8.02.2010

THE ECUADORIAN DREAM: pluma de oro Jorge Mantilla Ortega 2010


La noticia me llegó como a las nueve de la mañana, segundos antes de subir a un bote en Puerto López, al sur de Manabí. The Ecuadorian Dream, una crónica que se publicó el año pasado en la revista SoHo, tanto en Ecuador como en Colombia, ganó el primer lugar en el concurso de periodismo Jorge Mantilla Ortega 2010, acaso el más prestigioso del Ecuador. Es la historia de la comunidad Salasaca en la isla Santa Cruz, una historia en la que indígenas ecuatorianos viajan a Galápagos y, dentro de su propio país, viven y trabajan como ilegales. El tema es duro, serio, incómodo y ciertamente no es uno de mis temas. Quién sabe, quizás de haber podido habría escogido otro. Qué bueno que no lo hice, que aguanté como aguantan tantos todos los días. La crónica te abre los ojos y te cierra la boca.

Nada es gratis ni, mucho menos, coincidencia. El premio llega el día en que me embarcaba hacia la Isla de la Plata donde, como en Galápagos, hay Fragatas y Piqueros de patas azules; el mes en el que circula otra crónica mía, titulada Fragmentos de Galápagos, en la revista Mundo Diners. Pero lo más sorprendente es esto: Rodolfo Párraga, el fotógrafo con quien trabajé en la Isla de la Plata, otro manabita, ganó el primer lugar de su categoría en el mismo JMO, su trabajo está dedicado a la violencia en nuestra provincia, fue publicado en diario La Hora y se llama Sin miedo a nada. Era, además, la primera vez que trabajábamos juntos.

Sin miedo. Con todo. Es la única forma.

Aquí va la crónica.


The Ecuadorian Dream

Por Juan Fernando Andrade


En Galápagos casi nadie es de Galápagos. La mayoría de los residentes en la isla son, por así decirlo, especies introducidas. Te subes a la embarcación que atraviesa el corto canal entre Baltra -donde está el aeropuerto- y Santa Cruz, y el hombre que te cobra el pasaje es del Guayas. Te subes a una camioneta blanca de doble cabina, en Galápagos todos los taxis son camionetas blancas de doble cabina, y mientras pasan los treinta minutos que separan al muelle en el canal de la ciudad propiamente dicha, te enteras de que el chofer es de Tungurahua, que está aquí porque cuando erupcionó el volcán, en 2006, perdió todo y se endeudó de pies a cabeza. Llegas a otro muelle, esta vez en Puerto Ayora, te paras al borde, gritas taxi y una pequeña lancha a motor te recoge y te lleva a un lujoso hotel al que sólo se puede acceder por mar. La pequeña lancha se mete por entre los yates anclados, algunos harto ostentosos, otros viejos, oxidados, listos para ser escenografía combustible en una película de piratas. El piloto que te lleva al hotel es de Esmeraldas. Dejas tus cosas en la habitación y te dispones a almorzar, la chica que pone la mesa es de Manabí y el señor que trae las bebidas es de Loja. De repente te sientes en Nueva York, donde la pregunta más frecuente es ¿de dónde eres?, donde lo raro es encontrar neoyorquinos.

El Instituto Nacional Galápagos, mejor conocido como Ingala, tiene a su cargo la calificación y control de residencia en el archipiélago. Sus cifras más recientes datan de mayo de este año, y estiman que la población comprendida por los cantones San Cristóbal, Santa Cruz e Isabela, es de aproximadamente 25.000 habitantes, de los cuales entre 3.000 y 3.500 están en situación irregular, o sea que ingresaron como turistas, consiguieron un trabajo y pasaron a formar parte de una clandestinidad tramposa. Según la Ley Especial de Galápagos, que rige desde 1998 con el propósito de controlar el ingreso de personas y así conservar la reserva natural, existen tres y sólo tres formas de ser residente permanente: que hayas nacido en Galápagos y tus padres sean residentes permanentes, que te cases con alguien que sea residente permanente, o que hayas vivido en las islas –por un periodo no menor a 5 años- antes de que la Ley Especial entrara en vigencia hace diez años, el 5 de marzo para ser exactos. Las medidas de control a la ávida migración, responden a otra cláusula legal: en Galápagos, por obligación, el empleador debe pagar al empleado un 75% adicional a su sueldo en el Ecuador continental, por compensación de vida. La región insular ostenta el más alto costo de vida en el país.

Orlando Romero, jefe provincial de control de residencia, un tipo amable y calmo, me cuenta en su oficina del Ingala el proceso para conseguir un permiso de trabajo y ser residente temporal. “Primero tienes que buscar mano de obra local. Si necesitas contratar a alguien, haces un oficio dirigido al Gobernador, luego tienes que hacer comunicados radiales durante tres días, dos veces por día, en los que la comunidad se entere de la oportunidad de trabajo. Entonces esperas otros tres días a que lleguen candidatos y los entrevistas. Si pruebas que ninguno de ellos satisface tus necesidades, puedes contratar a alguien del continente que pasa a ser un residente temporal. Esto pasa sobre todo en la industria hotelera, donde por lo general buscan a gente que hable varios idiomas y tenga sus años de experiencia. A los residentes temporales se les entrega un carnet, que deben renovar una vez al año, justificando su presencia” Además del sector hotelero, están los choferes de taxis terrestres, pues el sindicato de choferes profesionales de Galápagos, cerró a principios de los noventas y ya no se producen profesionales del volante en la localidad. En hoteles, taxis y restaurantes está la mayor parte de residentes temporales de la isla, el resto vive en tela de duda. Romero dirige las redadas que por lo menos una vez al mes salen a pescar personas irregulares. “Las batidas grandes, como les llamamos, son en barras, prostíbulos y discotecas, sitios donde es normal entrar con la policía. En los barrios están los niños, a los que puedes causarles un trauma si ven cómo uno de sus familiares es detenido. Nosotros tenemos las bases de control de residencia en computadoras portátiles, sabemos quiénes son residentes permanentes, temporales o turistas transeúntes. Si alguien dice no tengo papeles, se revisa la base de datos. Si no aparece ahí, debe presentarse en el Ingala para una audiencia, y si no logra justificar su permanencia en la isla, tiene 48 horas para abandonarla, de manera voluntaria o acompañado por la fuerza pública”. El mayor porcentaje de personas irregulares, dice Romero, se ocupa en el sector de la construcción. Las carreteras que surcan Galápagos comenzaron a construirse en la década del setenta, las manos que las labraron vinieron en gran parte de la sierra central del Ecuador, de donde muchos obreros irregulares siguen llegando hasta el día de hoy. Los contratistas tienen la obligación de cerciorarse de la situación legal de sus trabajadores, pero al parecer son pocos los que se toman la molestia, de cualquier manera no hay castigo para ellos en la Ley Especial. “No hay forma de ponerle una multa al auspiciante”, se queja Romero, “Personalmente, creo que debería existir algún tipo de sanción, acá la mayoría de trabajadores indocumentados han sido explotados. Si tienen papeles, pueden cobrar entre 25 y 40 dólares diarios, si no, les pagan 12 o 15. A veces los amenazan con denunciarlos al Ingala y simplemente no les pagan”.

En la isla Santa Cruz, capital económica y turística del archipiélago, viven un estimado de 14.500 personas, es decir, más de la mitad de la población total de Galápagos. Entre 1.500 y 2.000 de esos habitantes son salasacas, una comunidad indígena salida del centro mismo del país continental. Salasaca, el sitio geográfico, es una parroquia del cantón Pelileo, provincia de Tungurahua, justo en la mitad del camino que va de Ambato a Baños. El pueblo salasaca habla quichua, el español es para ellos una segunda lengua que todavía les cuesta trabajo dominar por completo. Se dice que son mitimaes, producto de un sistema de deportaciones en masa, que tenía como objeto la rápida asimilación de las tierras conquistadas por los Incas, y que llegaron de Bolivia hace cientos de años. Lo cierto es que a Galápagos llegaron desde el corazón de los Andes y su presencia en la isla ha ido aumentando con el paso de los años.

El barrio se llama La Cascada y podría estar en cualquier ciudad pobre de la costa ecuatoriana. Casas amontonadas al pie de un cerro, en el que se mezclan la roca viva y el musgo verde intenso. Casas diseñadas y construidas por albañiles. Casas por las que jamás pasaron ni la mano ni los ojos de un arquitecto. Casas que parecen dibujos de primer grado: cuadrados empotrados en la tierra, un rectángulo largo por puerta y cuadrados chicos por ventanas. A cualquiera que se le pregunte, dirá que La Cascada es un barrio salasaca, una especie de Chinatown, digamos, pero sin los restaurantes. A pocas cuadras de ahí, Margarita Masaquiza, presidenta de la Asociación de Salasacas residentes en Galápagos, abre la puerta de su casa, está sonriendo. Margarita llegó a Santa Cruz en 1980, tenía dieciséis y ya estaba casada. Hace veintiocho años, en Santa Cruz no había luz eléctrica ni puertas en las casas, era todo muy silvestre y confiable, la gente apenas cubría con sábanas las entradas de sus domicilios, la delincuencia era algo impensable. “Al principio venían sólo hombres, trabajaban dos o seis meses, de ahí regresaban a nuestra tierra, la familia los esperaba allá, se gastaban todo el dinero que habían ganado y vuelta volvían acá a trabajar”, cuenta Margarita. La asociación se formó precisamente en 1998, el mismo año en que surgió la Ley Especial, para socorrer a un Salasaca caído en desgracia. Se llamaba Bernardo Caiza, vivía en Puerto Ayora, trabajaba como albañil y aunque nadie recuerda su edad, los que lo conocieron se refieren a él como “un chico joven”. Caiza regresaba de su jornada de trabajo en el balde de madera de una camioneta, junto a una vaca. El animal se exaltó tras un bache en el camino, se puso nervioso, y pateó a Caiza que salió disparado del balde y rodó varios metros sobre la ruta empedrada. El cuerpo de Caiza sufrió severos golpes que acabaron con su vida poco después de llegado al hospital. Margarita Masaquiza recuerda ese momento con angustia. “Su única familia era un hermano menor de 8 o 10 años, un niñito. Nosotros somos indígenas, aquí lejos es como si todos los salasacas fuéramos familia, como primos. No teníamos dónde velarlo porque en ese año ninguno de nosotros tenía casa, sólo alquilábamos cuartitos de cuatro por cuatro, con baño aparte. Tocamos las puertas de las autoridades pero nadie nos quiso ayudar. Fue una persona particular la que nos prestó una casa que estaba construyendo para que el cuerpo pasara la noche allí. Compramos tablas para hacer el ataúd y recogimos plata entre todos para mandarlo a Quito”.

La situación de los salasacas en la región insular ha mejorado desde ese penoso incidente. Además de la asociación, existen la Comunidad de salasacas residentes en Galápagos, una sucursal de la cooperativa de crédito Mushun Ñan (camino nuevo), cuya oficina matriz está en Salasaca, y la escuela primaria Runa Cunapac Yachac (indígenas que aprenden), fundada hace dos años, donde 96 niños, vengan de donde vengan, reciben educación general y clases de quichua. Sin embargo, la comunidad aun no se termina de integrar. Caminando por las estrechas –algunas adoquinadas y otras de tierra- calles del barrio La Cascada, tratando de encontrar otros testimonios, preguntando a ratos al azar, uno se da cuenta de que los salasacas aun desconfían del hombre blanco. Además, está el agravante del idioma, entre ellos, hablan exclusivamente en quichua. Aun existe un dificultoso trecho entre las ideas de los salasacas y su expresión verbal en castellano. José María Caizabanda, presidente de la Comunidad de salasacas residentes en Galápagos, dice “Nosotros salasacas hemos venido a servir, a trabajar humildemente, me duele cuando la gente dice que es de acá, que son dueños de Galápagos, esta tierra también es el Ecuador, es de todos” José María llegó hace 15 años, subcontratado por “una persona de Otavalo” dedicada a traer mano de obra a la isla, fue uno de esos que comenzó viniendo por temporadas de cuatro meses, alquilando cuartos apretados, y de a poco fue trayendo a su familia, que esperaba paciente en el continente. José María trabaja en una construcción durante la semana y los sábados maneja una camioneta blanca de doble cabina. Ahora tiene su casa propia, de dos plantas, en la última hilera de viviendas de La Cascada, casi trepada en el cerro. José María, su esposa y su hija adolescente habitan la planta baja. En la planta alta tienen inquilinos que pagan $250,00 mensuales por el departamento. Alquilar casas, divididas en cuartos o en departamentos, es un negocio prominente para los salasacas, sobre todo para los que han vuelto a la tierra que los vio nacer y reciben rentas desde el archipiélago. Una vecina de José María, robusta y mal encarada, está lavando tripas de cerdo en una lavacara, me pregunta qué hago por esos lares, se lo cuento y ella, sin desviar la mirada de las vísceras sanguinolentas, dice “aquí hay mucho salasaca”.

La señora lleva falda larga de paño, alpargatas, una camiseta fina y en la cabeza, a manera de turbante, lo que parece un chal con bordados indígenas. Con una pala, recoge tierra amontonada en la calle que deposita en un tacho de plástico. Le pregunto algunas cosas pero me dice “yo no español mucho” y sigue en lo suyo. Una vez que el tacho está lleno, usando una cuerda, lo ata a su espalda, se agacha, haciendo un esfuerzo se lo echa en la espalda y camina inclinada hacia el interior de un edificio de tres pisos. La sigo por un corredor oscuro que lleva al patio de lo que parece una vecindad, atravesado por finos cordeles de los que cuelgan prendas de vestir y cobijas con motivos de la selva, tigres y leones. Junto a dos bloques de cemento que sirven para lavar ropa, están sentadas varias mujeres, mujeres jóvenes con niños pequeños jugando alrededor, en sus manos cortos palos de madera, uno de ellos lleno de lana de oveja. Hilan la lana para luego hacer fachalinas que venderán a los turistas cuando estén de vuelta en su tierra. En esta vecindad viven nueve familias salasacas, los cuartos son de cuatro por cuatro y en su interior se acomodan como mejor pueden cama, televisor, equipo de sonido, ropa, hornillas eléctricas, platos, vasos y tasas. Los baños están aparte, pocos metros frente a los cuartos, uno para mujeres y otro para hombres. Antes de conversar, se miran entre ellas, se dicen cosas en quichua y sueltan risas cómplices. Jeaneth llegó hace pocos meses, acompañado a su marido, que trabaja poniendo losas en una construcción. Ella me cuenta que prefiere Salasaca a Galápagos, que en su tierra las legumbres salen de la tierra, no hay que comprarlas, pero “allá no hay trabajo, vuelta acá pegan mejor, aunque todo sea más caro”. Jeaneth no sabe cuándo volverá ni quiere hablar de “eso de los papeles”. En esta vecindad, el Ingala es el equivalente a La Migra gringa que persigue migrantes en el desierto tejano.

Son las cinco y media de la tarde, dentro de los cuartos suenan las voces de otra vecindad, la del Chavo del Ocho. Los hombres de esta célula salasaca empiezan a llegar montados sobre sus bicicletas, sus cuerpos cubiertos por una capa de tierra blanca. Franklin, el joven esposo de la joven Jeaneth, dice lo mismo que sus coterráneos cuando le pregunto por qué vino, “Por trabajo, pues. Imagínese, allá en continente, de oficial gano 45 y de maestro máximo 60, vuelta aquí gano 160 a la semana” Franklin trabaja de lunes a viernes, de siete de la mañana a doce del día, tiene una hora para almorzar y vuelve a su puesto, hasta las cinco de la tarde. Tiene que salir de la isla cada tres meses y volver a entrar, como turista, casi enseguida para no perder su empleo. Los sábados, Franklin y Jeaneth pasan el día en la playa de la fundación Charles Darwin, por la noche vuelven a la casa, a ver televisión, dicen que con lo que gana Franklin no les alcanza para diversiones y que es mejor guardarse porque durante las noches ronda el Ingala. Aunque Franklin puede estar en la isla como cualquier otro turista, no tiene permiso para trabajar. Están casados sólo por lo civil, algún día, dicen, harán el eclesiástico en Salasaca. “Allá en mi tierra es mejor, creo yo, allá los matrimonios empiezan los domingos y la fiesta dura hasta el miércoles. Trago, música, comida, todo. Acá nos mirarían raro si hacemos eso”, cuenta Jeaneth antes de liberar una carcajada. Subimos a la terraza del edificio para ver el atardecer, Franklin pone música en su teléfono Nokia para amenizar. Las lámparas en los postes de La Cascada se encienden iluminando cientos de casas. Un niño acostado en una patineta se desliza gritando de contento por la calle, las ruedas traquetean sobre las piedras. Desde aquí no se ve el mar.

16 comentarios:

fernando mejia dijo...

Desolador.


De todas formas felicidades.


PD: ¿Sabes dónde puedo encontrar la fotografía de Rodolfo Parra?

Raul Farias dijo...

Bacán loco por el premio, buena crónica... aunque la verdad prefiero la de los pescadores de coca y la del doble de Lavoe

La cagada es que ahora tus crónicas aparecen en Revista Diners (tenía muchas ganas de leer esa de New Orleans), a la que hay que suscribirse porque es jodido conseguirla en las calles.

Saludos

Anónimo dijo...

Felicidades, y que sigan los premios te lo mereces.

Paola

María dijo...

Buenísima..! Completamente bien merecida.. Un poco más seria de lo que acostumbras, pero totalmente tuya.

Como ya te dije, tú solo te mueves hacia arriba..

Congrats again!

VerónicaM dijo...

¡Felicitaciones, bien merecido el premio!

umbral de las voces dijo...

Hermosa crónica de los salasacas, ilegales en su propio país, lo que implica que es necesario erradicar las fronteras y las leyes que impiden a las personas vivir y trabajar donde les plazca, sin condiciones y sin represión. Deberíamos vivir y trabajar en cualquier lugar del planeta porque todos somos emigrantes. Felicitaciones por su bien merecidopremio

Anónimo dijo...

Eres un mounstro viejito. No paras ni para respirar. La crónica está brutal. Es un mar triste.

Felicidad. Espero verte pronto. Siempre.

te quiero . salud.

Blanquito.

Pablo Garzón dijo...

Debería abrirte cuenta en Twitter loco, tu blog multiplicaría las visitas.

juanmartin dijo...

Excelente. Felicidades por el premio.

Juan Fernando Andrade dijo...

personal,

muchas gracias x sus mensajes, x su apoyo, x su aguante. d muchas maneras, esta crónica cuenta una historia en la q todos somos personajes, aunque sea secundarios y sin líneas d diálogo.

ahí vamos, acumulando millas...

saludes

Anónimo dijo...

A la nueva estrella de la literatura nacional,en nombre de los lectores y lectoras decentes que aún quedamos:

Su artículo es una porquería y la literatura pop que Ud. hace nos avergüenza. Por favor, por respeto a la comunidad literaria y al buen nombre del país, retire ese bodrio de libro que escribió de los estantes del Supermaxi: marchita los tomates y las lechugas y quita el apetito.

Le agradecemos por su atención y le deseamos los mejores exitos, siempre y cuando deje de torturar a la gente con sus espantosas letras.

Att,

Asociación Ecuatoriana de lectores y lectoras decentes.

Anónimo dijo...

este artículo no será lo máximo. según yo el libro tampoco es una obra de arte, es un libro ligero que no pretende ser más de lo que es. Tu "desprecio", sin embargo, te marchito el alma hace rato... que pena por tí lectora decente.

Fabrizio dijo...

interesante articulo, enfocado desde el punto de vista de la migracion en Galapagos de las que soy orgullosamente un residente por haber nacido en este lugar. ciertamente nos hemos acostumbrado a la precencia de los salasacas pues son en cierto modo necesarios por las actividades que realizan. sin embargo su precencia en las islas ha sido controversial debido a su desconocimiento total del lugar en el que se encuentran, de la conservacion, de las leyes y reglas especiales del Parque nacional. y no es su culpa sino mas bien el reflejo del abandono que sufren sus comunidades en la sierra. la gente local, los que los hemos visto llegar y radicarse, muchas veces nos sentimos indignados de su irrespeto por la naturaleza, la que ellos llaman pachamama, realizando actividades ilicitas, depredando la vida salvaje muchas veces. y lo terrible de todo esto es que las autoridades llamadas a tomar cartas en el asunto hacen su mejor jugada para evitar el conflicto.

Anónimo dijo...

Estimados lectores, Yo, soy Indigena Salasaka y vivo aqui desde hace 17 años en la Isla Santa Cruz, del paraiso natural y como pueblo indigena ecuatoriano tambien somos parte de este territorio nacional, realmente nosostros si vivimos un poco incomodo pero eso no quiere decir que estamos infringiendo las leyes conocemos perfectamente la ley especial de Galapagos, lo malo es que no nos han tomado en cuenta para la socializacion de la ley especial de galapagos para nosotros aun existe la descriminacion y el racismo.
Como migrantes no somos solo los Salasakas, aqui estamos de todo el rincon del pais, pero cuando se habla de migracion estan los Salasakas.
Bien estimados en esta region insular vivimos de diferentes culturas y somos diversos y espramos que publique algo diferente y con respeto a los Salasakas del Barrio la Cascada.

paola dijo...

una historia muy interesante entre viajes y pasajes a Galapagos. me hace acordar a lo que tuve que pasar cuando estuve en Ecuador por trabajo

Unknown dijo...

Creo que las leyes que impiden que se migre de manera desmesurada para las islas estan perfectamnete establecidas y hasta deberían ser más restrictivas. Galápagos no avanza a sostener tanta gente y mucho menos gente sin educación y conciencia ambiental que solo van hacer desmanes. Se debería denuciar a tanta gente que está de manera ilegal alla para liberar un poquito a las islas de tanta contaminación, basura, civilización. Ese lugar es de todos los ecuatorianos y por eso es nuestro deber cuidarlo.