La primera idea que tuve sobre el arte, cuando era niño,
fue que el artista traía al mundo algo que no existía antes,
y que lo hacía sin destruir nada a cambio.
– John Updike –
Intro
Este post iba a llamarse Día 21 (mi música nacional). Y no, no iba a ser una lista de mis bandas ecuatorianas favoritas ni una playlist-latitud-0 para The End of the F***ing World ni una carta abierta a mi tocayo, el ministro (aunque bueno, casi) Iba a ser una larga columna de opinión (O) a partir de las reacciones (léase insultos, puteadas, memes) que han recibido los músicos de la escena independiente durante las últimas semanas en redes sociales. Mientras todos consumen, más que nunca, arte (nacional o internacional, da lo mismo) y se consuelan y se acurrucan y se arropan bajo su manto o por lo menos logran, por unos minutos, pensar en otra cosa (porque, insisto, el arte te prepara para la vida y, añado, el arte te protege de la vida y, sumo, el arte te maquilla para la muerte), la mayoría de músicos ecuatorianos, sobre todo los independientes, son tratados como ciudadanos de cuarta categoría: descartables, desechables, no-reciclables.
Nadie, o muy pocos, piensa en detalles tan simples como éste: el Ministerio del Trabajo obliga a pagar sueldos completos a los empleados mientras dure el estado de excepción (suerte y bendiciones y oraciones para las empresas medianas y pequeñas que no están produciendo un real) y gracias, son ustedes muy nobles, pero, una pregunta, ¿y la gente que no tiene sueldo fijo y no está afiliada al seguro y, como los músicos, vive de sus proyectos personales? Y, otra pregunta, ¿han pensado, no sé, en crear un Ministero del Freelanceo? Sería un hit que replicarían inmediatamente en Suiza y ustedes podrían grabar un publirreportaje o al menos una cadena nacional (porque todos andamos cortos de presupuesto, ¿no?, digo, con eso de que el IESS tiene que comprar cada par de guantes a fucking $12) donde una voz en off honda y profunda y bien pagada diga algo como esto: El Ministerio del Freelanceo nació perfecto, como la rueda, tanto así, que los países más avanzados y desarrollados de Europa están adoptando, gozosos y eternamente agradecidos, el ejemplo Ecuatoriano. #digonomas. (Ahora bien, si lo hacen, tocayo, creo que me he ganado honradamente esas dos gambas, ¿no?)
Volviendo al tema de los que se ganan la vida componiendo, arreglando, produciendo, grabando, mezclando, masterizando, escribiendo, tocando y cantando temas, pues ellos están en esas: sin trabajo y sin sueldo. Y yo, que como ustedes me he quejado amargamente porque me han querido cobrar cinco dólares por un concierto de un artista que paga, mínimo, diez dólares por una hora en un cuarto de ensayo; y que, también como ustedes, me he quejado amargamente porque el respetable no ha querido pagar cinco dólares para verme tocar después de haber pagado yo, mínimo, cien dólares solamente en horas de ensayo, quería escribir sobre esos seres despreciables. Pero creo que es mejor, mucho mejor, que lo haga una verdadera profesional.
A mediados de febrero, la revista Mundo Diners me encargó entrevistar a la cantante ecuatoriana Mariela Condo. Semanas después, tenía más de 20 páginas de material y fui, desesperado y al borde de las lágrimas, a pedirle ayuda a mi editor: a quien sólo me referiré como Obi-Wan Kenobi. Él, con su infinita sabiduría, me ayudó a montar una entrevista que se adaptara a los parámetros de la revista, pero, una vez terminada la cirugía, me dijo, No puedes perder este material, y me aminó/exigió/obligó a trabajar en una versión más larga para este blog. Y eso es lo que van a leer a continuación.
Y sólo una cosa más, porque últimamente ando muy lengua larga y ya me han amenazado con cortármela con un sacapuntas. Mientras leen, tengan en cuenta todo lo que últimamente se ha dicho sobre los músicos independientes del Ecuador, pero también lo que se ha dicho sobre la naturaleza, la xenofobia, el racismo (otra vez: que se regresen al páramo), el encierro, la falta de inversión estatal en educación y salud, los empleados públicos, la familia (¡hola Doctora!), USA (10 millones de desempleados y contando), Europa (primer continente con un país entero en cuarentena) y eso que solíamos llamar mundo.
*
La voz es un instrumento de carne
(The Writer’s Cut)
Todo esto es muy retro. Retro-futurista. Mariela Condo no tiene teléfono, es decir, tiene un iPhone, tiene Internet, pero no tiene chip. Yo tengo un Nokia, que no es inteligente pero sí muy leal y aparentemente indestructible: me sobrevivirá, de eso estoy seguro. Nos comunicamos por Facebook, pactamos la cita, pero cuando ella me dice te mando la ubicación le recuerdo la raza de mi dispositivo (Mariela, ¿te reíste?) y entonces me cruza una lista de instrucciones muy detalladas, una especie de mapa en prosa que yo transcribo en mi Moleskine a lo Indiana Jones. Muy retro.
He pasado ya varios días escuchando su música, el filo de su voz cortopunzante, y viendo/leyendo varias entrevistas y reseñas sobre Al Viento (Vol. 1), su nuevo disco, el primero de una trilogía. Increíble lo bien que la tratan, sobre todo la prensa millenial. Alguien escribió, supongo que conmovido por las canciones, esto: Entonces, descubrimos por primera vez esa misma flor que creíamos haber descubierto hacía tanto tiempo. ¿Es parte de la corrección política?, ¿es obligación? También le preguntan por sus conciertos en Noruega y en Alemania, en Buenos Aires y en México. Y a ratos me parece que la quieren vender como a una artesanía en la tienda de souvenirs de un aeropuerto.
Mientras el taxi avanza por la Avenida Oriental pienso que quizás es un poco misántropa y por eso vive donde vive, a un costado de la autopista, en lo más alto del barrio Asedim, donde se acaban los adoquines y empieza la montaña. Misántropa y excéntrica, como los grandes. Pero ella no es tan grande: físicamente, quiero decir. Lleva un vestido rojo y ligero que la cubre casi por completo, el pelo recogido en un moño sobre la cabeza, y cuando la abrazo siento que estoy abrazando a una niña y me pregunto dónde le cabe a esta mujer toda esa voz, todo ese feeling.
Para llegar a su casa, que parece hecha de legos, hay que subir por unos escalones que son llantas de camión empotradas en la tierra, y luego por una escalera de madera tan inclinada que uno siente estarse trepando del mar a un barco. Cuidado a la bajada, me dice, Despacito, de ladito Y antes de entrar me dice otras dos cosas. 1) Odia la exotización. En Francia la entrevistó un periodista español que flipó con su look indígena y, vi la entrevista, parecía estar esperando que ella se pusiera a bailar para que empezara a llover ahí, dentro de la cabina. 2) Amó el discurso de Joaquin Phoenix en los Oscars, sobre todo eso de, Los seres humanos somos tan creativos que cuando usamos el amor y la compasión como nuestros principios guía, podemos crear sistemas de cambio que sean beneficiosos para todos y para el ambiente.
La casa de lego funciona así: si das un paso a la derecha, estás en la cocina; si das un paso a la izquierda, estás en la biblioteca; y si das dos pasos al frente estás en el comedor. Arriba, en el ático, se juntan el dormitorio, su estudio y el ensayadero: una cama, una mesa donde ya no cabe nada más, repisas sobrepobladas de discos. Pero no me siento atrapado. Desde la ventana, junto a la mesa en la que hay una Pilsener de litro que miro con lujuria (hoy sólo tomaré agua), se ve el sur de Quito como un patio iluminado. Nos sentamos frente a frente y tengo la impresión de estar con una persona distinta a la que he visto en YouTube, más inmediata, más cercana, más tranqui.
Sé que nació en Cacha, una comunidad indígena en la provincia del Chimborazo, en marzo de 1983, que hasta los cinco años hablaba sólo quichua, y que acaba de cumplir los 37. Sé que ha grabado cuatro discos y que el último lo hizo en colaboración con su actual pareja, que ahora está de viaje pero volverá dentro de pocos días. Y sé lo que he anotado a partir de sus entrevistas, pero todo eso podría ser mentira. O sea que no sé nada y esa es la mejor manera de comenzar una conversación.
Cacha, supongo, era una comunidad dedicada a la agricultura.
Sí, de campesinos-indígenas dedicados a sobrevivir de la tierra. Y, como casi todas las poblaciones indígenas del Ecuador, sobre todo del Chimborazo, siempre estuvieron expuestos a discriminación. Yo soy testigo de como a la gente, a mis abuelos, les costaba mucho bajar a la ciudad [Riobamba] y no poder evitar cierto tipo de miradas.
¿Lo percibías desde la infancia?
Claro, eso estaba ahí, presente. Con el tiempo, me di cuenta de que cualquiera puede ser discriminado, no es una cuestión de ser indígena o no, mira lo que pasa ahora con los venezolanos. Pero recuerdo claramente cómo las poblaciones indígenas vivían en una situación de vulnerabilidad. En esos lugares ni antes ni ahora ni nunca funcionará eso de, “Trabaja y sacarás adelante al país”, mis abuelos trabajaban mucho, mucho, mucho, pero el sistema de este país está diseñado para que no salgas del círculo de la pobreza. Por más que hagas y te dediques y siembres todos los días de sol a sol, hay una barrera que muy difícilmente vas a poder saltar para que tus hijos puedan tener nuevas posibilidades.
¿De qué está hecha esa barrera?
Falta de acceso a derechos básicos como salud y educación. Aquí todavía tenemos niños vendiendo caramelos en la calle. Eso a mí, no sé, me parte.
Háblame de tus abuelos, ¿qué recuerdas de ellos?
Mi abuela se la pasaba peleándose con los animales, siempre, gritándoles porque se le comían las plantas (risas). Mi abuelo, en cambio, era muy sensible al tema de la vida y la muerte, sobre todo con sus animales. Recuerdo que cada vez que un animalito se moría él se le ponía al lado y le decía algo al oído, algo que no sé qué era, algo muy íntimo. Como que le pedía permiso y luego procedía a hacer lo que tenía que hacer: comer su carne, aprovechar lo que pudiera, la lana, la piel. Si mi abuelo [Manuel Pisco Asqui] tenía que matar a un animalito para poder comer, le pedía permiso y perdón, le hablaba en quichua, y tenía una técnica súper específica para que el animal no sufra. Una vez encontró a un burrito echado en el piso, agonizando, el animalito estaba llorando, y mi abuelo se acostó a llorar con él.
¿Luego vendía lo que podía?
Bajaba a la ciudad con lo que tenía del animalito muerto, y un montón de hierbitas. Una vez lo acompañé, fuimos en una camioneta, y vendió todo en tres minutos. Bajaba a la ciudad para eso y para comprar cosas que no había en el campo: aceite, azúcar, arroz, jabón. El resto, los granos, la misma tierra te los da.
¿En esas “bajadas” sentías discriminación?
Había tensión, miradas, pero no me gusta hablar mucho de eso porque empiezo a mirarme y a mirarnos como “Los pobrecitos”. No me gusta la victimización, eso de, “Pobrecitos los indígenas, les ha pasado tanto”. La cosa no va por ahí.
¿Cuánto tiempo viviste en la comunidad?
Hasta los cinco años. Supongo que fue mi mamá [Sami Pilco] la que tomó la decisión de mudar la familia a Riobamba, capaz dijo, “Aquí no vamos a ningún lado”, pero ya para empezar la escuela nos fuimos todos a la ciudad. Bajamos a buscar vida. Y justo en esa época mis padres se separaron.
¿Seguiste teniendo relación con tu padre?
Mi papá [Pedro Condo] es comerciante, siempre iba y venía, tenía negocios en Guayaquil, entonces pasaba un rato en la comunidad y otro rato en Guayaquil. Y bueno, los pleitos de los adultos… uno nunca sabe. Hubo un largo tiempo donde no supimos mucho de él, y no fue hasta que mis hermanos y yo fuimos adultos que cada uno decidió cómo entablar contacto con él. Ahora vive en Guayaquil y es todo un guayaco, hasta habla quichua guayacamente (risas).
En una entrevista dijiste que el canto siempre estuvo presente en la comunidad.
¿Ves?, ahí está otra vez lo de la exotización. El canto no es un elemento que le pertenece sólo a los indígenas, es un elemento de la humanidad. En México, Iraida Noriega, una maestra de canto, una maga, me hablaba de lo mismo. El canto ha acompañado siempre, siempre, la historia de la humanidad. Ha acompañado a los pueblos y a la gente a caminar y hacer su historia. Ella decía algo lindo: desde el primer momento en que el ser humano sintió la necesidad de cantarle a las montañas, al maíz; para que llueva, para que haya una mejor cosecha, desde ese momento el canto está con nosotros. Hasta ahora, cuando mi mamá viene a visitarme y me dice, “Mijita, no has hecho nada”, se pone a lavar los platos y siempre está tarareando. Ese tarareo lo hacen todos en la comunidad. Tu entras y alguien por allá en las montañas está silbando, es un acto de relación con uno mismo.
¿Qué tararea tu madre?
¡Qué también será! Pero, ¿qué es el tarareo? Si me pongo a cocinar y estoy completamente sola y tarareo, ¿qué es eso?, es el acto más íntimo, y de compañía, que puede haber con uno mismo.
Como en los orígenes del blues: los esclavos negros y los campos de algodón.
Ahí, además, había un acto de resistencia. Quizá en la ciudad nos olvidamos de eso, porque el ajetreo de una ciudad no es lo mismo, hay más prisa.
Sí, pero fíjate en la cantidad de gente que va en el bus, o caminando por la calle, y escuchando Spotify con los audífonos conectados al celular. ¿No es esa otra forma de buscar compañía?
Completamente. Y, por otro lado, el silencio se vuelve cada vez más difícil de conseguir, es un lujo cada vez más complicado de tener.
¿Cantas desde niña?
Desde siempre. Cuando tenía trece o catorce años aprendí mis primeras canciones en quichua, Kikilla y Manila, que resultaron ser canciones de mis abuelos. Mi mamá las estaba guardando para mí porque ya veía que me iba a quedar cantando mucho tiempo, decía, “Estas canciones yo le voy a enseñar a mi hija cuando ya esté más grande”.
¿Canciones compuestas por tus abuelos?
Bueno, ellos no conciben el acto de componer como nosotros aquí en la ciudad, sentarse a escribir letra y partitura, tienen otra lógica. Kikilla es una canción de arrullo de funeral, que hizo mi abuelo para desahogar el dolor por la muerte de uno de sus hijos, muy chiquito, tenía un año.
¿Qué le pasó?
Murió ahogado en un pocito de agua que mis abuelos tenían para abastecerse. Estaba jugando con una pelota y se le fue al pozo, intentó recogerla y ahí se fue. Esa canción le sirvió mucho a mi abuelo para depurar esa nueva ausencia, ese dolor. Y la canción no evoca la muerte, le dice al niño que siga durmiendo, que él tiene que trabajar, que cortar hierba para los animales, que por favor descanse, que no llore.
¿Y Manila?
Manila quiere decir Manuela, el nombre de mi abuela, porque en quichua no existen ni la e ni la o. Esa canción marcó mucho mi rol como cantante. Mis abuelos la sufrían por igual, no había represión de género, no había subyugación del uno al otro: él iba a trabajar la tierra y ella a cosechar por ahí. Pero hay cosas que la mujer vive y el hombre no, como la maternidad o la menstruación. Mi abuela, en su rol de mujer, de indígena vulnerable, y a raíz de su impotencia, de no poder cambiar su realidad, de sentir dolor y tristeza, cada vez que ya no podía más o llegaba de un carnaval en el que había tomado chicha, llegaba bailando, con un espíritu en el cuerpo. Y siempre se sentaba en un mismo rincón de la casa de campo y cantaba, para sí misma, esta canción que ella misma había inventado. Manuela / ¿qué te pasa, Manuela? / te falta la tierra, Manuela, te falta el grano / el marido te habla / los hijos te hablan. Tiene al mundo en contra, pero eso cambia en la segunda parte. Levántate, Manuela / párate duro, Manuela / y sigue caminando. ¡Y todo eso cantando! Para eso sirve cantar.
Entiendo que tu madre también fue cantante profesional.
Tenía sus presentaciones, sus conciertos, y ganaba todos los concursos, les hacía pedazos a todos. (risas) Yo le veía ensayar con su guitarra, se ponía en el espejo a ensayar la vocalización, pero dejó de cantar cuando yo cumplí diez años. Estudió periodismo, estudió cine y televisión en Noruega [en el año 2000, uno de sus reportajes ganó el primer premio en un festival en Paris] esa es su lucha ahora.
¿Cuál era su repertorio?
Iba por el lado de la música tradicional ecuatoriana y latinoamericana. No hacía rock and roll (risas). Escuchaba mucho Violeta Parra, Víctor Jara, Mercedes Sosa. Hace unos cuatro años me contó cómo se había enterado de la muerte de Víctor Jara [16/09/73], los medios describían cómo le habían cortado los dedos, uno por uno, y se puso a llorar. Pero cantar no era su trabajo, trabajaba en el Ministerio de Educación, en el sector público, casi sin vida, porque tenía que afrontar nuestras cosas sola y el sueldo apenas le alcanzaba. A veces se habrá quedado sin comer, la pobre.
¿Pasaba mucho tiempo fuera de casa?
Sí, y lo sentíamos mucho los fines de semana, porque se inventaba cualquier cosa para salir y trabajar en lo que sea, la man sí se sacó el aire.
¿Tus hermanos y tú pasaban mucho tiempo solos o había alguien a cargo?
No, ¿con qué? (risas) Mi mamá era muy severa, implacable, estricta, porque estaba sola y tenía que acarrear a los hijos o nos le trepábamos encima. Cuando me quedaba con mis hermanos menores asumía ese rol, “Ya, hay que lavar; hay que ordenar; hay que limpiar; hay que hacer los deberes”.
¿Te hacían caso?
A veces (risas).
¿Heredaste el carácter disciplinado de tu mamá?
Para nada. Soy bastante caótica. Me cuesta tener horarios, no puedo. Mi equilibrio es mi compañero, él en cambio es súper disciplinado. A las cinco de la mañana ya está de pie, trabajando, haciendo, pensando, escuchando, lo que sea. Yo me levanto temprano, pero a las siete de la mañana. Eso está bien para mí, no a las cinco, por favorrr (risas).
¿Pero empezaste a cantar, digamos, profesionalmente, en Riobamba?
En Riobamba cantaba sola, me presentaba en mi escuelita o con cualquier pretexto que fuera bueno para cantar. El canto siempre era un juego para mí. Jugaba siempre frente al espejo a que era la cantante y a que tenía el micrófono y eso. Tal vez me disfrazaba, no lo recuerdo. ¿Qué también sabría cantar? Quizás sólo tarareaba (risas) Pero cuando todavía vivía en Riobamba, a los catorce años, un profesor de música hizo los trámites para que me fuera a dar un concierto en Ayacucho, Perú, fue la primera vez que subí a un avión. Tenía miedo, ansiedad, no sabes a qué te vas a enfrentar, si vas a querer lanzarte, si vas a querer gritar, decir que por favor te dejen bajar.
¿Estudiaste música en Riobamba?
Sólo un año, en el colegio Vicente Anda Aguirre, que era este colegio donde estudiabas música y adicionalmente las materias normales. Fue un año maravilloso, mi mejor etapa académica, disfrutaba tanto de las clases [hace una pausa] de música. Me despertaba con ganas de ir a clases, fue la única vez que me pasó en la vida. Yo odiaba las vacaciones, quería seguir en el colegio. El solfeo me gustaba mucho, porque sacaba buenas notas (risas). Pero a mis pobres compañeros les iba tan mal, les costaba muchísimo cantar. Y ahora lo entiendo, solfear es prácticamente cantar, y cuando no estás habituado a cantar, o tienes muchos miedos aquí [se señala el pecho] es difícil agarrar una partitura y que el profesor te diga, “A ver, canta”. La voz es un instrumento que está dentro del cuerpo, está hecho con tu propia carne, y por supuesto se rige a tu estado de ánimo, a tus emociones.
¿Cuáles son esos miedos?
La cuestión con los cantantes es que utilizan su instrumento para transmitir cualquier emoción que en ese momento sientan la necesidad de destilar. Cuando estudias canto te haces de herramientas para aprender a manejar tu voz y que no te pase justamente lo que pasa en la adolescencia, que te toca dar una lección de solfeo y no puedes y no lo logras; y llega la hora de un concierto y tienes que responder, te toca, si no, ¿para qué estás haciendo esto? Es un trabajo, pero lo sentimos como una oportunidad que hay que aprovechar, la oportunidad de por fin cantar y crear esa complicidad y ese lazo con la gente que te está escuchando y practicar, a través de ese canto, que es al mismo tiempo tu profesión y tantas otras cosas, el ejercicio de poder desenredar tu propio enredo humano.
¿Alguna vez no lo pudiste desenredar?
Nunca quedas totalmente satisfecha, diciendo, “Ahora sí lo saqué absolutamente todo”. No creo que eso exista y, si existe, aún no lo he probado. Pero, a ver… por más hecha pedazos que esté voy y canto porque es lo que hay que hacer, lo que necesito hacer. Peor si estoy mal, con el corazón roto, con más razón voy a cantar.
¿Cómo es Riobamba? ¿Cómo la recuerdas?
El recuerdo que tengo es el de una ciudad fría y gris. No me gusta. No podría vivir ahí. En mi comunidad sí, porque es campo. Ahora hay una tendencia tan fuerte de volver al campo, ya se volvió de moda. “Sí, los del campo estaban bien, tenían razón, vamos a sembrar” [dice irónica, como burlándose de los new age] Aquí, donde vivo ahora, es un poco ciudad y un poco campo, entonces al mismo tiempo estoy en la ciudad y al mismo tiempo me aíslo, es un poco mi equilibrio.
Copiado. ¿Cuándo llegaste a Quito?
Vivo en Quito desde que tengo catorce años. Llegamos a Guamaní, de ahí pasamos a El Dorado y terminamos en esta zona del Itchimbía. Supongo que mi mamá nos trajo para ver si yo podía entrar al Conservatorio Nacional de Música. Tenía que dar las pruebas de ingreso y estaba nerviosa, dije, “Dios, si no paso, ¿qué voy a hacer?”, tenía todos los traumas de la vida reunidos en ese instante. Antes de venir, en Riobamba, mi mamá contrató a un profesor de canto para que me preparara para la prueba: tenía un cuaderno de treinta páginas con todos los ejercicios que te podían tomar, solfeo, melodía, rítmica.
¿Ya te habían dicho que eras soprano?
No, eso fue después, cuando pasé del piano al canto, porque quería estudiar piano para que cuando empezara a cantar tuviera con qué acompañarme, esa era la lógica. Cuando empecé con el piano todo se aprendía de memoria y cuando lo dejé no lograba acordarme de nada porque claro, era un pésimo método de enseñanza, el Conservatorio adolecía de tantas cosas, el método era espantoso, atroz. Y eso que entré por accidente, verás.
Muchas cosas buenas suceden por accidente, ¿cuál fue el tuyo?
Me tocó la prueba en un aula, solita. Había un tipo que anotaba las calificaciones y otro que tomaba la prueba. Primero me hicieron la prueba de solfeo y creo que me fue más o menos bien. Termina esa prueba y el tipo me dice, “Cántame un La”. Y yo, “¿Un La? [suspiro de terror] ¿De dónde me saco un La?” Y con el impulso del miedo canté, Laaa [su voz suena entonada, pero qué se yo] Y él toca una tecla en el piano, me queda mirando y dice, “Wow, tienes oído absoluto. Aprobada” Y yo no tenía idea de lo que acababa de hacer.
¿Tienes oído absoluto? ¿Cómo Charly García?
¡Qué oído absoluto ni qué nada! (carcajadas) El oído absoluto no sirve de mucho, la verdad, no para ser buen músico. Si te vas a hacer jazzero, por ejemplo, el oído absoluto no te va a servir cuando te toque improvisar: para alguien que tiene oído absoluto, si en la partitura está escrito un Re, tienes que cantar un Re, es inamovible. La afinación impecable y perfecta no te hace el mejor cantante del mundo. Puedes ser súper afinado, pero tal vez no llegas a nadie, no le dices nada con tu voz: el oído absoluto no te hace mejor cantante ni mejor nada. Cuando logras conectar, transmitir y rozar almas, eres un artista.
Suena esperanzador para alguien que no tiene oído absoluto y quiere hacer música.
¡Imagínate la cantidad de gente que no haría música porque no tiene oído absoluto! ¡Es una ridiculez! Cuando doy talleres de canto, lo primero que hago es trabajar la introspección a través de las canciones que me traen. “¿Dónde conociste la canción?, ¿porqué decidiste cantar esta canción y no otra?” Tiene que haber un argumento emocional. Si esa canción te transgrede y te roza, ten por seguro que la persona que la escuche también se sentirá tocada. Es como la risa. Si comienzo a reír, a reírme de verdad, el que me está viendo también se va a reír [comienza a reírse de verdad y yo también rio] ¿Ves? Si me emociono al cantar, el resto se va a emocionar, pero si no me emociono… engañar es muy difícil.
¿Cuánto tiempo estuviste en el Conservatorio Nacional?
Tres años, hasta los diecisiete. Pero al primer año abandoné el piano y me cambié al canto. Busqué a una profesora que me habían recomendado, le rogué que me aceptara, pero no quiso, me dijo, “Tú estás muy joven, para estudiar canto tienes que tener diecisiete años”, y yo tenía dieciséis. Se llamaba Cecilia Tapia, lojana estudiada en Rusia, o sea, de la escuela pura y dura. Esperé dos o tres meses, falsifiqué mi partida de nacimiento y le dije, “Ya tengo diecisiete” (risas) Y ella ha de haber pensado “pobre niña”, porque me dijo, “Bueno, te voy a creer”, y me aceptó. En ese momento comienzo a reconstruirme a partir de lo que es el canto.
¿Y qué pasaba fuera del Conservatorio?
Estudiaba la secundaria en la noche, en el colegio Intiyán, de siete a diez. El conservatorio empezaba tipo nueve/diez de la mañana, así que aprovechaba las horas huecas para hacer los deberes. Me gradué de contadora [niega con la cabeza y se ríe] La otra opción era Sociales, pero me daba miedo que me obligaran a leer rápido, y mucho. Yo decía, “Quiero leer, pero no así, con esa presión, quiero disfrutarlo”.
O sea, te gusta leer por placer.
¡Claro!, la lectura tiene que ser un placer. Mi compañero sí que es un investigador: melómano extremo, obsesivo, delirante. Yo no tengo nada que diga tengo que hacer, tengo que abrir, tengo que tocar (risas).
Tú pasas chévere.
Yo paso chévere, tranqui. (reímos)
Me imagino que con esa profesora [Cecilia Tapia], el Conservatorio dejó de ser un martirio.
Con ella aprendí a enfrentarme con mi propia voz. Cada mes había un recital y esos recitales eran, qué bestia, horribles, tienes que enfrentarte a un público, pararte y cantar; unir técnica, postura, letra. Y a esa edad filosófica, en la que ya no todo es un juego, tienes que aprender a transmitir, a soltar. Y cometes un montón de errores y eso está bien porque así te descubres. Cantaba en italiano o en latín, repertorios de canto clásico o lírico y entonces había que traducir esas letras raras para entender lo que estabas diciendo y poder transmitirlo. Pero yo me olvidaba de las letras y mi profesora me decía, “Si tú quieres ser cantante tienes que ser una sin vergüenza completa. Si te olvidas de la letra, invéntate la letra, invéntate un idioma, pero sigue, no dejes de cantar”.
¿Qué música escuchabas en esa época?
Tuve la suerte de juntarme con amigos, del mismo conservatorio, que me triplicaban la edad y traían música de otro lado y cuando llegaba el disco era el momento de juntarse a escucharlo y decir, “Wow, qué loco”. Hay un disco que marcó mi vida, Homenaje a Vinicius, de Tom Jobin, tiene un formato tan hermoso: piano, cuerdas, flautas, voces, arreglos increíbles. Lo escuchabas y sabías que algo estaba ocurriendo allí, ese disco me ha acompañado toda la vida, hasta ahora. Tuve otra etapa delirante con la música de Piazzolla, no sabía quién era, pero su música fue un imán que me atrapó. También hubo una época en que Pink Floyd y yo éramos uno solo, ese disco del prisma, ¿cómo se llama? [The Dark Side of the Moon] Después, no sé, Euforia, de Fito Páez [tararea una canción que no reconozco]. Y mucho Sui Generis.
¿Nunca tuviste una época popera? ¿Una época Alejandro Sanz o Enrique Iglesias?
¡No! ¿Cómo se te ocurre? Mis amigos, como te dije, eran mayores, porque había gente de edad que todavía no lograba graduarse de ese Conservatorio maldito.
Y tú, ¿te graduaste?
Me salí, me cansé. Dije, “Yo no tengo por qué seguir en esto tan desordenado” Las mayas curriculares cambiaban cada año y el tiempo para graduarse aumentaba. Me aburrí. Ya me había graduado del colegio, tenía dieciocho, o casi, decidí tomar las riendas de mi vida y dije [ceremoniosa] “Voy a dedicarme a vivir de la música” (carcajadas) Tuve dos años [ni tan] sabáticos en los que formé parte de un ensamble, un quinteto de voces con el que empezamos a montar repertorios, a salir de viaje, a buscar maneras de sobrevivir de ese trabajo. Fue una etapa bonita, recorrimos un montón de lugares, dando conciertos aquí y allá. Fuimos a Cúcuta, a Santiago de Cuba, éramos soñadores.
¿Por qué sólo dos años?
Mi mamá se enteró de que había una carrera de música en la Universidad San Francisco, y me dijo, “No tienes pretexto, te tienes que ir a estudiar ya”. Ahí se acabó el sueño idílico con los muchachos. Y estudié en la USFQ con dos becas, si no, ¿pagando completo?, olvídalo. Me gradué y dije, “Ahora sí, no quiero saber más de la academia.” Y no supe más (risas).
Tengo amigos, varios, que estudiaron música en la USFQ y (valga el quiteñismo) son unos musicazos, pero todavía se quejan de que lo único que les enseñaban en ese lugar era jazz.
Creo que todos renegamos de eso. Yo pataleé mucho porque entré con la ilusión de hacer la carrera de música en una universidad, y era mucho más organizada que el Conservatorio. Pero me empezaron a gustar más las materias de colegio general [filosofía, arte, literatura] y con las de música estaba así como, “Nooo, no quiero estudiar jazz” Igual me quedé con música hermosa, Chet Baker, Ella Fitzgerald, Billie Hollyday. Pero la ortodoxia, eso de que sólo hay que estudiar jazz porque es lo único que vale me parecía bastante extraño. Y me salió el lado, “A ver, ¿cómo que lo nuestro no vale?, ¡¿por qué no puedo hacer yo mi música ecuatoriana?! ¿Toda esta diversidad que hay aquí al tacho de la basura? No pues”.
¿Confrontabas a los profesores?
A las de canto les decía, “Yo no voy a hacer un recital hecha la jazzera. No puedo, no-puedo.” Era como estar otra vez en el Conservatorio, tenía que armar un personaje, y me perdí, no sabía cómo asimilarlo. Nuestra manera de revelarnos fue hacer nuestros propios proyectos de música ecuatoriana, y de ahí sale mi primer disco, hecho con canciones en quichua.
Pero ya habías olvidado el quichua, ¿no?
A ver, puedo cantar una canción en quichua, lo entiendo, lo que no puedo es entablar una conversación, pero el idioma no es ajeno a mí. Seguramente entenderé un poco más que vos. (carcajada).
¿Lo grabaste antes de graduarte?
Antes de graduarme tuve que irme a Estados Unidos a estudiar inglés para cumplir con los requerimientos de la universidad. Y escogí Boston porque en ese entonces estaba casada con un músico ecuatoriano que vivía allá, o sea, iba y venía. Estudié casi ocho meses en una escuela llena de asiáticos y ahí sí tienes que ponerte duro con el oído porque si no…
¿Tocaste allá? ¿Pensaste en quedarte?
Toqué música ecuatoriana con Álex Alvear, que ya vivía allá y tenía toda su movida. Él me jalaba, me decía, “Marielita, tienes que venir a cantar”, y yo le decía, “No puedo, tengo que estudiar”, pero me jalaba y fue lindo porque me hice mis dolaritos (sonríe). También trabajé ayudando a los compañeros que iban atrasados en la escuela, y en una tienda de artesanías. Pero ese es el asunto, en Estados Unidos manda la dictadura del dinero, eso de trabajar, trabajar, trabajar. ¿Y para qué trabajas?, para pagar la renta, que encima está por las nubes. ¿Dónde está el tiempo, dónde está la vida? Es horrible, un ambiente hostil, yo no podría quedarme ahí ni loca.
Volvamos al primer disco, Shuk Shimi, Waranka Shimi (Una voz, mil voces), del 2008
Lo armé con un repertorio de canciones en quichua que ya había tocado en vivo. Me alié con [el pianista quiteño] Daniel Mancero, él hizo los arreglos musicales y grabamos en La Increíble Sociedad cuando todavía funcionaba en el sótano de una casa en Miravalle [ahora es uno de los estudios más cotizados y mejor equipados del país]. Voz, piano, bajo y batería… típico formato de jazz (carcajada).
¿Pudiste girar con ese disco?
Ni con ese ni con los siguientes. El único disco con el que he podido girar y giraré, por el momento, es este, Al viento.
¿Qué pasó?
Esos discos estuvieron acompañados de muy malas estrategias. No teníamos un plan, tipo, ok, tenemos el disco, ¿qué hacemos con el disco?; hacemos la gira, ¿qué hay que hacer para hacer la gira?; ¿qué necesito?, ¿un mánager?, ¿un productor?, ¿cómo se llama la persona que hace eso?, ¿dónde hay? Porque aquí, digamos, no hay una promoción de graduados en music business.
Pero cada vez son más las bandas ecuatorianas que tocan en festivales internacionales. La Máquina Camaleón tocó en el Lollapalooza de Argentina en el 2017; Da Pawn tocó en el Estéreo Picnic de Colombia el año pasado. Dos de los festivales más tucos de la región. Y ni hablar de Mateo Kingman y Nicola Cruz.
Son movimientos musicales que manejan quizás un método más comercial, ¿será? Hay disqueras o productoras que tienen todos esos contactos con festivales, pero al mismo tiempo se convierten en un monopolio. Hablas del Lollapalooza, pero mi música no va en esa corriente. Lo mío, si queremos ponerle etiquetas, que a mí me cuesta tanto, va por el lado de la canción tradicional, folklore (como le dicen en Argentina, igual odio esa palabra porque es una exotización innecesaria, pero bueno, es lo que hay). Yo no espero nada de los festivales, ni siquiera se me pasa por aquí [se señala la frente] aplicar a un festival. Si me llaman, bien. Pero ir a pedir que por favor me dejen tocar… Los festivales, se me hace, se dan porque te invitan y si no, pues no (risa incómoda).
¿Ahora trabajas con un mánager?
No. Todos son un fraude, un fracaso. Hace tres años tomé las riendas de mi carrera y hago un trabajo de autogestión que es súper duro pero es una opción. El año pasado giré a mi manera, hice las llamadas, mandé los mails, conseguí los lugares y los contratos haciendo redes. La primera vez que estuve en Argentina, en el 2015, fui en plan mochilera, con un guitarrista y una amiga que nos ayudó con los contactos; igual hay que delegar, armar un equipito. En Buenos Aires estuvimos en Café Vinilo, que es un lugar emblemático; en Rosario tocamos en Distrito 7, otro lugar emblemático, y en el resto de ciudades en lugares chiquititos. Trabajé a pérdida, pero dije, “Sí se puede”.
¿Han cambiado las cosas desde entonces?
Volví a Argentina en el 2017. Me contactó Julieta Erdozain, que hace prensa y gestión cultural allá y vive sólo de eso, así que lo hace bien. Me escribió y me dijo, “Mariela, te he escuchado cantar, quiero armarte una gira por acá”. Hay un montón de gente que está en esa onda. O sea, armas tu propia red. Puedes hacer lo mismo, no sé, en Cuenca. Y generas trabajo. Los promotores se quedan con un porcentaje, los músicos cobran sus honorarios, y cubres los gastos con la taquilla y con la venta de discos (bueno, ahora ya no se venden discos). Vas agarrando el hilo y sabes que no puedes jugar con esas cosas porque te puedes quedar tan endeudado y tan mal, que no vale la pena: yo no hago esto para sufrir. Para un concierto, aquí, en un medio tan pequeño, igual tienes que anticiparte harto: deberías tener reservado el local, hecho el diseño y el plan de medios por lo menos tres meses antes del show. Sin contar con lo que hay que hacer antes de poder tocar en vivo.
¿Cómo altera eso tu vida personal? La economía del hogar, digamos.
He aprendido a malabarear. Desde el año pasado la situación mejoró un poco porque tengo este nuevo formato [guitarra y contrabajo] que es más llevadero, más portátil; tenemos un disco y una gira a puertas. Autogestionar es tan difícil porque te topas con la burocracia, o no hay lugares, o los lugares son restaurantes y eso ya no me gusta. Está bien que te puedas comer una carne mientras escuchas un concierto, pero no me gusta. Toqué tantas veces en esos lugares que llegué a un punto en el que me peleaba con el público, exigía silencio; o me peleaba con la cocina, decía cosas como, “Aplausos para el solo de licuadora que nos acaba de acompañar en esta canción”.
Igual formaste un público que te quiere. Varios de tus videos en YouTube pasan de los 100.000 views.
Arrastrando, a punto de ya no poder pagar cosas, así he podido resistir, encontrando un equilibrio que me libere de todas las deudas y pueda tener para mi cervecita (risas) y el atún de mis gatitas. Con mis discos anteriores formé un público y una experiencia que me ha enseñado mucho. Ahora se, clarito, lo que no hay que hacer: trabajar sin un plan es contraproducente. Con este disco dije, “Grabamos y armamos la gira enseguida”, y en eso estamos. [Toca madera, tres veces, y dice lo siguiente en un susurro] Espero que nos vaya bonito.
¿Cómo financiaste los primeros discos?
El primer disco salió con un auspicio del Ministerio de Cultura, pero ese auspicio se demoró un año y medio en salir. Por suerte mi mamá, que conoce el sector público, me ayudó con los trámites, pero igual, año-y-medio. Los músicos grabaron y decidieron esperar por el pago, me hicieron el aguante. Pero sufrí, se perdieron papeles, se cambiaron funcionarios, fue una pesadilla… no sé qué es peor, aplicar a un fondo público o no tener dinero para hacer las cosas.
¿Y los demás?
Me alié con dos productores, uno musical y otro ejecutivo. Dijimos, “No hay plata, armemos un plan y van a ver que sí lo logramos. Hablamos con los músicos y les decimos que les pagamos después, porque cuando este disco salga [con tono irónico] vamos a tener giras por tooodo el mundo” Uno de los productores vivía en Alemania y tenía los contactos y yo dije, “¡Yaaa!” Todos los músicos aceptaron, pero el plan no funcionó, nunca se mandó un mail. El segundo disco lo pagué [a plazos] con chauchas que iban saliendo espontáneamente. Para el siguiente, el equipo dijo, “Hemos aprendido, no vamos a cometer los mismos errores”. Nuevo disco, misma huevada (carcajada). Me volví a endeudar, porque al final la que se quedó con todo fui yo.
Y volviste a las chauchas.
He tenido la fortuna de que las chauchas no han sido del tipo, “Ven a cantar mientras me como el hornado”. Pero nunca podía llevar el proyecto completo porque con lo que me pagaban no me alcanzaba para todos los músicos, entonces resolvía con un guitarrista y ya (oye, esta noche, acolita, ya), me tocaba remendar así y con lo que ganaba pagarles a los músicos que ya habían grabado mi disco. Una vez canté en un cumpleaños y dije, “No, si me van a traer a un cumpleaños, me pagan tanto, y yo me aguanto y canto” Igual para cocteles y esas cosas: eso cuesta. He puesto el pecho durante años, eso amerita que exija un poco más de remuneración.
Y, no sé, algo tipo: Nissan lanza su nuevo modelo…
Ahhh, esas chauchas son buenas, pero pasan una vez en la vida. Y me pasó, y pagaban tan bien que pudimos armar un grupo, no completo, no que sonara así como en el disco, pero sí pudimos presentarnos con un poquito más de músicos. No me acuerdo dónde fue, capaz algo de Nissan, verás (risas), pero era un evento corporativo. Había un escenario y un público que estaba ahí para escuchar. Esas etapas, que al mismo tiempo te hunden y te nublan, al mismo tiempo te obligan a pensar, a buscar, de alguna manera, dentro de ti mismo, qué carajos hacer para seguir caminando.
¿Has pensado en renunciar a la música?
En esas etapas raras en las que sientes que el mundo se te viene encima, siempre te acompaña esa mala intención. Es demasiada la presión y dices, “¿Por qué estoy en esto?, ¿por qué no hago otra cosa?, ¿por qué no me invento otra cosa y capaz me va mejor?” Pero la música siempre gana, siempre te jala. Siempre encuentras una forma, yo me he demorado años en encontrarle la vuelta.
¿Has pensado en escapar de este país?
En el 2016 me invitaron a cantar en México, en el Festival Internacional Tlalpan. Yo no viviría en Estados Unidos ni en Europa, pero sí en México. Acá no estaba pasando nada y eso de estar parchando me tenía mal, así que hice los trámites para quedarme ocho meses, pero sin plan, pensando que podría conseguir dos o tres toques más. México siempre me llamó, no sabía por qué, pero ahora lo entiendo. Nosotros arrastramos en nuestra memoria genética deseos de nuestra familia, de las mujeres y hombres que nos antecedieron, y de alguna forma en nosotros también habitan esos deseos. Mucho después [de volver de México] mi mamá me contó que a ella, cuando era jovencita, le habían ofrecido una beca en México, se ilusionó tanto que no podía dormir de la ilusión de irse a estudiar a México, pero finalmente no fue, no pudo ir, y para ella fue una frustración muy honda. Fui por un algo que heredé de ella sin saberlo.
México es increíble. La capital de Latinoamérica, Nueva York en español, no sé. Yo pasé una temporada allá y, mira, Buenos Aires también me encanta, eso de conseguir el libro que quiera cuando yo quiera, por ejemplo, pero allá siempre me sentí extranjero. En cambio. Cuando llegué a México, dije, “Esta es mi gente”.
¿Cuánto tiempo estuviste?
Tres meses.
Yo estuve ocho. ¡Te gané! (carcajadas)
¿Dónde te quedaste? ¿Tenías amigos? ¿Airbnb?
En México la gente se entrega a ti con toda su generosidad. Aunque no tengan dónde recibirte, eres siempre bienvenido. Yo guardo en la cabeza a gente que conocí y te juro que todos los días los extraño. Todos los días me levanto y digo, “¡Mierda!, ¿por qué no estoy en México?, ¡necesito volver a México! Estuve, esos ocho meses, en casas de amigos que iba conociendo al paso: en el DF, en Querétaro, en Chiapas y en San Luis Potosí, arrastrada por la intensidad de esa gente. Conocí a Vincent Velázquez, un zapateador, saltimbanquis, trapecista, decimista, bailador y cantador, y cuando recitaba una de sus décimas yo entraba a otra dimensión con él. Fui al concierto de graduación de Victoria, una guambrita que habrá tenido veinte años pero que tenía una voz, una parada; cuando escuché la primera nota dije, “¿Dónde estoy?”, ¡era un concierto de graduación!, y me respondí yo misma, “Estoy en México”. En Chiapas estuve en casa de un músico que me enseñó a bailar el son jarocho y la música huasteca, venía de una tradición de zapateadores y nuestras jornadas eran, qué se yo, prender la música a las cinco de la tarde y bailar y cuando volvía a ver la hora eran las dos de la mañana y seguíamos bailando. Fueron días maravillosos, cocinábamos y bailábamos y yo me ponía mis vestidos de concierto, ¡para bailar como se debe! (risas orgullosas). Y conocí a un poeta… un poeta que… [se queda sin aliento].
Cálmate. Respira. ¿Cuál?
Mario Santiago Papasquiaro [Ulises Lima en Los detectives salvajes] Murió en el ’98, encontraron su cuerpo en la basura. Era un ser delirante, viajero. Muy, muy pobre. Y nació en Mixcoac, el barrio donde yo viví mis últimos días en el DF y donde comencé a leer sobre su vida. Sentí una descarga eléctrica y me sentí atrapada y tuve que seguirlo. O sea, me volví loca. Me compré un libro con todos los poemas (lo presté, mal plan, nunca hay que prestar libros) que él escribía en papelitos así [señala una servilleta arrugada], él nunca llevaba libretitas. Seguí su ruta. Me enteré de cuál era el lugar en el que bebía tratando de analizar uno de sus poemas, Eme Ese Pe, que no entendía, que hablaba de enanos, el circo, el baile y el pulque de ajo en la Hija de los Apaches [Moriré sorbiendo pulque de ajo / Haciendo piruetas de cirquera / en la Hija de los Apaches / del buen Pifas] Así descubrí la Hija de los Apaches, que es una cantina ubicada en una colonia un poco peligrosa, pero no me importaba. Conocí al dueño [el buen Pifas] y me dijo que siempre le fiaba. Una vez que entré a esa pulquería, el lugar al que él iba a depurar sus penas, entendí completamente el poema. Vi los bailes, la banda, la pista de baile: el pulque de ajo es el pulque blanco. Ese poema fue un mapa.
¿Fuiste a su tumba?
Estuve con él, sí. Tenía que estar donde él estuvo, no sé por qué. Al cementerio le llevé posh de Chiapas (como las puntas de acá), le di un poquito y el resto me tomé yo (risas). Qué difícil es hablar con un muerto. Sólo podía estar ahí y tratar de adivinar cómo era su voz, qué cosas hace donde sea que esté, si es que está. Y le llevé un papel, una hojita en blanco para que escriba: era tan pobre que no tenía ni para una libreta.
¿Seguiste cantando? ¿Lograste tocar por allá?
Tocaba y con eso me mantenía con las justas. El primer concierto me alcanzó para vivir los tres primeros meses. Luego hubo eventos gestionados por amigos, en salitas, pero llenábamos porque esos amigos llamaban a sus amigos, onda “Oye, está una cantante que es muy buena, y hay que venir, hay que estar, chale”, eso me alcanzaba para los siguientes meses, y así. No pagaba renta y gastaba poco.
Pero bien, les gustó tu voz.
La verdad, cuando llegué a México estaba medio rota como cantante, mi voz estaba chiquitita, flaquita, algo me hacía falta y decía, “Es que no he estudiado técnica, por eso no puedo cantar” Tomé clases con un profesor de canto clásico y dije, “No es por aquí, ¿qué es?” Y casi al final de mi viaje conocí a Hebe Rosell, otra maga, que me ayudó a integrarme como cantante y ser humano. La técnica te sirve hasta un punto, es necesaria, y te resuelve muchas cosas, pero luego hay un lado súper emocional. La voz responde a cosas del cuerpo, es un instrumento que está adentro, y además si se te rompe una cuerda no lo reparas comprando otra cuerda en la tienda y cambiándola. Esta maestra me ayudó a unir estas dos partes, porque ella aborda la voz desde un lado mucho más visceral, más salvaje, más instintivo. A los pocos días de tomar estas clases decidí quedarme en México a vivir [hace una pausa, mira por la ventana, casi se lamenta], pero me llegó una invitación para ir a cantar a París.
¿Debo asumir que París no te gustó tanto como México?
No, no me gustó, pero está bien por un rato. Europa es una experiencia necesaria, es importante conocer, estar ahí y curtirse. Es importante entender cómo la gente de allá se organiza y hace las cosas. No es la misma lógica de acá, “Tú cree en el universo y vas a ver que va a salir”. Sí, hay que confiar y hay que seguir creyendo en la magia de la vida, porque es verdad, hay cosas que se van más allá de ti y que no entiendes y dices, “La magia de la vida existe”, pero no puedes sentarte a esperar que suceda y nada más. En Europa nada se puede improvisar: nada, nada, nada. Pese a eso, me organicé mis cuantos toquecitos, y ahí, recién, empezó a tomar forma este último disco.
¿Te quedaste en París o viajaste por Europa?
Estuve también en Alemania, España y Portugal (igual, en casas de amigos), pero me quedé más tiempo en Francia, ahí conocí al Willan Farinango [nacido en Ibarra], mi compañero.
¿Podemos hablar de ese romance?
(Risas) Cuando llegué a Europa [2018], decidí quedarme, viajé como artista, una vez adentro sólo seguí los trámites para extender la visa como artista y me terminé quedando ocho meses. Quería aventurar, mover la vida, sacudirme, tocar fondo. Venía arrastrando esta frustración de varios discos con los que no pude girar, tenía/tengo deudas, y pensé que en Europa podía hacer presencia y buscar un camino. Y bueno, Europa es un territorio complicado, están en la misma crisis, no es que porque estás allá te va a ir súper bien y, puta, vas a llegar forradito, eso no existe. Pero yo tenía esas intenciones y en un concierto que hice en el Barrio Latino le encontré al Willan. Él vivía ya veinte años en Francia, dedicado completamente a la música. Llegó al show y fue uno de esos encuentros que dices, “Ay, este man, qué chévere. Quédate, tómate otro vino”, de una confianza añeja y absoluta. Por ahí empezó. Y, claro [pícara, sexy], ahí empiezo a descubrir todas sus virtudes.
¿Qué onda?, ¿paseaban por los Champs-Élysées?
No salíamos, no teníamos citas, pero teníamos encuentros en su piso, en Créteil, en los que escuchábamos música, y él… es que hablar con el man… [le brillan los ojos] él es una enciclopedia viviente de la música. Clásica, jazz, lo que sea. Y la música ecuatoriana pues no se queda atrás. Y cuando me empezó a hacer escuchar música ecuatoriana ya fue así como “Aaawww”.
¿Te mostró música ecuatoriana que no conocías?
No era nada nuevo, pero era escuchar con sus oídos las sutilezas de la música nacional. Nos reuníamos y decíamos, “Fíjate en este arreglo, en esta melodía”. Hacíamos comparaciones de la música tradicional argentina versus la música tradicional ecuatoriana, y descubríamos que nuestra música de cierta época es maravillosamente bien hecha, y con harto sentimiento, súper profunda. Con él llego a la época de Benítez y Valencia, de guitarristas pesados como Guillermo Rodríguez (un patrimonio al que nadie le para bola) y Segundo Guaña, que tienen una manera de tocar y un lenguaje que no se parece en nada al de los guitarristas de la época del JJ, que todo lo hacen bolereado. El mismo Potolo Valencia tiene un disco de solista en el que canta boleros, tangos y, qué bestia, lo escuchas y crees que es un tanguero, y canta los boleros con una elegancia.
¿El repertorio de tu nuevo disco viene de esos encuentros músico-amorosos?
(Risas) Algo así. Yo decía, “¿Por qué no había escuchado toda esta música?” Me pasó con canciones como Beta Huagra, que es tan linda y se me pegó y me atrapó y dije, “Ésta canción yo la tengo que cantar, y la tengo que cantar en una cantina” (risas) La letra es clara, sencilla, pero describe un escenario terrible [Por andar bebiendo / la casa ha botado / y los pobres guagas / llorando han quedado / por andar bebiendo] A mí esa canción… debe ser porque soy alcohólica (carcajadas).
¿Bebes mucho?
No… o sea, para mí esa época de beber hasta vomitar ya pasó. Pero un traguito sí me tomo. A veces no puedo con tanta presión, llego a un límite y digo, “Necesito una copita, por favorrr” Chumarme ya me da asco, y el cuerpo ya no me aguanta. Además que, discúlpame, el vino no es cualquier trago, el vino hasta lo toman los curas, es una bebida sagrada. [Dijo ella, tomando otro trago de cerveza]
Salud. Ok. Sigamos con el idilio.
Para eso ya había una atracción incontenible y yo no sabía qué hacer. Sabía que iba a regresar, y él vive allá. Esa historia amorosa iba y venía, estaba y no estaba. Después yo ya me regresé, y decía, “¿Historias a distancia y ambiguas?, no, no, no. Ya, chao, por favor” [Risa traviesa] Ahora vive aquí, me vino siguiendo.
Pero podías quedarte en Europa, ¿no?
¿Quedarme a vivir en Europa? Qué feo. Horrible. Ese sistema económico: trabaja, trabaja, trabaja.
Pero tienes, no sé, educación gratuita y de buena calidad, como la salud.
¿Y qué hago yo con buena salud pero sin tiempo para crear, para contemplar, para tener mis gatitas, no sé, para compartir un vino tranquila? No, hay cosas que no podría sacrificar, como el tiempo. Y aquí tenemos mucho tiempo.
¿Y eso es lo más valioso que tienes?
Pues sí, porque el tiempo te permite estar contigo, a veces te permite atrapar cosas desde esa dimensión que está por ahí, flotando, y me refiero a hacer canciones. Si yo tuviera que quedarme por allá, tal vez sí, tal vez encontraría un mecanismo para poder seguir componiendo y seguir haciendo discos, quizás, pero no es esa la vida que quiero, pues.
¿Cuál es la vida que quieres?
Esta que tengo ahorita y que me la estoy construyendo y trabajando. Lo que necesito es salir de deudas y estar tranquila. Tener un fondito que me deje para el fin de semana poder hacer las compritas. No quiero más.
¿Cuál es esta vida que tienes? ¿Te levantas y qué haces?
¡Nada! (carcajadas) No tengo estructura, no tengo horarios, ahorita no tengo la tranquilidad para eso, estoy trabajando y construyéndome, porque cuando tienes un montón de cosas sin resolver [deudas, gira pendiente] se te hace todo más difícil. Cuando tengo mis periodos de tranquilidad, de media tranquilidad, trato de cuidarme, y cuidarme significa volver a los libros, a la música, tratar de escribir, tratar de volver a jugar con las acuarelas.
¿Cuál fue la última canción que escribiste?
Bajo la lluvia, que está en Pinceladas, mi tercer disco. Esa canción marca una etapa donde mi búsqueda como compositora y como escritora de canciones y letras estaba muy inclinada hacia el fatalismo, esa idea de que hay que estar siempre muy mal, con el corazón roto, hecho pedazos, para poder escribir. Eso no tiene que ser así. Si a alguien le funciona está perfecto [pienso en Juan Gabriel], pero no es necesario hacerte daño y destruirte para escribir buenas canciones.
¿Escribiste mucho con el corazón roto?
Yo escribía solamente sobre aquello que me tenía pero así, mal. Yo escribo sólo desde aquello que me conmueve. Puede ser que ahora que retome las palabras siga escribiendo desde ese mismo lado, pero ya no necesariamente con esta idea de que tengo que estar mal. Simplemente necesitas una conexión contigo, con lo que adentro llevas y quieres decir.
¿Mal en el plano sentimental?
[Me mira como si yo fuera un tonto y yo me siento como un tonto] ¡Claro! Todavía me estoy descubriendo, me estoy construyendo, me estoy desarmando. También depende de la edad, cuando estás más joven siempre vas a responder, primero, a lo que tiene que ver con los sentimientos del amor. Por más experiencia que tengas, el amor siempre te va a encontrar inocente, no hay experiencia que sirva para eso. Cuando te metes en el juego de estar siempre mal, de las ambigüedades, no puedes tener una vida estable emocionalmente, [susurra lo siguiente] “Cuidado, la estabilidad mata todo.” Empiezas a tener esos cucos en la cabeza y no tiene por qué ser así. Si estar solo te causa estabilidad, está bien; si estar acompañado te sirve, está bien. Pero cuidado con esas ideas raras: hay que estar hecho mierda siempre porque si no se acaba la inspiración.
Hay escritores que escriben mucho sobre varios temas, y otros que escriben mucho sobre un mismo tema. ¿En qué categoría estás?
No lo sé, soy muy joven como compositora para responderte eso.
También hay temas que te saltan, o te llaman, o te obligan. El año pasado, durante el paro de octubre, muchos músicos me dijeron, “Hay que hacer una canción sobre esto”.
El paro fue macabro para mí. Creo que muchos de nosotros no habíamos vivido una situación así, tan al borde de la catástrofe, sentir el poder que tiene el estado para simplemente desaparecerte o hacerte pedazos fue terrible, porque sabes que ante eso estás absolutamente desarmado. Por muchos palos y piedras que tengas, ellos están mejor armados. La marcha despertó mucho la complejidad y las enfermedades de las que todavía adolece esta sociedad. El discurso racista por un lado y, por el otro, el movimiento indígena y su discurso etnocentrista: nos volvimos todos extremistas. Se despertaron los prejuicios étnicos, y el movimiento indígena también despertó eso de, “Nosotros, el pueblo milenario”, el lado de la exotización. Esa mistificación es la que genera y crea estas brechas, estas distancias, y en estas distancias es donde empiezan a florecer la discriminación y el racismo. El reto es empezar a des-estereotiparnos.
¿Saliste a alguna marcha?
Todos los días, aunque sea unas horas, en El Arbolito. ¿Cómo no voy a salir?, tenía que estar ahí. A la marcha, a pesar de que fue manipulada, porque ahí todo el mundo (los políticos) pescó a río revuelto, salió mucha gente por una real indignación. No creo que toda esa marcha fue, como dicen, movilizada y empujada por un solo partido político. O sea, ¿la gente no puede indignarse?, ¿sólo salen porque les obligan y les empujan? Yo salí por una real indignación.
¿Estás indignada?
¿Cómo no? Lo más raro es que después de la marcha yo decía, ¿Cómo no vamos a seguir en esta situación si seguimos con los mismos políticos? Tenemos ahí a Nebot, que es un dinosaurio, y que podría ser presidente el próximo año.
También hay rostros que, aunque cuestionables, son nuevos. María Paula Romo y Juan Sebastián Roldán, por ejemplo, son relativamente nuevos en la historia política del Ecuador. El mismo vicepresidente es un outsider. ¿Podemos confiar en ellos?
Que sean nuevos no nos asegura la eficiencia del funcionamiento del Estado. Es muy difícil confiar realmente en un político, todos juegan a la demagogia. Y nosotros somos un pueblo que no sabe debatir, que no sabe de política, que no se entera de nada, hay una cierta indiferencia, hay indolencia. La gente dice, “No importa qué político gane, yo igual tengo que seguir trabajando, si no, ¿cómo?” Y ese es un pensamiento conformista. La vida tiene que seguir, pero es importante estar conscientes de que esto que está sucediendo es por falta de formación política, falta de reformación política. No creo que la historia del Ecuador cambie demasiado en muuucho tiempo. Como te decía al principio, eso de, “Trabajando se saca adelante al país” no es real. Pregúntale a una empleada doméstica, que pasa toda la mañana lavando la ropa, que en la tarde está limpiando, que en la noche ve a sus guagas y trabaja en otra cosa, medio que descansa, y al día siguiente lo mismo y lo mismo. Trabajó harto, pero, ¿sacó adelante su vida?
¿Y cuál es la solución?
¡Acabar con los políticos, ser anarquistas! (carcajadas).
¿Ocuparías un cargo público?
Ni loca. Eso es absurdo. O sea, por favorrr. Pero creo que tenemos que convertirnos en una sociedad que sepa que tiene que exigirles a los políticos, ellos trabajan con nuestros fondos, con nuestro trabajo, por eso es que no se puede ser tan indiferente, así como, “Que sigan nomás robando” Es nuestro dinero el que está ahí y deberíamos exigir cosas mínimas como acceso a educación pública gratuita de buena calidad, salud, cosas básicas.
Volvamos, para terminar, a la música. ¿Qué se viene?
Cuando regrese Willan, pues bueno, primero, ponernos al día (risas) Vamos a armar la estrategia de los conciertos que tenemos para la gira [Su gira, como todos los espectáculos o eventos artísticos a realizarse en el Ecuador durante este año, está pospuesta indefinidamente por el CV19]. Ya la gozamos, antes de grabar este disco lo tocamos en varios países, en Latinoamérica y Europa, ahora ya es disco y hay que seguirla gozando.
¿Tienes algún público favorito?
Siempre me he topado con públicos generosos. Pero me acuerdo de este concierto que di en Alemania, en Berlín, en un teatro bien chiquito [200 personas]. Es un lugar que frecuenta el público local, y cuando tocamos la mayoría de gente era alemana. Y ese público alemán se quedó esperando hasta que yo salga, no para decirme algo, sabían que yo no entendía nada de alemán, simplemente me esperaban para abrazarme, y ya. Me encantó: un gesto para agradecer la música.
Sigues viajando. ¿Todavía le tienes miedo a los aviones?
Ya no, pero los aeropuertos me dan un poco de pereza. Ahora le tengo miedo a migración, ellos tienen el poder.
La pregunta de rigor. ¿Cuál es el rol de las redes sociales en un modelo como el tuyo, autogestionado?
Las redes son un arma de doble filo. Pueden ser herramientas muy útiles, si las sabes utilizar. Pero, por otro lado, el tema se vuelve muy abrumador. Está la presión de los números, cuántos likes tienes, cuántos seguidores. Y lo peor es que eso se vuelve tan importante porque muchos de los promotores se fijan en las cifras. “A ver, Mariela Condo, ¿cuántos seguidores tiene? Puta, tiene sólo 100, mmm… no le conoce mucha gente, mejor no, dejémosle nomás. Esperémosle unos veinte años”. Entonces empieza la cosa, ¿cómo incrementas esas cifras?
Dímelo tú. En tus redes, por lo menos en Facebook (que sí, lo sé, es para la tercera edad), posteas algo nuevo prácticamente todos los días.
Eso. Lo incrementas generando movimiento. Sacas un disco, la gente habla de ti, [me señala] la prensa ya te busca, ya vienen a tu casa, se interesan por ti. Creas contenido. Es muy importante invertir en material audiovisual, tener un buen videíto ayuda.
Pero tú no haces videos, grabas presentaciones en vivo.
Es que no soy actriz. Además, Todos mis discos, menos el primero, se han grabado con público en el estudio. El público te pone en el nervio, al filo de todo, te pone de puntillas y alerta y consciente de lo que estás haciendo. Se vuelve una presión y al mismo tiempo le da sentido a lo que estás haciendo: tú cantas y haces música para compartirla, y si está la gente ahí, pues ahí está, hay que crear ese puente. Llamo a mis panas y les digo que caigan con sus panas y de repente se arma un grupo humano bonito.
Y si la toma sale mal, ¿grabas mil tomas frente al público?
Sólo se pueden hacer tres tomas, máximo, porque a la tercera toma ya tu energía está en la shit. Antes, cuando no había cómo editar ni nada, era una toma, máximo dos, se grababa en vivo, no había cómo cortar y pegar. Cuando haces grabaciones así [en vivo], no tanto por ley o porque alguien lo determine, queda claro, en ti y en tu cuerpo, que una cuarta toma es imposible. Hay que ser más exigentes en los ensayos para llegar puliditos al estudio.
La última pregunta, lo juro…
No. Ahora yo te voy a entrevistar a ti. ¿Dónde naciste? ¿Cómo fue tu infancia? Un día voy a ir a tu casa y ahí vas a ver lo que es una entrevista. (carcajadas, trago de cerveza)
¿Qué estás escuchando ahora?
Entrevistas a escritores en YouTube. Amo a Ernesto Sabato.
*
Outro
Hace un mes cumplió años una de las mujeres más importantes de mi autobiografía, mi Tía Vida. Todos los años suelo viajar para estar junto a ella en el día de su santo, pero este 2020 no pudimos coincidir, así que me conformé con escribirle un mail de amor desesperado y, hacia el final, le conté que había entrevistado a una cantante ecuatoriana llamada Mariela Condo, que me estaba enganchando con su música, y que mi regalo para ella, para mi Tía Vida, era una canción de Mariela.
Esta:
...y ya que estamos, escuchen al nuevo solista favorito de Mariela.
(Mundo Diners)
6 comentarios:
Intentaré ser breve.
Me pareció muy interesante la entrevista, es de las pocas veces que detengo todo lo que estoy haciendo para nutrirme un poco más con las experiencias y vivencias de alguien más. Mi parte favorita sin duda la del oído, esa frase me motivará cuando ni yo mismo lo haga.
Una persona muy sencilla, trabajadora, perseverante y afortunada al poder vivir de lo que ama.
Love it!!!!!...... A Mariela la conocí sin querer, buscando una nana para mi bebé y ahí estaba ella, en youtube con esa tremenda voz, cantando "Caballito Azul" junto a Alex Alvear, esta de más decir que me encantó la nana y hasta ahora de vez en cuando se la canto a mi peque cuando no quiere dormir y esta vuelto loco. Encantadora la entrevista, una conversación como de panas de años, poniéndose al día. Gracias por compartirla.
Que gusto leerte! Tus diarios de cuarentena son un viaje, catársis colectiva...genial
Definitivamente esta entrevista no se podia perder. Cuanta vida y sensibilidad existe en Mariela.
GRACIAS a todos por pasar por aquí un rato y detenerse. Escuchen la música de Mariela (de preferencia, en bandcamp, la plataforma que mejor y más rápido paga a los artistas) y la de todos los músicos ecuatorianos que les interesen. En este momento, es la única forma de apoyarlos. Abrazos!
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