7.09.2009

El poder del silencio


Al principio hay una habitación que parece vacía. Los créditos aparecen y desaparecen en ciertos rincones de un cuarto frío, austero y gris. De pronto, una nube de humo se levanta a la derecha del cuadro y nos damos cuenta de que hay una cama y de que ese elemento indefinido es un hombre que fuma. Hay una habitación que parece vacía pero no lo está. De hecho, hay una película que parece vacía pero ni lo es ni lo está.


Jean-Pierre Melville, pieza clave de la Nueva Ola francesa, hizo El Samurái pensando en varias cosas que marcaron su vida, el tipo de cosas que te ayudan a construirte. Pensó en el cine de Hollywood (fue uno de esos directores que, básicamente, se educaron viendo una cantidad absurda de películas por día), en las películas de gánsteres y en que un hombre duro, por más duro que sea, debe mostrar alguna costura y admitir la fragilidad que les permita a otros hombres identificarse con él. Pensó, claro, en que un asesino a sueldo es, sobre todas las cosas, un hombre solitario que ha decidido vivir para adentro, mostrando nada o casi nada, un hombre que, más bien, ha decidido existir sólo cuando sea absolutamente necesario. Pensó en el tiempo que le tocó vivir, en el jazz como lo más cool del mundo y en París como un escenario sin fin que se presta para todo y no para cualquier cosa.


A simple vista, El Samurái (1967) es una película sobre un tipo con buena puntería que se gana la vida apretando el gatillo justo a tiempo. A simple vista todo es simple. Pero entre el hombre común y el asesino a sueldo hay un lazo sólido, casi una relación de amigos que no se hablan o parientes lejanos que no se ven. De alguna forma, los “criminales” nos representan porque son capaces de ejecutar con frialdad actos que no son remotos, imposibles. Eso los transforma en seres cercanos y, en el mejor de los casos, queridos. Mucho más cuando tienen la parada y la actitud de Alain Delon (cuyo papel en esta cinta lo ayudó a salirse del rol de chico guapo), que camina siempre con ambas manos en los bolsillos, el cuello del gabán levantado y el ala del sombrero cubriéndole los ojos (tal cual Pedro Navaja, ahora que lo pienso). Un hombre sin rostro, más o menos. El Samurái va por las calles de París como un gato, sin que se escuchen sus pisadas. No pronuncia palabra a menos que sea cuestión de vida o muerte y aún así se nota que le cuesta comunicarse verbalmente. Antes de llegar donde tiene que ir, visita a una mujer y arma cuidadosamente su coartada. Luego cumple con el encargo por el cual le han pagado, pero deja un rastro más o menos visible y entonces empieza una persecución que dura lo que dura la película.



En El Samurái hay casi demasiado cine, como si Melville hubiese querido demostrar que un montaje totalmente artificial y fantástico puede moverte y sacudirte de la misma forma que lo haría, por ejemplo, una enfermedad terminal depositada en el cuerpo de un familiar. Jef Costello (Delon) es casi un dibujo puesto en movimiento, parco y tieso, casi un robot venido del futuro. Pero tiene algo que nos deja verlo porque Costello tiene mirada, opinión, postura, y no por ser lo que es va a dejar que jueguen con sus principios ni que lo manipulen una torre de billetes. Costello sabe que no podrá seguir así para siempre. Lo sabe bien. Por eso busca una redención noble y fina, que sin cambiarlo de bando le permita irse tranquilo.



3 comentarios:

Raul Farias dijo...

¿El Costello de Jack Nicholson en los infiltrados será homenaje a este Costelo?

juan manuel granja dijo...

una de mis películas favoritas: existencialismo + gángsters.

Juan Fernando Andrade dijo...

Raul

el Costello d Maelville poco tiene q ver con el d Scorsese. sin emabrgo, me gusta pensar q son parientes.

JMG

totalmente d acuerdo.


saludes