro con descansos de lucidez en los que se nos es permitido contemplar la belleza del mundo (creo que he vuelto a descubrir el valor de los colores). Y el montaje. ¡Por Dios! ¿Cómo lo hizo? Uno no sabe si filmó al azar, improvisando, jugando, apostando, y luego fue editando la cinta persiguiendo el instinto o si cada corte, cada salto, está calculado. El caso es que funciona, que la película, como corresponde, se ocupa de su propia realidad y se inserta en ella como si fuera –y lo es– la única realidad posible. Quizás el truco sea filmar lo que uno lleva adentro, tal cual, todo revuelto.

Un humorista de cuyo nombre no puedo acordarme decía que un poema es todo aquello que queda por fuera cuando se trata de definir un poema. Moondog es todo aquello, y más. De todo lo que hace, de esa danza perpetuamente intoxicada pero perfectamente lógica que practica sin parar, son los momentos de calma los que más me impresionan. A veces la cámara lo capta sentado en una barra (compartiendo un trago con su gato albino), acostado en la calle o a la deriva en su pequeña lancha, y lo que transmiten su cuerpo inmóvil y una mirada que no podemos ver porque sonríe detrás de lentes oscuros, es la paz absoluta, el balance con el universo, una especie de acuerdo con el destino en el que Moondog se compromete a desvanecer el orden de las cosas. 

*

Estas son unas palabras que le dio a la prensa en una entrevista reciente: 

I mean, look, I could tell you that I’ve been trying to uncover the abyss beneath my illusory connection with the world. I could tell you that it’s all written in the stars. I could tell you that I’m a reverse paranoiac. I am quite certain that the world is conspiring to make me happy. All three of which are true, but it’s really a little simpler than that. I like to have fun, man. Fun is the fucking gun, man. That’s why I like boats. I like water. I like sunshine. I like beautiful women, a lot. And I get all these things going, man, and they’re all turning me on. And my wires are connecting upstairs, and I start to hear music in my head. You know, and the world is reverberating back and forth, and I hit the frequency, and I start to dance to it. And my fingers get moving, my head gets soupy, I’m spinning all over the fucking place, and the fucking words come out. It is like it’s a fucking gift.

Y este uno de sus más aclamados y románticos poemas: 

I go to bed in Havana 
thinking about you 
pissing a few moments ago
I looked down at my penis with affection 
knowing it has been inside you 
twice today 
makes me feel beautiful.

1.16.2020

Lo que fuimos / lo que seremos


Después de ver Marriage Story llamé a una amiga que se divorció hace poco y le pregunté, ¿es así?No estaba especialmente impresionado por lo violento o grosero que puede resultar el proceso de una separación, por las cosas que se sacan en cara, por los resentimientos que toman la forma de verdades ocultas o no dichas; lo que me tenía golpeado era la vida que al parecer esos personajes habían soportado antes de tomar la decisión de alejarse el uno del otro. ¿Es tanto lo que uno puede aguantar sólo con la esperanza ciega e infundada de que algún día las cosas van a mejorar? Y eso que se trata de un matrimonio relativamente corto. 

Es así, me dijo mi amiga, igualito. Y luego me contó cosas que yo no sabía de su relación, cosas que me sorprendieron por la misma razón, porque no me imaginaba que ella pudiera acumular tal cantidad de insatisfacción y frustración antes de finalmente separarse. Supongo que aún hoy en día el divorcio carga con un estigma, que es una especie de último recurso difícil de reconocer, y que la mayoría de la gente (menos las celebridades, al parecer) lo toma realmente como última opción o nunca se atreve y prefiere una vida miserable pero acompañada. (Esto me lo dijo una psicóloga alguna vez: la mayoría de la gente mantiene relaciones infelices únicamente para no estar sola).

La cinta de Noah Baumbach, que no llega a ser Escenas de un matrimonio, de Bergman, pero que de cualquier manera se le acerca en una versión más joven, americana y enmarcada por personajes envueltos en el mundo creativo, no muestra exactamente el pasado, los días o acaso años enteros que llevan a esta pareja a la separación; se concentra en el punto de quiebre y en cómo manejan ambos la situación con un niño todavía pequeño de por medio. Pero deja ver que la grieta empezó a abrirse desde mucho antes, que dejaron de quererse o mejor dicho de amarse hace rato, cuando decidieron seguir juntos sabiendo que ya cada uno había tomado su propio camino, y que corrían el grave riesgo de convertirse en una de esas parejas que están juntas porque no les queda otro remedio. Ella, incluso, se encarga de aclarar lo siguiente: sólo estábamos casados porque teníamos un hijo. 

Hay una escena, clave, en la que ambos discuten en la pequeña casa que él alquila en Los Ángeles y que apenas tiene muebles. Es la única en la que se enfrentan realmente, sin filtros ni la posibilidad de los buenos modales, y aunque nos hacen falta un par más de escenas como esa, en aquel momento se dice bastante. Él dice algo así como Tú escogiste esta vida, y ahora no la quieres, refiriéndose a vivir los dos en Nueva York, dedicados al teatro. Y ella trata de explicarle que, a su lado, desapareció, se perdió, extravió su voz, olvidó quién era o quién quería ser o quién podía llegar a ser, y quizás ahí esté el centro gravitacional de la historia. 

¿Podemos anular a alguien que está a nuestro lado? ¿Podemos dejar de verlo hasta hacerlo desaparecer? ¿Podemos asumir que todo está bien simplemente porque nadie rompe a llorar en la fila del supermercado? Vaya que sí. Basta con asumir que no tiene más necesidades que las nuestras; que no tiene más anhelos que los nuestros; que no tiene más intenciones en la vida que seguirnos o perseguirnos porque somos nosotros los que vamos abriendo camino y el resto queda en una especie de sombra a la que volteamos a mirar cada vez con menos frecuencia, quizás con la confianza de que en algún momento se desvanezca por completo o al menos se quede en silencio. 

Él no pudo verme como algo separado de sí mismo, le dice ella a su abogada (y sí, que le den el Óscar a Laura Dern, sólo por el monólogo sobre cómo la sociedad tolera a un padre ausente ya se lo merece de sobra), y eso no es poco, la desintegración en tiempo real no sólo puede aniquilar la personalidad sino hacernos perder el horizonte o las ganas de avanzar hacia él. 

Si algo queda claro en Marriage Story es que nunca podemos dejar de vernos, de mirarnos, de aceptar la respiración que nos moja los labios porque, mal que mal, no estamos solos. Estar solos sería mucho peor.  

1.09.2020

Un amor violento: apuntes para antes y después del fin del mundo


La obra de un verdadero artista no es su trabajo sino su vida misma. Pero la vida, como escuché alguna vez, no imita al arte, imita a la mala televisión, lo que me hace insistir con esta idea que últimamente es más bien un principio, una aspiración moral y un propósito: nuestro trabajo es convertir esta vida en una obra de arte. 

Recuerda esto: la obra de un verdadero artista no es su trabajo sino su vida misma, le escribo a un amigo luego de haber conversado con él por más de dos horas, luego de que otra vez nuestra conversación (centrada en la cercanía de los cuarenta y lo poco adultos que nos sentimos) terminara en preguntas y no en respuestas, medio derrotado, en un mensaje que envío desde el taxi que me lleva de regreso a casa, un mensaje que de pronto me ilumina o por lo menos me aclara un par de cosas y me ayuda a enfocar. , me responde él, quizás sólo hay que dedicarse a vivir.    
  
Ahora bien, ¿cómo se hace?, ¿cómo hacemos? Recuerdo una reflexión existencial de El gran Lebowskique iba más o menos así: ¿Qué es lo que hace hombre a un hombre? ¿Es acaso estar listo para hacer lo correcto en el momento adecuado?Hay algo de verdad en eso: no se trata sólo de hacer lo correcto sino de hacerlo cuando se tieneque hacer, ya sea esto quedarse quieto en un sólo sitio y enfrentar una tormenta sin más protección que la propia piel o salir corriendo, huir, tomar a una persona de la mano y escapar sin rumbo para poder seguir respirando. Y, otra cosa, ¿qué es lo correcto?, ¿lo que me conviene a mí o a los demás?, ¿lo adulto y maduro? Se me ocurre que si todo el mundo hiciera lo correcto este sería un planeta más que aburrido, pero, hey, alguien tiene que hacerlo para que algunos de nosotros no tengamos que hacerlo siempre: quizás la rotación de la Tierra nos va cambiando de posición día a día para que así, a veces, sean los unos los que estén en la obligación de hacer lo correcto y, a veces, les toque a los otros. Finalmente está la respuesta que quiero escuchar: lo correcto es cualquier cosa que tengamos que hacer para acercarnos a la felicidad, aunque en el camino se rompan un par de corazones, un par de huesos, y otras cosas más o menos importantes. 

Veo a los personajes principales en The End of the F***ing World, una pareja de jóvenes que operan como adolescentes-psico-románticos, y me parece que hacen lo correcto: él quiere estar con ella y digamos que se lanza a un río y se deja arrastrar por una corriente furiosa que trae ramas y piedras y cadáveres. Cuando se conocen son simplemente dos criaturas raras –acaso las más raras– en un hábitat donde no se toleran las rarezas: una escuela secundaria en una pequeña ciudad británica. Pero cuando él, que no tiene muy claro para dónde o cómo moverse, y en plena efervescencia del amor instantáneo, decide seguirla porque ella sí que sabe dónde quiere ir (o cree saberlo, que ya es bastante), ambos pasan de criaturas raras a cómplices en una misión kamikaze pero inevitable: estar juntos. 

Él se llama James, ella se llama Alyssa, ambos tienen diecisiete años y ambos saben y entienden que no pertenecen al mundo que los rodea. Él es más bien callado y sensible, tiene una mano quemada y una mirada que nos hace pensar que no está del todo aquí, en el presente, en este momento o en este lugar; ella es directa y hasta agresiva (o, mejor dicho, no soporta que la gente no diga exactamente lo que quiere decir), no tiene tiempo para rodeos y prefiere no mostrarse vulnerable aunque sea justo entonces cuando su belleza cobre su verdadera dimensión. Alyssa y James no son gente bacán y quizás por eso uno se siente tan cómodo junto a ellos desde el principio: sabemos que son de fiar porque andan por los márgenes, no por el centro, no les interesa integrarse sino más bien que los dejen tranquilos, aparte, en la suya, poder moverse sin más compromisos que hacer lo que sienten correcto, justo y necesario: incluso cuando no sepan qué es o cómo hacerlo.  

En la primera temporada, James acompaña a Alyssa en un viaje por carretera en busca de su padre, pues ella cree que conociendo a su padre podrá conocerse mejor a sí misma; pero a quien conoce realmente es a James, a quien se acerca realmente es a él, y es en ese acercamiento donde ambos encuentran revelaciones sagradas acerca de algo que parece ser su destino. Ese viaje, sin embargo, termina tropezándose con una muerte en la que ambos se ven involucrados y que cambia la dirección de las rieles. En la segunda temporada, que los sorprende separados pero no necesariamente distantes el uno del otro, aparece la sombra de esa muerte buscando ajusticiarlos mientras ellos mismos se están reencontrando en circunstancias demasiado particulares y extrañas. Y al final, él le pregunta, ¿me amas?Y ella tarda en responder. Y por un lado estamos en los graderíos, gritando para que vuelvan a estar juntos o estén juntos de una buena vez; y por otro lado estamos acostados en el piso, en posición fetal, chupándonos el dedo y temblando porque si algo puede acabar con James y Alyssa son precisamente James y Alyssa. Quizás el futuro de la serie esté en mostrar su convivencia, su rutina, su vida juntos, y la ficción se transforme en el tipo de no-ficción que nos asusta de lo tan verdadera y cercana que resulta. Quizás.    

No todo lo que hacemos, se sabe, tiene sentido: es más, probablemente la mayoría de las cosas que hacemos carezcan de un sentido que no sea otro que el inmediato y utilitario, es decir, aquello que nos ayuda a superar el día a día o a pensar que (de nuevo, otra vez) estamos haciendo lo correcto en el momento adecuado. Pero yo encuentro sentido en lo que hacen James y Alyssa porque, siendo raros y extraños y freaks y desenchufados, hacen que cada segundo de sus vidas parezca una obra de arte: porque miran lo que les pasa, lo que les está pasando, y reflexionan en off y descubren que después de todo las cosas tienen sentido; porque ambos están corriendo juntos aunque a veces vayan en direcciones contrarias y se choquen y revienten la otra contra el uno; porque sin que importen los simples pero fascinantes giros que van apareciendo en su historia ellos deciden seguir adelante como si la cobardía o la vergüenza o el temor no fueran opciones (ojalá nunca lo fueran); porque los veo sentados a la mesa de una cafetería en medio del bosque, comiendo hamburguesas, ambos masticando en silencio, a punto de volver a subirse a un carro robado y seguir camino, y de pronto se miran y uno sabe, lo sabemos, que se están queriendo y tal vez incluso amando.

(Mundo Diners)