Cuando se estrenó The Royal Tenenbaums, en 2001, muchos sentimos que habíamos
encontrado un nuevo director favorito o, al menos, un director en el que podíamos
confiar y al que seguiríamos donde fuera. El efecto fue retroactivo. De pronto,
queríamos saber más de Wes Anderson, queríamos saberlo todo. Vimos Bottle Rocket (1996), nos emocionó por
su ingenuidad y su incómodo romanticismo. Y también vimos Rushmore (1998) y entonces sí, quedó claro, Wes Anderson era en
genio.
Han pasado casi veinte años desde que Wes
Anderson se abrió camino como cineasta independiente para luego convertirse en
figura de culto y, finalmente, transformarse en una especie de certificado
cultural que calificaba a cierta gente, automáticamente, como cinéfila,
inteligente, sensible y cool al mismo tiempo. Sin embargo, algo pasó después de
The Royal Tenenbaums, cuando los
seguidores del director esperábamos que nos diera poco menos que la mejor
película de la historia del cine. Primero, Anderson dejó de ser un tipo
desgarbado, despeinado, constantemente nervioso, acaso incapaz de funcionar
fuera de un set decorado con sus obsesiones recurrentes: jóvenes heridos por su
inteligencia precoz, amores imposibles, familias fracturadas, padres ausentes
que nunca supieron cómo ser padres; y también cambió su temblorosa apariencia,
acompañada siempre por un peinado medio grasoso que no se terminaba de enfocar,
por la de un cineasta consagrado prematuramente (esto es, claro, culpa nuestra)
que se vestía como Fellini y aparecía en comerciales de tarjetas de crédito desplegando
una seguridad nunca vista en sus personajes. Ahí empezó la sospecha. Está bien,
lo acepto, pensar que los creadores deben parecerse a sus personajes es un
esfuerzo adolescente que muestra debilidad, pero eso es lo que uno cree o quiere creer o se obliga a creer para
estar tranquilo.
II
Su cuarta película, Life Aquatic, llegó en 2004, tres largos años después de los Tenenbaums, y hubo sentimientos encontrados entre los que esperábamos sino la
continuación del milagro sí una hazaña similar. Seguro hubo, hay, gente que la defiende, que supo ver
lo que otros no pudimos y aprecia los detalles –ocultos en misteriosos rincones
poéticos– que otros dejamos pasar porque simplemente esperábamos una buena
película. Mentira. Estafa. Basura. Life
Aquatic tiene la estética, la cromática, la costumbre visual de Anderson,
pero le falta carne, algo de verdad, algo que contar más allá de una serie de
secuencias que pretenden ser más emocionantes y aventureras de lo que realmente
son. Lo mejor de Life Aquatic ocurre
al final y, esto sí debo reconocerlo, es asombroso e inexplicable. Cuando el
equipo de Steve Zissou encuentra la criatura casi mitológica de la que hablan
durante toda la cinta, ese tiburón con piel de tigre que brilla en la oscuridad,
uno se siente parte de ese hallazgo, es más, uno siente que ese hallazgo es
importante por cosas que no tienen nada que ver con la película: encontrar al
tiburón es encontrarle un sentido a la vida (un sentido que, ojo, era poco probable
y más parecía un pretexto para seguir viviendo), probar que aún con todo en
contra, cuando los demás han perdido la fe en ti y tú mismo empiezas a dudar de
tu cordura, si sigues ahí, si resistes, eso que buscas va a aparecer: así sea
en lo más profundo y oscuro del océano.
Wes Anderson perdió credibilidad con Life Aquatic, quizás se confió demasiado
o cayó en el mismo embrujo en el que nos había hecho caer a nosotros y pensó
que mientras los decorados funcionaran todo lo demás encajaría de una forma u
otra. Error.
III
Luego vinieron dos cintas, para mí, mal
entendidas y peor recibidas. The
Darjeeling Limited (2007), que no le gustó a nadie o a casi nadie, en la
que ya empezaron a decir que de Anderson quedaban poco más que el vestuario
bien combinado, que se había agotado, quemado, plagiado, pero en la que está
quizás su discurso más sólido y mejor elaborado sobre la relación familiar
entre hermanos, sobre la distancia que debe tomarse de los mayores para
construir una identidad propia y sobre la cercanía que es, al final del día, la
única manera de sobrevivir. Darjeeling tiene,
como siempre, más extravagancias de las que en efecto necesita para contar lo
que quiere contar (que fuera del ruido y las distracciones, no es poca cosa),
pero cuenta, habla, palpita, logra entenderse con el público (aún con el
público que no la entendió o no quiso entenderla) y deja ver lo que siempre
hemos sabido pero nos negamos a aceptar: después de todo, nos necesitamos, la
familia puede hacerte sentir como un alien pero, ojo, también rodearte de otros
aliens y relajar los músculos de la locura juntos.
El otro caso es Fantastic Mr. Fox (2009), una película que pude entender y
disfrutar mucho después de haberla visto por primera vez, una cinta que me
superó cuando fui al cine pero que luego, en nuestros encuentros casuales en la
televisión, creció dentro de mí como cuando alguien, de pronto, te cae bien
porque no le exiges que cumpla tus expectativas sino que la dejas ser como es.
A Fantastic Mr. Fox le fui cogiendo
cariño con el tiempo, tal vez porque no es lo mismo hacer fila y esperar a
verla en una sala de cine con esa mezcla de ansiedad y terror que agarrarla
empezada en el cable, por casualidad, sin compromiso, y descubrir que te estás
riendo de cosas de las que no recordabas haberte reído la primera vez, que
estás enganchado sin proponértelo, que pensaste en cambiar de canal pronto pero
la viste hasta el final y quedaste satisfecho, contento de haberle dedicado una
noche que pudo fácilmente ser otra de esas noches que pueblan el olvido, que si
les prestas tiempo, atención, confianza, y les quitas la presión de estar
dentro de una cinta de Anderson, esos muñequitos pueden hacerte sentir cosas
que mucha –demasiada– gente de carne y hueso ni siquiera es capaz de sugerirte.
Aún así, la figura de Wes Anderson fue
cayendo en la afonía que le sigue a la furia. O no creció tanto como
esperábamos. O creció, pero no verticalmente sino marchando sobre su propio
terreno hasta desgastarlo. Y, claro, el tiempo pasa y las cosas cambian, se
enfrían, uno conoce a otra gente, mira para otro lado en busca de nuevos asombros.
Uno no se olvida de los cineastas que alguna vez lo ayudaron a forjar el
carácter y definir su personalidad, pero sigue, se cansa de esperar y continúa con
su vida.
La prueba definitiva fue Moonrise Kingdom (2012), una película
que esperábamos con fe y que nos decepcionó de manera colectiva. Raro. Todo Wes
Anderson está en esa película: su mirada, su moral, sus preocupaciones, su
manera infantil de dividir al bien del mal. Pero algo no funciona. Moonrise es cómoda y parece haber sido
hecha con espíritus de películas pasadas en las que sí había un corazón bombeando
cine. Algo falta. Y es la emoción. En Moonrise
Kingdom todo es lindo, todo es hermoso, todo es como para llevárselo a la
casa y ponerlo en la sala, pero ya nada sorprende, nada te hace pensar que hay
sitios que aún no conocemos y deberíamos partir hacia allá lo antes posible. El
director que parecía tener una mente dedicada a expandir sus traumas y sus emociones,
se había convertido en una parodia de sí mismo, en una copia de autor, en uno
de esos cineastas que hacen la misma película una y otra vez pero se olvidan
del arte de la repetición y vuelven el proceso terriblemente mecánico. Moonrise Kingdom es demasiado romántica
e idealista como para tomarla en serio y por eso abrió una grieta en la carrera
de Anderson: antes estábamos dispuestos a darle siempre otra oportunidad, a creer todo lo que nos decía sin
importar lo repetido que sonara, pero ya no. Ya no. Hasta The Grand Budapest Hotel.
IV
Quisiera decir que la última película de
Wes Anderson es perfecta, que es la película que veníamos esperando desde hace
tanto. Pero no, tampoco. Y, además, esta vez no se no se trata de eso. Lo que
importa, lo que realmente importa, es
que Wes Anderson ha vuelto. ¿Dónde estaba? No lo sé, supongo que caminando
despacio en su propio mundo y tratando de buscar puentes entre ese mundo y el
nuestro; una causa a la que, gracias al cielo, ha renunciado. Ya no existen
lazos entre su creación y el consciente colectivo común. En ese sentido, Wes
Anderson finalmente lo logró. Dio el salto de la fe, ese del que no puedes
arrepentirte. Ahora está allá, del
otro lado, en su sitio; y ojalá no regrese jamás. The Grand Hotel Budapest no guarda ningún tipo de acuerdo pre
nupcial con el público, no siente la obligación de complacer ni la preocupación
de desafiar, es sólo una cinta en la que el director, como los grandes, dice este es mi universo, este es mi lugar, esta es mi gente y aquí es
donde vamos a vivir de ahora en adelante. Tómenlo o déjenlo, ese es problema
suyo. Wes Anderson ya no tiene ese problema. Para los que lo hemos seguido desde
el principio, esperando en cada estreno una revelación mística que nos guíe en
este valle de lágrimas, para los que sufrimos cuando nos decepciona y tratamos inútilmente
de defenderlo en público, The Grand Hotel
Budapest es el encuentro con la libertad, la llegada a un momento de
madurez creativa y personal que tiene mucho más que ver con encontrarse a uno
mismo que con hacer la película perfecta. Ese fue el error, nuestro error. Nunca debimos pedirle a
Wes Anderson que haga una cinta a la que no pudiéramos decirle abiertamente que
no. Al revés. Había que pedirle una
cinta como esta, con la que se puede discutir, a la que incluso se puede odiar
y marginar si hiciera falta, pero a la que debemos reconocerle algo: nadie más
podría haberla hecho, ni el mejor Wes Anderson es tan Wes Anderson como este (tal vez porque el guión es un tributo a la obra del escritor austriaco Stefan Zweig y uno nunca es tan auténtico como cuando quiere parecerse a sus ídolos),
un director que manda, que trabaja con su esencia, concentrado en el hombre en
que ha llegado a convertirse y que quizás sea el único que sabe lo que está
pasando en su película. Un director de verdad.
Bienvenidos a The Grand
Hotel Budapest. Esperamos que su
estadía sea placentera.