El libro se llama El último encuentro. En la solapa dice, acerca de su autor, lo siguiente: Sándor Márai nació el año 1900 en Kassa, una pequeña ciudad húngara que hoy pertenece a Eslovaquia. Pasó un periodo de exilio voluntario en Alemania y Francia durante el régimen de Horthy en los años veinte, hasta que abandonó definitivamente su país en 1948 con la llegada del régimen comunista y emigró a los Estados Unidos. La subsiguiente prohibición de su obra en Hungría hizo caer en el olvido a quien en ese momento estaba considerado uno de los escritores más importantes de la literatura centroeuropea. Así, habría que esperar varios decenios, hasta el ocaso del comunismo, para que este extraordinario escritor fuese redescubierto en su país y en el mundo entero. Sándor Márai se quitó la vida (de un tiro en la cabeza) en 1989 en San Diego, California, pocos meses antes de la caída del muro de Berlín.
Me lo recomendó un amigo en el que confío mucho, justamente, porque anda metido en cosas que no suelen existir en mi universo (aunque me cae muy bien la gente que, por ejemplo, desprecia a Rayuela y a Miles Davis, los que no temen ofender a las vacas sagradas). Me dijo que era su libro del año-08. Estas son palabras, rigurosas sentencias, que no se pueden decir porque sí, estas cosas importan. Cuando alguien te dice “este es mi libro del año” está arriesgándose a ser juzgado por su elección y, como todos, corre el riesgo de no ser absuelto por la historia.
Impulsado por la convicción irreductible de mi amigo, entré a una librería en Buenos Aires y pregunté por El último encuentro, de Sándor Márai. Pensé que se trataba de un autor rebuscado y que tardarían en encontrarlo, teniendo que consultar el inventario computarizado. Nada que ver. Márai es un fenómeno, un best seller y, muy posiblemente, una religión en ciertos lugares del mundo. El librero me guió hacia donde estaban sus libros y vi que todos, absolutamente todos los que estaban apilados en la repisa, tenían no una, no dos, sino decenas de ediciones. De hecho, una señora venezolana (que pareció decepcionarse cuando le dije que no era de la tierra de Chávez sino la de Correa) que bien podría ser mi madre y vestía con demasiados colores, se emocionó y en cuestión de segundos colocó todos los libros de Márai en mis manos. Su argumento era simple: no puedes leer un libro de Márai, los lees todos o no lees nada.
No hice lo sugerido por la dama oriunda de la hermana y bolivariana-guevarista república de Venezuela. Compré aquel que fui a buscar y Confesiones de un burgués, un libro compuesto por las memorias de Márai (mi interés en el non-fiction no hace sino crecer). Días después, mi hermana tomó la novela por casualidad, por leer algo, cualquier cosa, para matar el tiempo, y se lo devoró y me dijo que estaba increíble y que era lo mejor que había leído en mucho tiempo. Así entré a esta novela (que, básicamente, narra el reencuentro de dos amigos al final de sus vidas), con tres excitadas recomendaciones no sólo distantes, sino disímiles filosóficamente.
En honor a la verdad, debo decir que la prosa de Márai es tan ágil, agradable y refinada, que resulta complicado cerrar las páginas. Sin embargo, estamos hablando de literatura old school, de esa que usa personajes y escenarios para soltar monólogos y soliloquios. De pronto, El último encuentro funcionaría mejor o se sentiría más sincero si fuese un ensayo. Pero tras constatar que he subrayado mucho más de lo que pensaba, capto que esta novela me gustó y, al parecer, me gustó bastante.
Me lo recomendó un amigo en el que confío mucho, justamente, porque anda metido en cosas que no suelen existir en mi universo (aunque me cae muy bien la gente que, por ejemplo, desprecia a Rayuela y a Miles Davis, los que no temen ofender a las vacas sagradas). Me dijo que era su libro del año-08. Estas son palabras, rigurosas sentencias, que no se pueden decir porque sí, estas cosas importan. Cuando alguien te dice “este es mi libro del año” está arriesgándose a ser juzgado por su elección y, como todos, corre el riesgo de no ser absuelto por la historia.
Impulsado por la convicción irreductible de mi amigo, entré a una librería en Buenos Aires y pregunté por El último encuentro, de Sándor Márai. Pensé que se trataba de un autor rebuscado y que tardarían en encontrarlo, teniendo que consultar el inventario computarizado. Nada que ver. Márai es un fenómeno, un best seller y, muy posiblemente, una religión en ciertos lugares del mundo. El librero me guió hacia donde estaban sus libros y vi que todos, absolutamente todos los que estaban apilados en la repisa, tenían no una, no dos, sino decenas de ediciones. De hecho, una señora venezolana (que pareció decepcionarse cuando le dije que no era de la tierra de Chávez sino la de Correa) que bien podría ser mi madre y vestía con demasiados colores, se emocionó y en cuestión de segundos colocó todos los libros de Márai en mis manos. Su argumento era simple: no puedes leer un libro de Márai, los lees todos o no lees nada.
No hice lo sugerido por la dama oriunda de la hermana y bolivariana-guevarista república de Venezuela. Compré aquel que fui a buscar y Confesiones de un burgués, un libro compuesto por las memorias de Márai (mi interés en el non-fiction no hace sino crecer). Días después, mi hermana tomó la novela por casualidad, por leer algo, cualquier cosa, para matar el tiempo, y se lo devoró y me dijo que estaba increíble y que era lo mejor que había leído en mucho tiempo. Así entré a esta novela (que, básicamente, narra el reencuentro de dos amigos al final de sus vidas), con tres excitadas recomendaciones no sólo distantes, sino disímiles filosóficamente.
En honor a la verdad, debo decir que la prosa de Márai es tan ágil, agradable y refinada, que resulta complicado cerrar las páginas. Sin embargo, estamos hablando de literatura old school, de esa que usa personajes y escenarios para soltar monólogos y soliloquios. De pronto, El último encuentro funcionaría mejor o se sentiría más sincero si fuese un ensayo. Pero tras constatar que he subrayado mucho más de lo que pensaba, capto que esta novela me gustó y, al parecer, me gustó bastante.
Cuando pasa de los noventa, la gente envejece de manera distinta que a los cincuenta o a los sesenta. Envejece sin resentimientos.
Estudiaban desde la mañana hasta la noche, para saber lo que se podía decir y lo que no. En la Academia, donde estudiaban cuatrocientos muchachos, había un silencio parecido a la quietud de una bomba momentos antes de estallar.
Cada par de guantes, explicaba Konrád, que he tenido que comprarme, para ir contigo al teatro, llegaba de aquí. Si me compro una silla de montar, ellos no comen carne durante tres meses. Si doy una propina en una fiesta, mi padre no fuma puros durante una semana. Y todo esto dura ya veintidós años. Sin embargo, nunca me ha faltado de nada. En algún lugar lejano de Polonia, en la frontera con Rusia, existe una hacienda. Yo no la conozco. Era de mi madre. De allí, de aquella hacienda llegaba todo: los uniformes, el dinero para la matrícula, las entradas para el teatro, hasta el ramo de flores que envié a tu madre cuando pasó por Viena, el dinero para pagar los derechos de los exámenes, los costes del duelo que tuve que afrontar con aquel bávaro. Todo, desde hace veintidós años. Primero vendieron los muebles, luego el jardín, las tierras, la casa. Después vendieron su salud, su comodidad, su tranquilidad, su vejez, las pretensiones sociales de mi madre, la posibilidad de tener una habitación más en esta ciudad piojosa, la de tener muebles presentables y la de tener visitas. ¿Lo comprendes?
Lo siento mucho, dijo Henrik, nervioso y pálido.
No tienes porqué disculparte, dijo su amigo, muy serio.
Como se amaban, se perdonaban mutuamente su pecado original: Konrád perdonaba la fortuna de su amigo y el hijo del guardia imperial perdonaba la pobreza de Konrád.
Aquellas mujeres llevaron el éxtasis del primer amor a la vida de ambos, con todo lo que el amor significa: deseos, recelos y una soledad desgarradora. Al mismo tiempo, más allá de las mujeres, de los distintos papeles, más allá del mundo, se vislumbraba un sentimiento más fuerte que ningún otro. Un sentimiento que tan sólo los hombres conocen. Se llama amistad.
…Se refería al trópico… Por las noches, cuando intentas dormir, sientes como si estuvieras acostado en una neblina húmeda. Por las mañanas, aquella neblina se vuelve más espesa, más cálida. Con el paso del tiempo, todo te da igual. Allí todo el mundo bebe, todo el mundo tiene los ojos enrojecidos. Durante el primer año, crees que te vas a morir pronto. Durante el tercero, te das cuenta de que ya no eres el mismo, como si tu ritmo de vida hubiese cambiado. Vives con más intensidad, con más rapidez, algo te quema por dentro, tu corazón late de otra forma, y al mismo tiempo todo te da igual. Todo te da exactamente lo mismo, y eso dura meses y meses. Luego llega un momento en el que llegas a no comprender lo que ocurre a tu alrededor. Ese momento puede llegar tras haber pasado cinco años o durante los primeros meses. Es el momento de los ataques de furia. Mucha gente mata en esos momentos, o se mata.
Me enteré de que había estallado la revolución en Rusia. Un hombre, de quien en aquel momento sólo se sabía que se llamaba Lenin, había regresado a su país, en un vagón blindado, llevando las ideas bolcheviques en su equipaje. En Londres también se enteraron, el mismo día que mis obreros, sin teléfono ni radio, en medio de la selva, entre cenagales. Era incomprensible. Luego lo comprendí. Uno siempre se entera de lo que le importa, sin ningún aparato, sin teléfono, sin nada.
Uno no peca por lo que hace, sino por la intención con que lo hace. Todo se resume en la intención. Los más importantes sistemas jurídicos de la antigüedad, basados en la religión (que yo he estudiado), lo conocen y lo proclaman. Una persona puede cometer una infidelidad, una infamia, sí, y hasta puede matar, y al mismo tiempo puede mantenerse puro y limpio por dentro. Una acción en sí no representa la verdad. Sólo es una consecuencia, y si un día uno se ve obligado a ejercer de juez, si pretende juzgar a alguien, tiene que llegar más allá de los hechos del informe policial, y tiene que conocer lo que los doctores en derecho llaman los motivos.
Tenemos que soportar nuestro carácter y nuestro temperamento, ya que sus fallos, egoísmos y ansias no los podrán cambiar ni nuestras experiencias ni nuestra comprensión. Tenemos que soportar nuestros deseos no siempre tengan repercusión en el mundo. Tenemos que soportar que las personas que amamos no siempre nos amen, o que no nos amen como nos gustaría. Tenemos que soportar las traiciones y las infidelidades, y lo más difícil de todo: que una persona en concreto sea superior a nosotros, por sus cualidades morales o intelectuales. Esto es lo que he aprendido en setenta y cinco años de vida…
Estudiaban desde la mañana hasta la noche, para saber lo que se podía decir y lo que no. En la Academia, donde estudiaban cuatrocientos muchachos, había un silencio parecido a la quietud de una bomba momentos antes de estallar.
Cada par de guantes, explicaba Konrád, que he tenido que comprarme, para ir contigo al teatro, llegaba de aquí. Si me compro una silla de montar, ellos no comen carne durante tres meses. Si doy una propina en una fiesta, mi padre no fuma puros durante una semana. Y todo esto dura ya veintidós años. Sin embargo, nunca me ha faltado de nada. En algún lugar lejano de Polonia, en la frontera con Rusia, existe una hacienda. Yo no la conozco. Era de mi madre. De allí, de aquella hacienda llegaba todo: los uniformes, el dinero para la matrícula, las entradas para el teatro, hasta el ramo de flores que envié a tu madre cuando pasó por Viena, el dinero para pagar los derechos de los exámenes, los costes del duelo que tuve que afrontar con aquel bávaro. Todo, desde hace veintidós años. Primero vendieron los muebles, luego el jardín, las tierras, la casa. Después vendieron su salud, su comodidad, su tranquilidad, su vejez, las pretensiones sociales de mi madre, la posibilidad de tener una habitación más en esta ciudad piojosa, la de tener muebles presentables y la de tener visitas. ¿Lo comprendes?
Lo siento mucho, dijo Henrik, nervioso y pálido.
No tienes porqué disculparte, dijo su amigo, muy serio.
Como se amaban, se perdonaban mutuamente su pecado original: Konrád perdonaba la fortuna de su amigo y el hijo del guardia imperial perdonaba la pobreza de Konrád.
Aquellas mujeres llevaron el éxtasis del primer amor a la vida de ambos, con todo lo que el amor significa: deseos, recelos y una soledad desgarradora. Al mismo tiempo, más allá de las mujeres, de los distintos papeles, más allá del mundo, se vislumbraba un sentimiento más fuerte que ningún otro. Un sentimiento que tan sólo los hombres conocen. Se llama amistad.
…Se refería al trópico… Por las noches, cuando intentas dormir, sientes como si estuvieras acostado en una neblina húmeda. Por las mañanas, aquella neblina se vuelve más espesa, más cálida. Con el paso del tiempo, todo te da igual. Allí todo el mundo bebe, todo el mundo tiene los ojos enrojecidos. Durante el primer año, crees que te vas a morir pronto. Durante el tercero, te das cuenta de que ya no eres el mismo, como si tu ritmo de vida hubiese cambiado. Vives con más intensidad, con más rapidez, algo te quema por dentro, tu corazón late de otra forma, y al mismo tiempo todo te da igual. Todo te da exactamente lo mismo, y eso dura meses y meses. Luego llega un momento en el que llegas a no comprender lo que ocurre a tu alrededor. Ese momento puede llegar tras haber pasado cinco años o durante los primeros meses. Es el momento de los ataques de furia. Mucha gente mata en esos momentos, o se mata.
Me enteré de que había estallado la revolución en Rusia. Un hombre, de quien en aquel momento sólo se sabía que se llamaba Lenin, había regresado a su país, en un vagón blindado, llevando las ideas bolcheviques en su equipaje. En Londres también se enteraron, el mismo día que mis obreros, sin teléfono ni radio, en medio de la selva, entre cenagales. Era incomprensible. Luego lo comprendí. Uno siempre se entera de lo que le importa, sin ningún aparato, sin teléfono, sin nada.
Uno no peca por lo que hace, sino por la intención con que lo hace. Todo se resume en la intención. Los más importantes sistemas jurídicos de la antigüedad, basados en la religión (que yo he estudiado), lo conocen y lo proclaman. Una persona puede cometer una infidelidad, una infamia, sí, y hasta puede matar, y al mismo tiempo puede mantenerse puro y limpio por dentro. Una acción en sí no representa la verdad. Sólo es una consecuencia, y si un día uno se ve obligado a ejercer de juez, si pretende juzgar a alguien, tiene que llegar más allá de los hechos del informe policial, y tiene que conocer lo que los doctores en derecho llaman los motivos.
Tenemos que soportar nuestro carácter y nuestro temperamento, ya que sus fallos, egoísmos y ansias no los podrán cambiar ni nuestras experiencias ni nuestra comprensión. Tenemos que soportar nuestros deseos no siempre tengan repercusión en el mundo. Tenemos que soportar que las personas que amamos no siempre nos amen, o que no nos amen como nos gustaría. Tenemos que soportar las traiciones y las infidelidades, y lo más difícil de todo: que una persona en concreto sea superior a nosotros, por sus cualidades morales o intelectuales. Esto es lo que he aprendido en setenta y cinco años de vida…
5 comentarios:
Gran libro El último encuentro. Tu sabes donde lo consigo en Quito?
Por una rara coincidencia debo buscar doce copias.
Cuál fué tu libro del 2008?
Lady V,
el amigo q me lo recomendó vive en UIO, así q d pronto está en Librimundi o Mr. Books. en serio necesitas 12 copias? tantos amigos queridos tienes? eres profesora y das un taller sobre lit húngara???
mis libros 08 son, supongo, los q comenté a lo largo del año en este blog. sin embargo, recuerdo especialmente 2. The brief and wondrous life of Oscar Wao, d Junot Díaz (acá lo venden en español, traducido como: la breve y maravillosa vida de Oscar Wao)y Mi cuerpo es una celda, d Andrés Caicedo.
... y cualquier cosa de Alberto Fuguet, Rodrigo Fresán, Ray Loriga, Nick Hornby... y si no paro ahora estaré aquí durante días.
suerte con las compras
saludes
Wuhuuuuu!!!!
Sabía que te iba a gustar Pescao!
Aunque tenía mis miedos, porque como bien dices, es old school.
Bien, me alegra compadre. No estamos viendo.
www.lapatacaliente.blogspot.com
bro
sí, me gustó. tks for that. nos vemos seguro, hay q hacer cosas, y dejar el bla-blá...
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