11.12.2009

Hablar de amor


No es que Ray Loriga, a quien The New York Times bautizó “la estrella del rock de las letras europeas”, ya sólo hable de amor. No hay que subestimar su última novela por el título, que sí, es un poco demasiado lindo y algo demasiado maduro, porque, después de todo, hay que ser muy valiente para, siendo Ray Loriga, escribir un libro y llamarlo Ya sólo habla de amor.

Hay un hombre y una mujer hermosa que están en el mismo lugar y al mismo tiempo, pero esta, no es una historia de amor. O sí. Digamos que esta es, también, una historia de amor. Porque además del amor hay libros y escritores y hay un buen tipo o un tipo que intenta ser bueno, que se llama Sebastián, que le cerró la puerta al mundo hace rato y ahora vive encerrado en su cabeza, pensando, escuchando en silencio y tranquilo cómo un narrador cuenta su historia en tercera persona; acaso esperando abrazar la muerte con ternura. Sebastián, algún día, fue un escritor (o sea, todavía escribe, pero lo hace sin ningún propósito más allá de constatar, por sí mismo, que está escribiendo y no malgastando su tiempo en vicios menos respetable). También fue esposo y padre. Pero esos días, esos libros que escribió y esa esposa y esas hijas que amó con toda el alma, se han ido, y ni huellas hay de ellas en el horizonte, y no piensan volver. El último día en la vida de Sebastián (de su vida como personaje literario, al menos) transcurre en un salón de baile de la Embajada suiza en España, un lugar forrado de espejos que lo multiplican y lo aíslan en cantidades iguales. Sebastián llega allí con Mónica, la mujer hermosa de la que él, claro, está perdida y platónicamente enamorado, porque lo que le importa es el amor per se, no la vida real ni, mucho peor, las cotidianidades que a la larga, o la corta, transforman al amor en vida real y no pocas veces miserable. A Sebastián no le hace falta bailar con Mónica, ni hablar con Mónica ni tocar a Mónica para, como el más romántico de los caballeros, amar a Mónica y estar dispuesto a dar la vida por ella y, por supuesto, en nombre del amor que es lo único que importa y que vale y que es, al fin y al cabo, eso de lo que él habla todo el tiempo. Pero Mónica, digámoslo de nuevo, es una mujer hermosa, y ya que hay música y está en un baile, se pone a bailar con un apuesto joven suizo-español que antes de traspasar la línea de la cortesía, y la jurisdicción del cortejo, se acerca a Sebastián y pretenden beber un trago con él y conquistarlo porque, mal que mal, está por robarse a su chica. El joven suizo-español se llama Christian y no se parece en nada a Sebastián pero sí a Ramón Ayala, un argentino que juega polo y al que las mujeres no le faltan y que, dicho sea de paso, es un invento de Sebastián, no su amigo imaginario sino el tipo de hombre que le gustaría ser sino tuviera que ser quien es. Y pasan las horas, y las canciones, y la vida de Sebastián pasa hasta que ya no hay por dónde pasar y se detiene en medio del jardín de la Embajada suiza.


La nueva novela de Ray Loriga es literatura pura y dura. Importan el personaje y la trama, sí, obvio, pero mucho, muchísimo, importa el estilo de un escritor que un sus veintes escribía prosa punk y ahora, en sus cuarentas, escribe algo más cercano a la poesía vía sintetizadores de Leonard Cohen que a la prisa existencial de los Ramones. Si de algo hay que hablar en esta vida es de amor. Sebastián lo sabe y Loriga también. Por eso la de Sebastián no es completamente una tragedia ni completamente una comedia. La de Sebastián es la historia de un hombre que lo ha perdido todo, porque así lo ha querido o porque no ha podido evitarlo, y cuya única ilusión, que no es lo mismo que consuelo, es llegar al último suspiro en ese estado de placer total y sensibilidad absoluta, eso que llaman amor.




¡Pero hay que seguir, amigo mío!
¡No se me paren en la puerta que me obstruyen el local!
Eso se lo había oído decir Sebastián al portero de un club nocturno, y le sonó como los diez mandamientos condensados en uno.

…Sebastián, por más que tratase de eludirlo, se sentía tan condenado como cualquiera a no ser más de lo que era.

Había sido guapo en otro tiempo, pero nunca supo muy bien qué hacer con eso, y del daño causado se sentía sólo en parte responsable, pero del todo culpable.

El único pero es que Ramón Ayala, jugador de polo argentino, celebridad en las páginas de Sociedad, perfecto compañero de viaje, fuera cual fuera el destino, tan amable con los niños como sólido con las mujeres, no existía en realidad, y por eso, con frecuencia, Sebastián estaba solo.

…Su papel como abogado del diablo había terminado, y de su ineptitud se burlaría sin duda cualquier joven letrado de pueblo, y de su incapacidad para amar como es debido ya se burlaría él mismo, en los brazos de la próxima mujer que se burlase de él.

La sala de baile de la Embajada suiza no era el lugar exacto en el que Sebastián querría estar, y desde luego no era el lugar en que Sebastián hubiese querido morir, pero lo cierto es que allí estaba, y lo cierto es que se estaba muriendo.

Y sin embargo, Sebastián estaba empezando a cansarse de estar sentado todo el día sin hacer nada, de mirar a las mujeres que podían ser suyas bailar con otros, estaba cansado también de la fortaleza de sus renuncias, y de no tener nada que hacer, aparte de cuidar de una pena infinita como quien cuida de un cofre vacío.

Y no era, y esto Sebastián querría dejarlo muy claro, una musa, ni una maga, ni una bruja, ni un recuerdo, ni nada de esas cosas con las que la literatura suprime a menudo a las mujeres.

Sí que tuvo, en su día, la mano de una mujer amada entre las suyas, lo recordaba claramente, cómo olvidarlo, pero no supo sujetarla con vigor.

No leas tanto, le decían de niño, y no hizo caso, y así le ha ido. La ficción puede muy bien instalarse en el alma de un hombre hasta destruirla.

Y sin embargo, por las noches, y por las mañanas muy temprano, y siempre, y en lugar de las comidas, escribía. No está muy claro qué escribía, aparte de sus insensatas correcciones de Blake, que antes habían sido correcciones de Milton y de Cummings y hasta cien folios de notas sobre la Antología de Spoon River de Edgar Lee Masters y un pequeño bloc de apuntes sobre Beckett que a Beckett no le hacía ninguna falta. Aparte de esta actividad del todo inútil y en cambio frenética, de corrector invisible, escribía también teatro afectado e incompleto, a ratos. Un teatro más propio de titiriteros que de su amado Noel Coward, y novelas, o al menos comienzos de novelas que no escribía nunca, y cuentos que por breves que fueran se empeñaba en no terminar.

1 comentario:

Dolphin dijo...

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