En la revista SoHo que está circulando en estos días (dic-ene 2012) aparece el primer episodio de una serie de testimonios relacionados a la película Pescador, cuyo estreno está planeado para marzo. El especial se armó con testimonios del director Sebastián Cordero y los protagonistas Andrés Crespo y María Cecilia Sánchez. Acá les pongo mi aporte, lo que considero el primer capítulo de una crónica sobre la crónica que lo originó todo.
Las fotos son de Iván Garcés y se tomaron durante la primera semana de rodaje en El Matal, al norte de Manabí, en junio de 2010.
Enjoy.
Cómo se hizo Pescador (la crónica, no la película)
Por Juan Fernando Andrade
Enero, 2007.
Mi contacto me esperaba en San Vicente, frente a Bahía de Caráquez. Su nombre era Wilmer Mendoza y le decían Chuvis, diminutivo de Chewbacca, pues al igual que el personaje de La Guerra de las Galaxias, usaba un bolso cuya tira larga le cruzaba el pecho. Más que intergaláctico, Chuvis parecía un periodista hippie: camisa de manga corta, pantalón largo y descolorido, gafas y sandalias. Era corresponsal de El Diario y todos los días enviaba notas a la redacción del periódico en Portoviejo. Días antes yo había estado en los archivos de esa redacción buscando noticias sobre una lancha de narcotraficantes que fue descubierta por la policía y, como consecuencia de un enfrentamiento a bala con los oficiales, había chocado cerca de la playa de un pueblo pesquero llamado El Matal.
Para aligerar el peso en la ruta de escape, la tripulación de la lancha arrojó todo su cargamento al mar: cajas llenas con paquetes de cocaína en forma de ladrillos, unos 20 kilos por caja según lo que pude averiguar después. El hecho, ocurrido en febrero de 2006, apareció en la prensa pero más allá de notas pequeñas y algún espacio en televisión, la historia fue perdiendo frescura y al no producir mayores detalles terminó recorriendo el camino natural de las noticias hacia el olvido. Yo, por ejemplo, escuché la historia por primera vez cuando me la contaron amigos surfistas que habían ido a correr olas en El Matal, según ellos, en el pueblo vivía gente que encontró paquetes y los vendió de vuelta a los traficantes cuando fueron a buscarlos. El dinero, de lo que pude o quise entender, cayó del cielo a las manos de los pescadores y ellos lo gastaron como si los billetes fuesen a llover de nuevo en cualquier momento. Fue así como el pueblo tuvo sus quince minutos de bonanza y, un año más tarde, era hacia allá donde íbamos.
Chuvis, el fotógrafo californiano Iván Kashinsky y yo viajamos en el balde de una camioneta de diario El Comercio desde San Vicente hasta El Matal, al norte de Manabí. Por esos días el caso se reabrió brevemente. Se hablaba de pobladores que habían cobrado conciencia del valor real de la cocaína, y escondian﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽bladores, concientes del valor real de la coca de nuevo iciales., empre pueden: ya gente intentida "ían paquetes con la intención de venderlos a un precio más alto que el estipulado por los traficantes. En Salango, al sur de la provincia, había testimonios recientes de gente que, acusada de haber guardado mercancía tras un episodio similar, fue torturada, secuestrada y hasta mutilada por quienes la reclamaban como suya. Los periodistas del Comercio estaban en esas averiguaciones y habían decidido pasar por El Matal en busca de experiencias parecidas, pero cuando uno mira El Matal de frente resulta imposible adivinar que allí pase algo más que la salida y la caída del sol.
Era casi medio día, la playa larga de arena clara y agua turquesa estaba vacía. Bajamos de la camioneta y caminamos hacia la oficina del presidente de la asociación de pescadores, junto a las bombas que despachan combustible para las lanchas. Chuvis lo había entrevistado varias veces por distintos motivos y, después de saludarlo con confianza, se sacó las gafas de sol, las puso sobre el escritorio y le pidió lo que andábamos buscando.
Tenía bigote y más estómago que otra cosa, digamos que se llamaba Jesús porque al ver mi grabadora me pidió que no usara su verdadero nombre. Ante esa advertencia pensé que su testimonio sería revelador y que con sus palabras como punto de partida no sería difícil reconstruir la historia palmo a palmo. Me equivoqué. Jesús me contó lo mismo que ya había leído en El Diario y me atrevería a decir que hasta uso﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽ a decir que hasta usnas palabras.serten mas preguntas ó las mismas palabras. Yo le pedía detalles pero me decía que no sabía. Yo le pedía nombres pero me decía que no podía. Yo le pedía anécdotas puntuales pero me decía que no se acordaba, que había pasado un año y que ya nadie hablaba de eso. ¿Nadie? La gente se olvida de las cosas, joven. Chuvis insistió apelando a una supuesta camaradería, pero el presidente de la asociación de pescadores estaba atado a una frase de la que no pensaba deshacerse: eso es todo lo que puedo contarles. Apagué la grabadora y le prometí no mencionarlo en la nota, pero fue inútil. Estuvimos yendo y viniendo entre las paredes de ese juego durante poco más o poco menos de una hora, hasta que Chuvis, con los dedos hundidos entre su pelo largo, agarrándose la cabeza con fuerza para sostener la frustración, dijo bueno Don Jesús, muchas gracias, se levantó y salió de la oficina. Yo hice lo mismo y al apretar la mano de Jesús para despedirme busqué su mirada: él me la sostuvo por unos segundos antes de desviarla hacia cualquier parte.
Dispuestos a buscar testimonios en lugares menos discretos que El Matal, los periodistas del Comercio dieron media vuelta a la camioneta. Para ahorrarse el dinero y el maltrato del bus, Chuvis se trepó al balde y, desde ahí, nos sugirió pasar la noche en San Vicente, donde hay buenos hoteles y algo que hacer por las noches, al día siguiente, me dijo, podríamos intentarlo de nuevo, más temprano, cuando los pescadores estuviesen en la playa. En ese momento sentí la presencia del fracaso. Llevaba poco tiempo escribiendo crónicas y, lo que era aún peor, fui yo quien “vendió” la historia de El Matal insistiendo en viajar a Manabí y pasar varios días investigando. La revista había decidido enviarnos con la condición de que engancháramos varios temas en el mismo viaje, así que el tiempo que teníamos para cada historia era corto y, de hecho, al día siguiente tendríamos que seguir nuestro camino sí o sí. En una conversación veloz Iván y yo resolvimos quedarnos en El Matal, él podía aprovechar y tomar fotos del pueblo mientras yo trataba de convencer a quien sea de que me contara lo que sea. Era eso o volver a Quito con las manos vacías y aquel no era un lujo que podíamos pagar.
Alice Lizza está desesperada. Es joven, es rubia, es exactamente lo que parece, la conductora de un programa de televisión llamado Alice Nella Città (Alice en la ciudad) que se transmite por la Rete 8, en Italia. Lleva boina, tacos y vive en Roma, pero hoy está en el deli de Journal Square, una estación de trenes en Nueva Jersey, rodeada de gente que come pizza, toma café y lee el periódico, tranqui, sin apuro, al ritmo de un sábado por la mañana.
Mira, dice en su inglés cargado de acento, cuando llegue a Italia voy a editar el video y te lo mostraré, si algo de lo que dices o haces no te gusta, podemos arreglarlo, cortarlo, sacarlo, no problem. Se lo dice a Mike Alaska, el músico que ella quiere convertir en el personaje principal de uno de sus episodios. Mike es alto, más blanco, que el blanco, lleva una chaqueta de cuero azul y cada vez que se mueve los tatuajes que tiene en la nuca y en los dedos se mueven con él. Mira, dice Mike, por una entrevista cobro usualmente cien dólares, si quieres que salga tocando en un video son como otros doscientos, cuando hago un show cobro por minuto, por minuto, como sesenta dólares, eso son sesenta dólares cada sesenta segundos, ¿entiendes?, si voy a darte mi imagen para que la lleves a otro país y te hagas famosa voy a necesitar un contrato y algo de dinero. ¿Por qué no me lo dijiste antes?, pregunta Alice, luego se pone de pie y habla con Nico y Francisca, dos compatriotas suyos que estudian cine en la New York Film Academy y son su equipo técnico en América. Mike pela una banana y destapa un jugo de cereza, desayuna igual que los demás. Yo estoy sentado a su lado, callado, nervioso. Con ganas de más.
Alice regresa a la mesa, tiene cuarenta dólares en su bolsillo y es todo lo que puede pagar, aún no sabe si Rete 8 va a comprar el reportaje. Mike ríe como diciendo no me jodas: no hará nada por menos de doscientos. Incluso les pide a los estudiantes que apaguen las cámaras. No estamos grabando tu performance, estamos en un deli. Igual, no hagan eso ahora, por favor. Alice dice he estado en Nueva York dos meses y ya no tengo dinero, doscientos es demasiado, el equipo está listo para hacerte una entrevista y ellos trabajan gratis, sólo quieren hacer algo bueno. La razón por la que te traje hasta aquí, dice Mike, la razón por la que lo traje a él –me mira por un segundo– hasta aquí es para que documente a esta gente que viene de Europa y me graba y me pone en sus shows y no me ofrece nada, me dicen cuando esto reviente vamos a hacer mucho dinero y luego van al Festival de Sundance y yo no recibo una mierda. Lo de la revista está cool –vuelve a mirarme–, pero si quieren audio y video, eso es otra cosa.
Alice le sube el volumen a su voz, ella y Mike parecen una pareja de novios tratando de arreglar algo que no tiene solución. Quiero hacer un perfil sobre ti, tu arte, tu pasión, en Italia la gente me ruega que la entreviste, probablemente no te importa porque no te interesa la televisión italiana pero… Mike la interrumpe, ¿cuánto te costaría llevarme a Italia?, le pregunta. Lo haría si el canal ya estuviera interesado en ti, en ese caso ellos pagarían todo, pero estás en Nueva York, muy lejos de Italia. Mike Alaska levanta los hombros y sentencia: en el futuro, recuerda que si quieres que alguien haga un show para llevarlo a tu país eso te va a costar. Se hace un silencio y después de un suspiro que termina en el piso manchado del deli Alice dice OK, no me hago rollo, seguro conseguiré otras entrevistas.
Federica y Nico guardan cámaras y micrófonos en gruesos estuches negros y cuando están listos para irse, cuando lo han empacado todo y se han echado un par de mochilas encima, Mike les dice entiéndanme, si trabajamos así siempre vamos a ser artistas menores, pero ya que estamos todos aquí… hagámoslo, ¿te suena bien? Alice Lizza no le cree, lo mira con la boca abierta, a punto, creo, de lanzarle un golpe. Mike se levanta de la silla atornillada al piso, camina hacia la puerta del Deli y me dice los tuve de puntillas, ¿no? Los italianos sacan sus equipos de nuevo. Hoy somos todos parte del mismo show.
Cruzamos el Kennedy Boulevard, las cámaras encendidas, Mike habla y camina en medio de una rueda de prensa portátil. Nació en Austin, Texas –de ahí la palabra que forman las letras bajo sus nudillos: sureño–, pasó unos años en California y finalmente se instaló en Alaska junto a su familia, el viaje lo hicieron en un bus escolar que la mamá de Mike compró y transformó en casa rodante. En la vereda de enfrente, personas se detienen a mirarnos, pienso en ellos pensando quién es éste y me doy cuenta de que ninguno de quienes lo rodeamos lo sabe a ciencia cierta, después de todo, yo estoy aquí inspirado por un video que vi en YouTube, sin la menor certeza de que esto sea, de hecho, una historia, mucho menos una buena historia.
Llegamos al sitio donde vive, Mike pide que no graben la entrada. El edificio, como todos los de la calle, tiene pocos pisos de altura y una escalera para escapar en caso de incendio. Su casa propiamente dicha es estrecha y parece improvisada, como si un hogar pudiese montarse en cualquier parte. En la pared hay una foto en la que aparecen, abrazados y felices, Frank Sinatra, Dean Martin y Sammy Davis Jr. en blanco y negro, en el piso un viejo equipo de sonido sintonizado en una estación de rock clásico. El resto son muebles que tienen toda la cara de haberle pertenecido a otros dueños y espacios vacíos. Los italianos discuten dónde poner la cámara y yo aprovecho para entrevistar a Mike en privado, me lleva por un corredor húmedo y terminamos en un cuarto caliente atravesado por tuberías aferradas al techo: un sótano. Para descontar algo de la renta que debe pagar todos los meses, Mike es conserje a medio tiempo y ésta es su oficina. Lleva dos meses en Jersey, antes vivía en Manhattan pero la ciudad lo masticó y en vez de tragarlo lo escupió hacia acá. Allá lo arrestaron tres veces por hacer su show en la calle y pasó mucho tiempo durmiendo en techos. ¿En techos? Sí, dormir en un techo es mucho más seguro que dormir en la calle con todos los vagabundos que fuman crack.
Antes de fajarse con Nueva York Mike Alaska vivía en Montreal, Canadá, donde al parecer todo era maravilloso. La gente es amable, dice, no son americanos, es todo lo que puedo decir, no son americanos, gastan el dinero de la manera correcta, su gobierno funciona, no esconde cosas, tienen seguro médico para todo el mundo, seguro dental, y gratis, en Canadá te sientes seguro, como que alguien se hace cargo de ti, aquí te levantas y estás a medio camino de la muerte. La rabia y la tristeza vienen con su parada de hombre duro que usa botas de motociclista y jeans negros.
Vivió en Montreal cinco años pero fue deportado, un día viajó de visita a los Estados Unidos y ya jamás pudo volver, todavía no sabe cómo pasó, un campo de fuerza migratorio que aún no logra entender del todo lo separó de su novia, de sus amigos, de su banda, de su vida. No podía volver a la casa de mis padres y decirles que no lo logré, que no me salió, volveré cuando pueda invitarles una gran cena en un sitio hermoso, sin tener que preocuparme por nada. Tengo que seguir. Imagínate, yo llegué a Times Square –pleno Broadway– , solo, en la quiebra, a tocar en la calle. Te dicen anda a Nueva York, te dicen toca en el subway, te dicen vas a ganar dinero, te dicen vas a ser famoso. ¿Sabes lo que me mantiene?, la gente, la gente que se detiene para verme, los que se la están jugando como yo cada día, los que me dicen tú lo tienes, no aflojes, tú lo tienes.
En Manhattan, pienso, la gente se acompaña sin hablarse ni tocarse demasiado, se hacen los desentendidos, dicen que no les importa pero se respetan porque saben o imaginan o pasan por lo mismo que el otro. No hay lugar para los débiles.
El tren que conecta Nueva Jersey con Manhattan se llama PATH y hace una parada en Journal Square. Mike Alaska carga sus cosas en una mochila un poco más grande que su espalda y en una especie de montacargas muy pequeño que arrastra detrás de é﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽e arrastra detrás de eupermercado largos. pueden escucharloado él.
Lo primero que hacemos al salir de la estación es caminar calle abajo, desde la 33 hacia Union Square, donde Mike hará su show para las cámaras prestadas de Alice Nella Città. Antes de llegar a nuestro destino final paramos a comer pizza, Mike invita y no acepta que nadie diga o haga lo contrario. Los italianos necesitan enchufar sus aparatos y cargar bateria﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽ateriga lo contrario. l estacido largos. pueden escucharloado ías. Mike cumple con las averiguaciones pertinentes, los dueños del local son amables, ayudan a la gente de la televisión y Mike les dice cuando sea famoso les daré cien dólares, se los prometo, no estoy bromeando. Cuando sea famoso. ¿Cuándo pasará eso?, ¿pasará?, ¿todos podemos ser famosos si queremos, si de verdad lo intentamos? No lo sé, tengo mis reparos, pero Mike no tiene dudas al respecto y supongo que esa es la única forma de vivir su vida. Se sienta a mi lado, comemos y, de pronto, sin que yo se lo pregunte, me dice algo grande está a punto de pasar, algo grande, no puedo decirte de qué se trata, pero vas a estar ahí y será la mejor historia que hayas escrito jamás. ¿O sea que yo también seré famoso?, me pregunto. Lo miro, sonrío, quiero decirle que confío en él, que le creo, que, aunque lo más probable es que no volvamos a vernos, sí, ojalá algo grande termine pasando. Mike asiente con la cabeza, seguro, como si pudiese ver el futuro proyectado en las paredes de su cabeza, estaré en un yate en la mitad del océano, con chicas y champán, me dice antes de limpiarse la boca con una servilleta, botar el plato de cartón en el basurero y salir a la vereda para fumar. Alice Lizza lo sigue, aún no ha tenido suficiente –¿qué hace falta para que la vida de una persona merezca ser contada a los demás?– y le pregunta cosas que sólo se escuchan al otro lado del vidrio por donde los observo.
Me quedo con Federica y Nico, hablamos de cine, de proyectos, de gustos, hablamos de nosotros y no de o a través de Mike Alaska. Se hace tarde, tenemos que irnos. Quizás algún día nos veamos en un festival, me dicen, quizás todo esto resulte, nos resulte. Quizás algún día alguien, cualquiera, diga que somos famosos sin que nosotros nos hayamos enterado. La razón que nos trajo hasta este día, hasta esta pizzería donde somos los únicos porque la gente prefiere pedir para llevar, no será la más noble, pero vale, juega, es una razón y todos necesitamos una razón.
La primera línea del tren subterráneo de Nueva York, mejor conocido como el subway, se inauguró en 1904. Más de cien años después, el sistema completo recorre casi 1.500 km. y en el operan veintiséis líneas de trenes, cientos de vagones que funcionan las veinticuatro horas y transportan miles, millones de personas todos los días del año. Este es uno de esos días y nosotros somos cuatro entre esos millones buscando la línea L en la estación de Union Square. Está claro que esta parte del mundo le pertenece a Mike Alaska, ni un paso atrás, ni un paso en falso, esta es su casa o por lo menos es obvio que pasa más tiempo aquí que en aquel sótano de Nueva Jersey. Lo seguimos como podemos, aguantando tropezones, miradas, insultos, bajamos un par de escaleras y nos detenemos a un lado del escenario.
Christoph, un saxofonista alemán de veinticuatro años que de tan flaco parece sólo el armador que sostiene su ropa, esta ﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽enedel que cuelga su ropa, o cubre, miradas e insultos hayamos enterado. á tocando la clásica melodía de conservatorio, su pelo y su barba son una misma república de pelos que se inclinan cuando alguien deja una moneda en el sombrero que tiene frente a sus pies. Christoph termina con una nota que se prolonga hasta desaparecer. Mike se le acerca, lo saluda con un abrazo, lo felicita, le pide que por favor lo deje tocar una hora en ese lugar, en medio de dos trenes que anuncian su llegada con una corriente de aire frío y un temblor en las rieles. ¿Una hora?, pregunta Cristoph. Una hora, responde Mike, estoy con gente de la televisión italiana, dale.
Mike Alaska desempaca su equipo con cuidado: un platillo, dos tambores, varios accesorios de percusión, un bote de plástico y un par de cajas que parecen jabas de cerveza. Antes de empezar se estira, calienta, pregunta por qué la gente no hace lo mismo antes del sexo y un tipo que pasa a su lado le responde sin siquiera regresar a verlo: arruinaría la onda. Mike se ríe mientras saca un par de billetes de su bolsillo y los lanza a un tarro de plástico que ha colocado frente a él. Si quieren darme un centavo, háganlo, no se avergüencen, todo sirve, le dice a quien alcance a escucharlo. Luego se sienta en una de las cajas, sus rodillas casi a la altura del pecho, y empieza. Mike no viaja por el mundo, no hace tours ni llena estadios, pero al verlo uno sabe que está presenciando un espectáculo. Más que un músico, es un acróbata, capaz hasta sea medio mago. Las baquetas se mueven entre sus dedos y es como si se multiplicaran porque de repente uno ve varias girando de un lado para el otro, golpeando los tambores, ganándole a la velocidad del sonido, uno las ve tocar el piso, rebotar, viajar por el aire hasta el techo y volver y seguir el beat, el pulso marcado por la pandereta que rodea el talón de una de sus botas de motociclista. Uno lo ve y lo escucha y no puede creer lo que está viendo y escuchando. Entonces Mike Alaska lanza una baqueta hacia una columna al pie de las rieles, a metros de distancia, y esa baqueta vuelve a su mano como si todo el tiempo hubiese estado pegada a su muñeca con una telaraña.
El subway tiene sus propias reglas y Mike las conoce de memoria. El subsuelo de la capital del mundo es como un gran festival de música y si alguien llega antes y ocupa tu lugar sigues caminando, te la bancas, hasta encontrar un sitio donde no puedas ni verlo ni escucharlo, no te sientas a su lado y tocas más duro, eso no se hace, eso no es cool. Mike monta por lo menos cuatro shows a la semana y en sus mejores días, dice, toca entre diez y doce horas. Diez, doce horas, son demasiadas para una sola cosa pero cuando es lo único que tienes es lo único que haces, lo no﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽aces, lo lo para una sola cosa semana y en sus mejores due de repente uno ve y único que puedes hacer. A veces, dice, otro músico me dice hey man, hasta cuándo vas a estar en el mismo sitio, le pregunto cómo está y anda mal, tiene hambre y no tiene con qué pagar la renta, le digo que yo no tengo hambre y sí tengo con qué pagar la renta porque toqué en el mismo sitio durante varias horas, lo mantuve, y así puedes hacer hasta cien dólares diarios… vamos, esto es Nueva York, tienes que darle duro.
Nueva York. Darle duro. Mike le da duro. Mike le ha estado dando duro desde hace tiempo. Todos le estamos dando duro y a veces, cuando nos dan duro, más duro, sentimos que no hay chance, que para qué, que mejor dejarlo ahí. Pero seguimos. Algo grande va a pasar. Algo grande le va a pasar a alguien y será la mejor historia que jamás hayas leído.
La mejor película que he visto últimamente se llama Lemmy y es un documental, un tributo y una celebración por la vida de Ian Fraser “Lemmy” Kilmister, fundador, vocalista, bajista y gurú terrenal de la banda de heavy metal Motörhead.
Lemmy, la película, no es una investigación “seria” ni mucho menos, sus fuentes están totalmente parcializadas y casi nunca se mete en problemas buscando confrontaciones entre los mitos y las versiones oficiales: Dios la bendiga por eso. Parecería que Greg Oliver y Wes Orshoski, los directores (sólo hace falta verlos una vez para saber que se puede confiar en ellos porque ellos le han confiado su vida a Motörhead), la tenían clara desde el principio: vamos a demostrarle al mundo que Lemmy, la persona-personaje, es el ser más cool sobre la faz de la tierra. Vaya que lo hicieron y de qué forma. Con una tesis como esa, no se puede perder. Cuando todavía era Ian, Lemmy vio a los Beatles en el mítico Cavern Club de Liverpool y encontró su destino. Creció, aprendió a tocar, fue roadie de Jimi Hendrix y formó la no tan anónima Hawkwind, banda de punk psicodélico que nunca funcionó del todo porque, como reconoce uno de sus miembros en el documental, “cada uno de nosotros usaba una droga distinta”.
En 1975 Lemmy inventó Motörhead y detonó una bomba cuya onda expansiva nos sigue sacudiendo hasta hoy. A sus sesenta y seis años de edad, con veinticinco discos de estudio a sus espaldas, Lemmy sigue vistiendo jeans negros, botas, sombrero de vaquero, bebiendo Jack Daniel’s con Coca Cola y, lo más importante, haciendo el único tipo de música que le interesa sin que importe mucho –nada– lo que pase a su alrededor. Más claro: si decidiste envejecer, hazlo como Lemmy, que pasa de gira seis meses al año a pesar de tener diabetes y presión alta. El resto del tiempo vive en un pequeño departamento en Los Ángeles, una especie de refugio nuclear lleno de guitarras, libros y objetos relacionados con la Segunda Guerra Mundial, su otra pasión.
Lemmy, la película, es el after party después de un gran concierto. Si Motörhead está en el libro de records Guiness como la banda más ruidosa del mundo, esta aplicación del fanatismo debería estar como la más exacta. Al final, de eso se trata: creer y hacer que otros crean. Oliver y Orshoski no están solos y en su documental cuentan con los mejores padrinos en cámara, gente de Metallica, Mötley Crüe, The Damned, Jane’s Addiction, el gran Dave Grohl y hasta el mismísimo príncipe de las tinieblas, Ozzy Osbourne. Y todos están de acuerdo con el testimonio de un adolescente británico al comienzo de la película: el Rock and Roll es Lemmy, Lemmy es el Rock and Roll.
Durante algún tiempo busqué el camino de regreso hacia el superhéroe de mi infancia: Superman. Como muchos, creo, nací en Metrópolis pero pronto entendí que la vida se parece más a Ciudad Gótica y me mudé al distrito del comisionado Gordon, donde pensé quedarme a vivir para siempre. Hasta que leí All Star Superman, la serie de doce capítulos escrita por el escocés Grant Morrison, y decidí volver a casa, así sea de visita.
Morrison, autor de esa catedral llamada Arkham Asylum, hizo que el Hombre de Acero se enfermara de ca﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽ra de ce de Acero u l or,ogarolar an en nosotros esa sensaciudan de Metrmbre máncer tras caer en una trampa de Lex Luthor y con ese giro lo volvió más poderoso que nunca antes. En esta versión de los hechos, el hijo de Krypton no sólo muere, sabe que va a morir y aquello hace que nosotros, quizás por primera vez, podamos verlo a los ojos y tratar de entenderlo.
Con el tiempo en contra, Superman enfrenta sus sentimientos más básicos y, por lo tanto, humanos. Su amor por Luisa Lane, una fantasía que nunca podrá cumplir porque, sin importar que sea capaz de besarla sobre la superficie de la luna, él nació en otro planeta y jamás podrá envejecer a su lado. La impotencia ante la mortalidad de sus padres terrestres, a los que ni siquiera él pudo salvar de su destino natural. La soledad de saber que es el único de su especie en el universo. La cruz terrible de tener que hacer siempre lo correcto, incluso cuando lo sensato sería marcharse y abandonarnos a nuestra suerte, que es lo que merecemos.
All Star Superman se publicó originalmente entre los años 2005 y 2008. Ahora, los doce capítulos pueden –y deben– leerse en dos volúmenes de DC Comics. En el prólogo del segundo libro, el guionistaMark Waid dice, “Los dioses alcanzan su poder haciendo que nosotros creamos en ellos. Superman alcanza su poder creyendo en nosotros.” La lucidez y claridad de Waid son, qué duda cabe, súper-poderes también. Si los superhéroes son la mitología del siglo XX, Superman está al frente del Olimpo, pero no es ahí cuando lo queremos y lo respetamos, todo lo contrario, es cuando baja a la tierra y se faja como cualquiera de nosotros, cuando nos hace creer que no somos tan distintos.
Canción 5.1 : El chico encuentra a su padre y le pide que regrese.
El chico tiene diecisiete años. Parece mayor. Es alto, de hecho, es la persona más alta que conoce y en el colegio sus compañeros se burlan de él por eso. Pero ya no está en el colegio. Ha pasado las últimas dos semanas viajando en buses y en camiones y en cualquier cosa a la que ha podido subirse.
Partió de Quito y ahora está en Playa Cristal, cerca de Santa Marta, en el caribe colombiano. Mientras venía en la lancha que lo trajo desde el Parque Nacional Tayrona, pensó que él también podría vivir aquí, que si quisiera esconderse, probablemente habría escogido este lugar o uno parecido.
El chico camina por la playa, entra a un restaurante donde ofrecen pescado frito y arroz con coco. Pregunta por Ulises y le parece curioso que todo el mundo lo conozca pero que nadie le diga Ulises sino El Ecuatoriano. Sí, es ecuatoriano, es un buzo ecuatoriano, dice el chico. Le dan direcciones y lo guían hasta una pequeña cabaña cuyo letrero dice: Expediciones Submarinas Penélope.
No hay nadie y el chico se sienta en un tronco a esperar. Compra un coco, se toma el agua casi de un solo trago y pide que se lo partan para comerse la carne. Luego abre su mochila y saca la foto de Ulises que lleva consigo. Esta ﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽salir de su casa en Quitoce la carne. die le diga Ulises sino El Ecuatoriano. á ajada y en las esquinas tiene manchas de algo que podría ser café. La imprimió antes de salir de su casa y cree que la ha visto más de un millón de veces desde entonces. Sabe que la ha visto todas las mañanas, al despertarse, y todas las noches antes de irse a dormir. Sabe que cada vez que ha podido la ha sacado de la mochila a la hora del almuerzo y ha comido mirando los ojos de Ulises.
En la foto, Ulises sale junto a una criatura muy rara que el chico no se atreve a llamar pez, inmensa y de un solo ojo. El artículo que está debajo cuenta cómo Ulises estuvo a punto de morir durante una de sus expediciones: salió con un grupo de turistas holandeses, la criatura se cruzó en su camino y él la enfrentó mientras el resto volvía a la superficie. Sin quererlo realmente, el chico se ha aprendido esas líneas al pie de la letra, y es lo que ha dicho cuando, en el camino, alguien le ha preguntando, ¿qué hace tu papá en Colombia?
Detrás de la foto, el chico escribió una lista de cosas que quiere decirle a su padre. La mayoría son preguntas más bien generales, ¿por qué te fuiste?, ¿por qué no volviste a escribir?, ¿por qué nunca me has llamado? Al final de la lista, escrita con mayúsculas y encerrada en una especie de marco grueso, hay una frase que dice: VOLVER Y SALVAR A MI MAMÁ.
Se acerca el medio día y el sol lo cocina. El chico se arrima a la pared de la cabaña, bajo la sombra, y de a poco se deja caer hasta quedar acostado en el suelo, la cabeza sobre la mochila, los ojos cerrados. Dos horas después, un hombre lo despierta llamándolo por su nombre. Telmo, le dice. Telmo. El chico se lleva la mano a la cara, se restriega los ojos y ve a Ulises, su padre.
Aún cuando están sentados, Telmo es más alto que Ulises. Se vieron, se abrazaron en silencio. El chico pensaba que no lo iba a reconocer, pero fue al revés, lo reconoció en seguida, como si durante todo este tiempo, durante los diez años que Ulises lleva fuera del Ecuador, lo hubiese visto crecer a la distancia.
Ahora están dentro de la cabaña. Ulises le pregunta si tiene hambre, si todavía tiene sueño; si prefiere descansar, le dice, puede llevarlo a su casa, allí puede dormir un poco más, pueden hablar por la noche. No, quiero hablar ahora. Ulises se reconoce en la voluntad de su hijo. ¿De qué quieres hablar? Telmo toma una decisión. De muchas cosas, he pasado diez años pensando en las cosas de las que quiero hablar contigo, pero hay una que es más importante que todas. Ulises puede adivinarlo pero prefiere no hacerlo. Se hace un silencio. Mi mamá, dice finalmente el chico, mi mamá tiene problemas, más problemas de los que ella cree. Ulises recuerda cada rincón del rostro de Penélope como si aún se despertara a su lado. ¿Qué le pasa?Mi mamá estuvo sola como cinco años, dice Telmo, esperándote, la gente le decía que estabas muerto, pero ella seguía esperando, hasta que se cansó. ¿Se volvió a casar? Telmo responde moviendo la cabeza. O sea, no se casó, pero vive con un tipo. ¿Con quien﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽e con un tipo ella sewsewgud. o. blar contigo, pero hay , le dice, fue al reva a dormir. én? Telmo se da cuenta, sólo hablar del tema en voz alta lo pone mal, lo descompone. Se llama Primitivo, ¿puedes creer?, ¡Primitivo!, y es un man muy turro, era el mejor cliente del restaurante… Ulises puede ver a Penélope preparando comida costeña, el pelo recogido en el gorro de baño que usaba (que usa todavía) en la cocina… iba todos los días a comer, llevaba gente, consumía mucho y se iba cuando ya estábamos cerrando, pero un día ya no se fue ms﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽que usa todavo descompone. ro hay , le dice, fue al reva a dormir. ás. Ulises piensa en la cama que él mismo construyó para Penélope. Tienes que volver, dice Telmo, tienes que venir conmigo, el man este ya no trabaja, se pasa todo el día en el restaurante, lleva a sus amigos, les invita todo, nos estamos quedando en la ruina.
Ulises se levanta y se acerca a la ventana. Mira las mesas del bar La Sirena, en la playa,donde trabaja alguien que es lo más parecido al amor que le ha pasado últimamente. ¿Cómo me encontraste? Telmo se para a su lado. No fui yo, fue Antonia, mi novia. ¿Tu novia? Sí, y la verdad no te encontró a ti sino a ese pez raro que casi te mata. El cíclope, susurra Ulises, todavía no saben cómo se llama. Sí, ese, Antonia quiere ser bióloga marina y se enteró de la noticia en Internet, cuando me enseñó la foto, no sé, sólo supe que eras tú. Ulises mira a su hijo y sonríe. ¿Tienes una foto de Antonia? Telmo saca su billetera y le muestra una foto tamaño carnet. Es linda, dice su padre, tiene los ojos grandes como una lechuza.
Ulises vuelve a sentarse y se queda en silencio. Si quieres, después puedes volver a perderte, le dice Telmo, pero ahorita tienes que venir conmigo y ayudarme a salvar a mi mamá, ella te necesita, yo te necesito… te necesitamos ¿No quieres saber por qué me fui, por qué nunca más supieron de mi? Telmo recoge su mochila y se la echa en la espalda. Me puedes contar tu odisea en el camino, dice el chico. La odisea es la que nos espera, dice su padre.
Este jueves 24 de noviembre, a las 18h30 en Mr. Books de Mall El Jardín, se presenta la novela El Inquilino del colombiano Guido Tamayo. El poeta Antonio Correa y yo tendremos el placer de hablar con Guido sobre su personaje, un colombiano radicado en Barcelona que se va muriendo de varios males, pero sobre todo de uno: no lograr convertirse en un escritor Latinoamericano que triunfa en Europa.
Quedan tod@s cordialmente invitados.
"...La escritura de Guido Tamayo proyectada sobre una Barcelona sombría de la que doy plena fe. La historia de una educación sentimental en su fase terminal. La verdad sobre los exilios literarios en la Barcelona que exageró su luz. La generación que pasó de pensar en la guerrilla a soñar en la gloria de ser escritor en Europa... El mundo de los mitómanos profesionales, charlatanes con hambre. La sensación de abandono, soledad y libertad que se siente en una ciudad que no te quiere, que no piensa quererte nunca. Un libro sobre un cierto y no tan lejano malentendido. Aquella Barcelona de la que oísteis hablar y que en realidad - Tamayo os lo dice- nunca existió."
Enrique Vila-Matas.
Acá pueden ver al propio Guido hablando sobre su novela.
Un joven funcionario llamado Juan Oliver (Alberto Ammann) queda atrapado en una revuelta carcelaria; para salvar su vida, decide hacerse pasar por uno de los presos. El líder del motín, a quien sólo conocemos como Malamadre (Luis Tosar), es tosco pero nada tondo, enseguida se da cuenta de que el nuevo interno es más educado que el promedio y, a pesar del riesgo implícito en un desconocido o quizás por esa misma razón, lo convierte en su mano derecha.
Celda 211 está basada en la novela escrita por el periodista Francisco Pérez Gandul, y si bien nunca se especifica que el libro haya sido inspirado en eventos reales, queda claro que el tema de su autor es la España contemporánea. Los presos no exigen que los dejen escapar como si nada o que reduzcan sus sentencias, la mayoría carga con cadena perpetua y todo lo que quieren es un trato más humanitario dentro de la prisión en la que, de cualquier manera, van a morir tarde o temprano. Para negociar sus demandas, Malamadre y compañía amenazan con asesinar a tres internos que pertenecen al grupo terrorista ETA. Consientes del posible desastre que esto podría ocasionar, las autoridades intentan dialogar con los prisioneros revelados, pero las cosas se salen de control muy pronto y la situación se vuelve extrema. Mientras tanto, en su calidad de infiltrado, Juan Oliver trata de jugar para ambos lados, piensa en su esposa embarazada, en su futuro hijo, y se queda del lado de la razón hasta que las circunstancias lo empujan y se lo traga el caos. Pero esta película no se sostiene por su tema social –de hecho se permite lugares comunes, ¿hacía falta el embarazo?– sino por la relación entre Oliver y Malamadre, el primero con todo por delante y el segundo ya sin nada que perder. El trabajo de Alberto Ammann es notable, fuerte cuando tiene que serlo y jugado hasta el delirio cuando su moral se derrumba. Y Luis Tosar es mejor aún, desde la transformación física que lo hice musculoso y una aparente parsimonia mental, enfrenta las limitaciones intelectuales de Malamadre con instinto de supervivencia, con encanto callejero, y aunque va muy en serio se permite el humor, la solidaridad con sus “colegas” y la responsabilidad del poder, “de mi no se ríe ni Dios”, dice Malamadre.
Celda 211 ganó ocho premios Goya (el Oscar español) en 2010, al año siguiente de su estreno, incluyendo mejor película, mejor director, mejor actor (Tosar) y mejor actor revelación (Ammann). Con tanto mérito es curioso que haya tardado más de dos años en llegar al Ecuador, pero mejor tarde que nunca.
Como todas las novelas que hablan sobre la muerte, La luz difícil del colombiano Tomás González habla en realidad sobre la vida, sobre cómo la vida sólo sirve para una cosa o sólo debería servir para una cosa: ver la belleza del mundo.
David, el personaje principal, es un pintor entrado en años que puede intuir sin rodeos y sin temores la cercanía del final. Ha dejado de tensar los óleos porque está ciego y pasa los días escribiendo sus memorias en letra gigante y redonda, la única que puede leer. Parte con el recuerdo de su hijo Jacobo, quien sufrió un accidente y, tras años de insoportables dolores, eligió tomar el camino de la eutanasia. La familia estuvo a su lado siempre, nadie lo cuestionó y apenas llegaron a decirle que en su decisión había espacio para el arrepentimiento. Jacobo murió, pero esta, aunque no parezca, no es la historia de los que se van sino de los que encuentran razones para quedarse.
David se quedó por Sara, su mujer, porque “encontraba consuelo en su belleza” y porque siendo una Sara fue todas las mujeres de su vida. Se quedó por sus hijos, que son versiones de él y sean quizás lo más cercano a la sobreestimada eternidad. Se quedó por Ángela, la señora que cuida de él en sus años frágiles y lo educa con su sabiduría rural. Se quedó para ver y pintar las formas de la espuma en el agua, para ver y pintar la presencia de los árboles en los parques, para ver y pintar las huellas de cangrejos y caracoles en las playas. David se quedó porque pudo descifrar la razón de sus movimientos, el destino de sus afectos y el peso de su gato Cristóbal al acostarse sobre sus piernas, “pesado como una paca de algodón”. Todo eso le pareció más que suficiente.
La luz difícil es corta, intensa, y en su brevedad se permite el atrevimiento de volver a decir lo que, a estas alturas, suena gastado, ingenuo, turro: lo único que vale la pena es pasar la mayor parte del tiempo con la gente que uno quiere y, con suerte, dedicar el resto a ejercer el oficio de la pasión por lo que uno hace. Y da rabia que siendo tan simple la solución sea tan complicado librarnos del problema.
Una comedia romántica que, como esta, empieza igual que todas pero termina mejor que la mayoría llevada por actores de primera, merece algo más que el beneficio de la duda: merece el elogio de la risa y el placer del recuerdo.
Hacer reír es más difícil que hacer llorar, no importa que los grandes festivales de cine, en su mayoría, desechen las comedias (románticas o no) por el mero hecho der ser comedias y no dramas, eso es lo de menos, lo que importa es que el sentido del humor es la forma más linda de inteligencia, de observación, y no se puede dar por sentado. Por eso al principio de Loco…, cuando un perdedor (Steve Carrell) pierde a su esposa (Julianne Moore) por haber perdido, en realidad, la capacidad de sorpresa y romance, todo pinta como siempre, vendrán la depresión torpe, la redención mecánica y la reconquista forzada porque, al parecer, esa es la plantilla que la comedia hollywoodense de moral Julia Roberts, tan orgullosa de haber deshonrado la tradición de genios como Billy Wilder y Woody Allen, insiste en conservar: cero riesgo. Y lo más triste es que la película avanza y eso es precisamente lo que pasa, pero justo cuando el barco se está hundiendo sin remedio empiezan a brillar, de a poco, rasgos de humanidad: Carrell seriamente enfadado y cuestionador al enterarse que su hija (Emma Stone) está saliendo con el mujeriego (Ryan Gosling, ¿hay algo que este actor no pueda hacer?) que le enseñó a levantar mujeres en bares; Moore seriamente enfrentada a su deseo por un compañero de trabajo (Kevin Bacon); Stone y Gosling recordando seriamente la escena –¿cumbre?– de Dirty Dancing, probando que el amor sólo puede funcionar cuando se le pierde el miedo al ridículo, cuando el espectador pasa de la vergüenza ajena a la envidia personal; el adolescente (Jonah Bobo) que confiesa públicamente adoración platónica por su niñera en la más si lo sabe Dios, que lo sepa al mundo.
Los directores Glenn Ficarra y John Requa, guionistas de esa joya-cinematográfica-película-de-culto llamada Bad Santa, han logrado flotar en un mar de estrenos “cómicos” decepcionantes (Amigos con derecho, Como acabar con tu jefe, Pase libre, entre otras), y lo han hecho apoyándose en los defectos que vuelven frágiles a sus personajes, como debe ser. Es cierto que al final Carrell da el clásico discurso de cierre frente a los compañeros de secundaria de su hijo y entonces, después de haber ganado, la comedia pierde, pero lo perdonamos porqué está en lo más bajo de la alta suciedad que por ahora tiene secuestrado al género.
Este jueves 27 de octubre, a las 17h00 en la FIL de Guayaquil (Centro Cultural Simón Bolívar), Oscar Vela (autor de Desnuda oscuridad), Eduardo Varas (autor de Los descosidos) y yo compartiremos ideas en un conversatorio organizado por Alfaguara. La idea es discutir cómo en tres novelas de trama muy distinta, el amor se presenta más bien como una aberración y juega un papel clave en las decisiones de los personajes principales.
Sin importar cuántas vueltas le demos al tema, yo creo que la verdad absoluta ya la dijo Woody Allen al final de Annie Hall (1977). O sea que la verdad es esta: I thought of that old joke: This guy goes to a psychiatrist and says, 'Doc, my brother's crazy, he thinks he's a chicken.' And the doctor says, 'Well why don't you turn him in?' and the guy says, 'I would, but I need the eggs.' Well, I guess that's pretty much now how I feel about relationships. They're totally irrational and crazy and absurd, but I guess we keep going through it because most of us need the eggs.
Mis padres… Los escuché pelear, al estilo de siempre. Ella decía cinco frases y él respondía con una sola palabra. A veces decía, cortante: no. A veces decía, al borde de un grito: mentira. Y a veces, incluso, como los policías: negativo.
Claudia tenía doce años y yo nueve, por lo que nuestra amistad era imposible. Pero fuimos amigos o algo así. Conversábamos mucho. A veces pienso que escribo este libro solamente para recordar esas conversaciones.
Raúl era el único en la villa que vivía solo. A mí me costaba entender que alguien viviera solo. Pensaba que estar solo era una especie de castigo o enfermedad.
Mientras decía esa frase tonta con lentitud, pude ver sus espinillas, su cara blanca y rojiza, sus hombros puntudos, el lugar donde debían estar los pechos pero de momento no había nada, y su pelo que no iba a la moda pues no era corto, ondulado y castaño sino largo, liso y negro.
…pues a mí me interesa mucho saber cómo estás, me dijo, y yo sonreí con una satisfacción en la que también respiraban el miedo y el deseo.
Mientras ella lloraba y empacaba sus cosas lo único que atiné a decirle fue esa frase absurda: se supone que es el hombre el que se va de la casa. De alguna manera siento, todavía, que este espacio es suyo. Por eso me cuesta tanto vivir aquí.
Hablábamos, todavía en la cama, a mediodía, sobre anécdotas de infancia, como hacen los amantes que quieren saberlo todo, que rebuscan en la memoria historias antiguas para poder canjearlas, para que el otro también busque: para encontrarse en la ilusión de dominio, de entrega.
En lugar de escribir, pasé la mañana tomando cerveza y leyendo Madame Bovary. Ahora pienso que lo mejor que he hecho en estos años ha sido beber muchísima cerveza y releer algunos libros con devoción, con extraña fidelidad, como si en ellos latiera algo propio, alguna pista sobre el destino. Por lo demás, leer morosamente, echarse en la cama largas horas sin solucionar nunca la picazón en los ojos, es la coartada perfecta para esperar la llegada de la noche. Y eso espero, nada más: que la noche llegue pronto.
Comenzábamos a acostumbrarnos, sin embargo, a esas sorpresas: acabábamos de entrar al Instituto Nacional, teníamos once o doce años, y ya sabíamos que en adelante todos los libros serían largos.
Vino Eme, por fin. Me dio, como regalo de Navidad, un frasco de magnetos con cientos de palabras en inglés. Armamos juntos la primera frase, que resultó, de alguna manera, oportuna: only love & noise.
…me alegra muchísimo que hayas vuelto a escribir, agregó. Me gusta lo que te pasa cuando escribes. Escribir te hace bien, te protege.
Queremos ser actores que esperan con paciencia el momento de salir al escenario. Y el público hace rato que se fue.
Hoy inventé este chiste:
Cuando grande voy a ser un personaje secundario, le dice un niño a su padre.
Te levantas, no sabes si es martes o domingo, desde hace un tiempo (¿te acuerdas desde cuándo?) todos los días tienen el mismo semblante, ese sabor que se repite hasta el cansancio, hasta cansarte de tenerlo en la boca sin poder escupirlo. No sabes qué hora es pero esperas que sea tarde, así puedes estar seguro de que parte del día ya pasó y dejar de preocuparte en cómo llenarlo.
Tienes que almorzar, tienes algo que hacer y eso te trae un alivio pasajero Si te pones a pensar, si haces inventario en tu cerebro, tienes un millón de cosas que hacer, un millón de asuntos y de personas pendientes, esperando, pero nada te mueve, nada te afecta lo suficiente como para moverte, tú mismo estás pendiendo de un hilo pero al parecer esa no es razón para madrugar.
Es raro que la gente te reconozca en la calle y te pregunte por tus proyectos mientras tú sientes que eres una proyección, una imagen que se ve gigante pero en realidad es diminuta. Proyectos. Todos tienen un proyecto. Algunos tienen varios sucediendo al mismo tiempo y te cuentan emocionados que no tienen tiempo ni para dormir pero están felices porque sus proyectos están saliendo. Tú, en cambio, sólo quieres dormir, dormir mucho, un montón de horas-días-meses, lo necesario como para despertar y haber cambiado o despertar y que los otros hayan cambiando o sólo despertar de una buena vez. Les dices qué bacán, qué buena onda, los-odias-te-odias porque tú no estás tan emocionado con tus proyectos, apenas y respondes bien, todo bien, ahí vamos, la cosa avanza. Te despides deseándole suerte a los demás, toda la suerte del mundo, diciendo cuídate mucho, bro, ya quiero ver esa película. Dices que tienes que trabajar y sí, tienes que trabajar, pero no lo vas a hacer, por lo menos no ahora. Ahora vas a hacer cualquier otra cosa, vas a perseguir rubias en tu auto, vas a mezclar pastillas y whisky, vas a quedarte dormido con la cara hundida entre las piernas de una rubia.
Da lo mismo si recuerdas o no su nombre. Da lo mismo que estés arriba o abajo o atrás. Lo que importa es sentir, sentir algo que te distraiga, que te aleje de las cosas de las que no puedes alejarte solo. Quisieras que haya sobremesa pero no lo vas a decir y cuando te pones a pensarlo francamente no sabrías cómo hacer algo así. Sólo sabes hacer lo tuyo y lo haces bien. ¿Cuándo dejó de alcanzarte con eso? ¿Cuándo empezaste a aburrirte? ¿Será que todo pasó demasiado rápido? Te dijeron que el camino a la cima –the way to the top – era largo y duro y que lo más probable es que no llegarías jamás. Pero llegaste. Llegaste antes que muchos otros y sabes que lo intentaste mucho menos que esos que todavía lo están intentando. Y no te sientes mal. Tampoco te sientes bien. La mayoría del tiempo sostienes un coma funcional que te permite amagar. Es mentira eso de que desde la cima se puede verlo todo. Mentira. No ves una mierda.
La solución, aunque no lo creas, es vivir para alguien más, no con alguien más ni a través de alguien más sino para alguien más. Hacerte a un lado es clave. Es muy extraño, pero de pronto tuviste un problema, tuviste que preocuparte por alguien más y todo, todo, fue más fácil. Es como si curando a otros pudieras curarte tu también. Esto lo sientes, no lo piensas, no quieres ser el tipo de persona que piensa en estas cosas, peor el tipo de persona que las piensa y las dice. El problema es que eso tampoco va a durar, te vas a aburrir y cuando alguien te exija explicaciones no vas a saber qué decir, no porque no tengas nada que decir sino porque en serio no sabes qué decir. Te vas a quedar callado y perdido como cuando te preguntaron quién es Jhonny Marco en esa rueda de prensa. La gente se va a ir, la gente va a seguir con su vida. Tu vas a saber que el que no se aguanta, el que no se tolera, el que no se la banca como le viene eres tú.
Y vas a agarrar el teléfono y la vas a llamar de madrugada y le vas a decir no soy nada, ni siquiera soy una persona.
Por eso haces check-out y abandonas el cuarto 59 del Chateu Marmont. Por eso manejas a toda velocidad hasta salir de Hollywood y de la mentira ambulante en la que te has convertido. Por eso abandonas el auto a un lado del camino solitario y dejas las llaves adentro. Por eso empiezas a caminar hacia algún lugar. Cualquier lugar es mejor que este. Lo sabes. Por eso sonríes.
Missing, la novela de no-ficción de Alberto Fuguet llega -por fin- al Ecuador vía Dinediciones. Sin duda alguna, se trata de uno de los libros más comentados y celebrados de esta parte del mundo en lo que va del siglo. Por lo pronto estará disponible bajo pedido, entiendo que con descuento y entrega a domicilio.
Mientras tanto, acá una entrevista que le hice a Fuguet para Mundo Diners.
Missing: el libro que no se pierde
Por Juan Fernando Andrade
A veces pienso que yo me transformé en escritor porque él no pudo serlo.
–Alberto Fuguet –
Sabía que serías tú, le dice, sabía que si algún día me encontraban ese serías tú.
–Carlos Fuguet –
En Las Vegas, entre el sol del desierto, el aire acondicionado de las habitaciones de hotel y el negocio del azar, vive Carlos Fuguet, un hombre de más de sesenta años que, quizás sin quererlo realmente, se ha convertido en uno de los personajes clave de la literatura latinoamericana del siglo XXI.
Carlos nació en Santiago y capaz hasta sea – siga siendo – chileno. En 1964, apenas salido de la adolescencia, viajó a Estados Unidos, se quedó, y no volvi. ﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽ Unidos adolescencia, cencia. do en uno de los peraló jamás. Su familia se instaló en Los Ángeles con la misma misión que tantas otras familias latinas antes y después de ellos: progresar, salir adelante, estar mejor. Pero eso tiene un precio. Su padre, sus hermanos y hasta su madre lograron acomodarse, traducir su vida y ocuparse en oficios que probablemente jamás hubiesen considerado hacer en su país. Carlos no. Carlos quería otra cosa. Carlos era más Fuguet que el resto o menos Fuguet que el resto, no se sabe. El caso es que era distinto.
Consiguió trabajo, aprendió inglés, estuvo en el ejército, hizo lo que había que hacer como tenía que hacerlo y cuando ya no pudo cayó en la tentación de América, cometió un error y terminó preso. Después de cumplir su condena regresó a casa con su familia y con quien más conectó, con quien se sintió en confianza, fue con un sobrino adolescente que estaba de visita, de paso. Para ese sobrino Carlos no era un adulto sino una persona en la que se podía confiar, alguien que escuchaba rock, fumaba marihuana y tomaba vodka con él, de tú a tú, mirándolo a los ojos, escuchándolo, tomándolo en serio. Luego Carlos se perdió, no como se pierden los niños en los supermercados, sino a propósito, se borró, se fue, se transformó en un personaje inventado. Tomó la decisión que muchos hijos han querido tomar: cortó con su familia y con sus raíces y con todo lo que pudo cortar.
Durante treinta años nadie supo de él, en parte porque Carlos se encargó de no dejar rastro y en parte, también, porque nadie preguntó. El único interesado en resolver el misterio fue su sobrino, que convertido en un escritor de éxito y prestigio, resolvió contratar un detective privado para buscarlo. Y lo encontró. Alberto Fuguet encontró a su tío Carlos Fuguet y después de abrazarlo y llorar un rato le propuso hacer un libro sobre su vida, sobre esos años perdidos: convertir el anonimato portátil en una historia. Ese libro se llama Missing y fue publicado en 2009. Al año siguiente ganó el premio de la crítica en Chile y empezó a viajar, a encontrar mucha más gente de la que pudo haber imaginado su autor.
Este año, post premio Nobel, Mario Vargas Llosa alabó sin reparos a Missing en su columna de El País y elevó a Carlos al estatus de antihéroe literario, símbolo de la suerte de la mayoría de latinoamericanos en los Estados Unidos, de ese sueño americano que tantos y tan distintos desenlaces ha tenido. Pero Carlos es real, existe, y es justamente eso, saber que todavía anda por ahí, que es de carne y hueso, lo que conmueve y emociona.
Missing empieza a circular en el Ecuador y nadie mejor que el mismo Alberto Fuguet para dar la cara y responder por él. Aquí va.
¿Carlos era tu héroe?
En algún momento lo valoré como un héroe, sí, y antes me parecía extremadamente cool, era el tío hippie, el tío buena onda, la fantasía de muchos sobrinos: ojalá mi tío hubiese sido mi papá y no al revés. Luego quemó las naves de verdad, algo que me parecía increíble. La gracia de Carlos es que no vio a nadie y nadie supo de él. Yo preguntaba, traía el tema a la mesa y las respuestas eran muy definitivas: debe estar muerto, preso, se metió con gente mala, debe estar en Cuba, lo fondearon, debe estar al fondo del río. Yo decía bueno, OK, pero qué río. Mientras estuvo desaparecido yo tenía bastante comprada la idea de que estaba muerto.
La búsqueda empezó con una crónica que le ocultaste a tu familia, ¿por qué?
Nunca hubiese escrito la crónica por mí mismo, hubo un grado de casualidad, azar y fortuna. Me pidieron una historia familiar y lo primero que se me ocurrió fue Carlos, conectar con mi memoria, con mis sentimientos reales y escribir eso. Y ahí estaba, escribiendo sin parar. Aunque lo mandé por Internet, en esa época creía que el extranjero todavía existía, que podía salirme con la mía porque si se publicaba en otro país mi familia no la iba a leer acá. Yo sabía que alguna gente iba a ser afectada y no quería afectarlos, pero cuando pensé que podía ser un libro, supe que el libro necesitaba un grado de valentía, como dicen: un valiente es un cobarde que se atreve. Yo me atreví.
¿Pensaste que lo encontrarías vivo?
La verdad nunca me imaginé encontrarlo, pensé que el libro se haría a través de los sobrevivientes, una ex mujer, ojalá un hijo, un vecino, un compañero de trabajo, alguien. Yo no estaba preparado para encontrarlo, además me parecía poco sexy encontrarlo vivo. Mi fantasía era encontrar declaraciones que valgan oro, leer sus diarios, algunas cartas. Cuando lo encuentro obviamente hay una especie de orgasmo que, poco a poco, se va disminuyendo, me doy cuenta que es aburrido, poco colaborativo, menos mito de lo que yo me imaginaba. Estaba feliz porque mi tío estaba vivo, pero tiré el libro a la basura.
Sin embargo, el testimonio de Carlos en primera persona ocupa más de doscientas páginas.
El libro fue mutando muchas veces, la crónica, la investigación. Después aparece Carlos, lo entrevisto y siento que me va mal, que no da ya para un personaje. Y cuando empecé a visitarlo como persona, no como escritor, él me pide que hagamos el libro, que sigamos. Me sentí obligado y desafiado. A él le costaba hablar y a mí me costaba preguntar ciertas cosas. Se me ocurrió que lo mejor era enviarle preguntas por mail y que respondiera sin la presión de tener que hablar. Carlos no se expresa muy bien en castellano, lo hace mejor en inglés, sobre todo cuando tiene que ver con momentos dolorosos. Tuve que meterle sentimientos a alguien que los tiene pero jamás los había expresado. Yo creo que ese capítulo, Carlos Talks, quedó como una balada country, una canción de Dylan, un tema de Bruce Springsteen (que Dios lo bendiga) o un poema largo de Sam Shepard.
¿Cuánto de cierto hay en las palabras de Carlos vía su sobrino escritor?
No es 100% real, pero sí 98 o 97,5%. Es la parte que más le gusta a la gente, la que más llama la atención.
Pero el libro no es sólo Carlos, te haces un autorretrato en close-up, especialmente al hablar de tu adolescencia en tercera persona. ¿Hasta dónde incluir tus memorias?
Escribir un libro es como decorar una casa, de pronto te das cuenta de que aquí falta un afiche, acá una lámpara. Nunca imaginé participar realmente en el libro, pero cuando me doy cuenta de que Carlos está tan participativo, sentía que tenía que haber un equilibrio, y como el que estaba preguntando era yo, también tenía que participar un poco. Se me ocurrió que, tal vez como una medida de protección o para darle otro feeling, debía ser en tercera persona, que es como recuerdo el pasado, como algo que le pasó a alguien más. Yo no sé si soy un artista pero supongo que tengo muchos rasgos de ello, y creo que un momento clave es cuando uno se transforma en uno, antes de eso uno es en tercera persona, luego tienes una voz aunque esa voz no esté afinada y cambie, pero ya empiezas a existir como ser autónomo. Ese chico, ese adolescente chileno que viaja a USA y ve a su tío recién salido de la cárcel, era y no era yo. Aunque esa parte es 100% verdadera.
¿Te propusiste escribir un libro sobre inmigrantes?
USA siempre ha sido parte de mi vida, de mi obra y de mis intereses. Quería tocar USA desde éste lado de la frontera, no sólo como el país mítico, cool, donde se visten mejor que nosotros, donde producen cultura como nosotros no producimos. Nunca me propuse escribir la novela del migrante, pero la única forma que tengo de hablar de USA es encontrando personajes como Carlos, extranjeros que sin importar cuánto tiempo pasen allá, jamás serán del todo norteamericanos. Yo también fui inmigrante y es súper complicado, arriesgado, no es para débiles. La gran diferencia entre Carlos y yo es que yo tuve más suerte, llegué a una edad más adecuada, tuve una familia más armada en un país más pequeño (Chile), dentro de una sociedad más preocupada por los demás. En cambio Carlos fue lanzado a ese monstruo, y se perdió. Hay inmigrantes a los que les va bien, que terminan siendo doctores o políticos, pero yo quería hablar del Lado B del sueño americano, de los que terminan mal, igual o peor, que son la mayoría. Parte del contrato que USA tiene con sus ciudadanos, por ejemplo, es que la familia, los lazos, no existen.
En 2010 Missing ganó el premio de la crítica en Chile y al parecer de tus libros es el que más ha viajado, ¿es una simple coincidencia?
Escribí algo en extremo cercano y personal que terminó importándole al resto, por lo tanto intuyo que ese resto no enganchó tanto conmigo, con mis intereses o con los de Carlos, engancharon con sus propios parientes y con sí mismos. Todos tienen un Carlos, todos tienen familia, todos tienen fantasías de escapar, de matar, no sé. Me molesta la gente que hace libros o películas con temas que no tienen nada que ver con ellos, temas supuestamente importantes o que les puedan interesar a los demás. Missing no es exhibicionista pero conecta y la única forma de que eso ocurra es escribiendo con honestidad, abrirse, mostrarse. Me interesa escribir libros que no sean sólo libros, libros que tengan amigos, panas, compañeros. Hay un montón de libros que son objetos nada más, llenos de inteligencia pero no de corazón, que no puedes leer a las cuatro de la mañana, como diría Scott Fitzgerald.
Tu tío quedó feliz con el libro, de no haber sido así, ¿lo publicabas igual?
Sí. Hubiese sido un mal rato, una pena, pero habia﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽e sido un mal rato, una pena, xponerse a nivel pra filmarlas, no para estar todo el tiempo ahinteresar a los demtibvo.íamos acordado que la última palabra era mía. Viajé a Las Vegas a enseñarle un manuscrito, por si quería hacer algún cambio,Carlos tenía voz pero no voto. Le llevé también un documento redactado por un abogado, con un montón de clausulas. Al firmarlo, mi tío perdía el derecho a arrepentirse, me daba, por así decirlo, los derechos de su vida, no podía cambiar de opinión, sacar el libro de las librerías o pedir que saquen su foto de la portada.
¿Le fue mejor al libro que al personaje?
Es difícil responder esa pregunta, pero supongo que sí. El libro se ha potenciado, ha llegado a más y más personas, se ha reseñado y eso a Carlos lo tiene muy contento. El problema es que no lo ha ayudado mucho en la vida real, lo que demuestra que uno no se puede salvar sólo con una historia, hay otros elementos que son clave para que tu vida no se disperse. Tampoco está atroz, pésimo, sólo un poco más viejo, viviendo con lo justo, pasó años comiendo hamburguesas, tomando y fumando, así que su salud no es la mejor. Le dije algunas cosas pero no soy padre, ni su hijo, él es un hombre mayor y tiene el derecho a hacer lo que quiera. Tuvo su momento, duró un rato, no le cambió la vida. Mi teoría es que estaría mucho peor si el libro no existiera, si yo no lo hubiera encontrado. Pero no es una historia de Hollywood, Carlos no se transformó en una estrella de rock.
¿Se encontró?
Cuando leyó el libro me dijo que ahora se entendía a sí mismo, ahora sabía en qué momento se perdió. Eso no te salva, pero te tranquiliza.