Nadie necesita razones para
querer ir a Roma, después de todo, Roma es Roma y eso ya es bastante, pero digamos
que la nueva película de Woody Allen acelera ese deseo y a uno le dan ganas de
cerrar los ojos, teletransportarse y aparecer en la capital italiana justo
después de terminada una escena, digo, para no interrumpir el rodaje. Eso pasa
porque Woody filma desde la república del cariño, porque es un director agradecido
y generoso que neurosis mediante se ha dado formas para encontrar belleza en
todo lo que encuadra.
En la película se cruzan
varias historias que no necesariamente pasan al mismo tiempo, y aunque unas son
mejores que otras –lo reconozco– todas tienen su encanto porque, como ya
sabemos, en cada cinta de Woody Allen está uno de sus mejores momentos o cuando
menos una de sus mejores bromas. En este caso ese primer gran momento sucede
justo cuando Woody aparece en pantalla, sentado en un asiento de primera clase dentro
de un vuelo que atraviesa áreas de turbulencia. Nuestro héroe se pone nervioso
y, cargado de la temblorosa ironía que lo acompaña, le dice a su esposa (la
gran Judy Davis), “Genial, una turbulencia, lo que más me gusta en la vida. No
me puedo relajar cuando hay turbulencia porque soy ateo”, y segundos después,
cuando hablan sobre el futuro esposo de su hija al que van a conocer en Roma,
Woody vuelve a ser el tipo más gracioso e inteligente del mundo cuando dice, “El
chico es comunista, a su edad yo era de izquierda pero nunca fui comunista, ¡ni
siquiera podía compartir el baño! Yo quiero que mi hija se case con alguien a
quien le importen las posesiones materiales, que tenga un yate, un Ferrari, una
villa en el campo, ¿acaso no te gustaría que nuestra hija se case con basura
europea?” Y yo diría que ya con eso valió la pena ir al cine y pagar la entrada
para pasar un momento en la compañía del más grande.
A esos inolvidables momentos
Allen le sumaría la historia romántica y metafísica protagonizada por Alec
Baldwin, Jesse Eisenberg y Ellen Page, una especie de visita de la navidad
pasada enfocada en una mujer irresistiblemente psicótica. Y también le sumaría
los episodios de Roberto Benigni, un tipo común y corriente que de la noche a
la mañana, sin razón aparente, es acosado por los paparazis y arrinconado por
las preguntas más tontas y ya clásicas en la vida de los “famosos”, “¿Qué comió
usted durante el desayuno?, ¿prefiere el pan tostado o al natural?” Con esto,
Woody hace algo del cine político que siempre le han reclamado, y lo hace de la
mejor manera: llevando la estupidez de la farándula al humor de lo absurdo.
El personal de Plan Arteria nos pidió que contáramos cómo se hicieron las canciones de nuestro tercer álbum, Por la boca muere el Pez, para inaugurar una nueva sección dedicada a la carpintería detrás de la música. Lo haremos en entregas semanales, track por track, que empiezan de la siguiente manera...
La
primera canción del disco fue la última en componerse. Si no me equivoco salió
de uno de esos temas que nunca acaban de cuajar, mucho más largo y ambicioso,
que tenía la misma estrofa –un poco más lenta–, un final interminable onda
Velvet Underground y el mismo coro. De hecho, lo primero que escribimos fueron
estas tres líneas: ¿Les parece normal / Estar en mi lugar? / Llegar sin avisar.
Nos pareció que sonaba bien, como el camino hacia algo que no sabíamos qué era.
Pasarían meses enteros hasta encontrar la última línea del coro y, a través de
ella, el resto de la letra.
Estábamos
en el apartamento que Nelson alquilaba en Los Ceibos, al norte de Guayaquil, yo
había llegado de Quito casi corriendo, el disco tenía que pasar a mezcla en
unos días y necesitábamos terminar las letras para ayer. La versión final había
quedado más corta, reduciéndose a su mínima expresión y a su máxima potencia, un
tema rocker y guitarrero de esos que Nelson y yo calificamos como “para
escuchar cuando vas en la moto” aunque ninguno de los dos tenga una. Recuerdo
que aterricé con una frase en la cabeza, la de una amiga que me había dicho: lo
peor del amor es que tarde o temprano todo el mundo vale v***a.
Tiene un piercing al comienzo de la ceja
y más abajo, a centímetros del ojo, una cicatriz, una delgada línea de carne en
alto relieve sobre el pómulo derecho, una marca.
Está girando.
Da vueltas en una silla.
Está
en órbita.
Es un asteroide de camisa a
rayas rojas y negras como las de Freddy Krueger, cinturón punky jeans apretados. Al otro lado del
escritorio hay un psiquiatra. ¿Consideras que eres una persona feliz?, pregunta
el doctor. Lo piensa un poco, luego levanta la mirada y dice que no. Nada más,
sólo eso: no. Considera que está perdiendo el tiempo. Hablar con un extraño de
cosas personales, dice, ¿no cree que estamos un poco en la verga?
Se llama Paula, tiene el
pelo negro –como cuervos arrastrándose a sus hombros– y nunca, nunca, usa maquillaje. Ni en la calle. Ni
en el consultorio. Ni cuando mueve las pastillas que consigue con las recetas
que le roba al psiquiatra. Paula traficacon
la cara lavada y los labios pálidos, pero no está muerta todavía; camina, eso
sí, entre los cadáveres doblados de las fiestas y se detiene para mirar a Guayaquil
desde las sobras de una noche que se blanquea. Se la ve downpero vende lo que necesitas para estar up. O para no estar.Y es la primera en decirte: nunca invites a una pusher a tu casa.
No nació con la cicatriz,
pero casi. Ocurrió cuando era pequeña. Venía en el asiento trasero del San Remo
de sus padres y tenía un globo rojo en la mano. Habían pasado la tarde haciendo
cosas, juntos, contentos, por lo menos ella estaba contenta. Le tomaron una
foto y la transformaron en un rompecabezas precioso, la cara de Paula, el pelo
de Paula, la sonrisa de Paula en piezas de cartón que se van uniendo unas con
otras hasta formar un retrato. Lo tenía sobre las piernas cuando escuchó el frenazo
y el ruido de la carrocería arrugándose como el bramido de un acordeón
metálico.
Corte a: Paula acostada en
la camilla de un quirófano. Iluminación LED del tipo cirugía de emergencia. Sin
anestesia. Es así como Paula conoce el dolor. Las piezas de Paula desencajadas.
La cicatriz de Paula debajo de una gasa que al despegarse le robará rasgos
invisibles y le presentará su nuevo rostro. Lámpara.
Lado
B
Se
ven en el pasaje del edificio San Francisco 300, en la Avenida 9 de Octubre. Lucas
pidió una orden de pastillas a domicilio y ahora no sabe cuál es el protocolo a
seguir. Es menor que Paula o parece menor que Paula. Cuando le pregunta qué te
pasó en la cara es un man que nada que ver. Eso, nada, un accidente, por las
pastillas que me pediste me pueden meter a la cárcel, ¿vamos a hacer esto sí o
no? Lucas aún no lo sabe, pero ya se enganchó, se enganchó mal. Paula lo abraza
de mentira y le mete el frasco de tapa blanca en el bolsillo del pantalón. El
primero siempre es gratis. Chao.
La próxima vez que se ven
están en el cuarto de Paula, pero no es lo que parece. Lucas se hizo pasar por
un chico decente que no toma pastillas y la mamá de Paula lo dejó entrar. La pushertiene mamá, tiene una sala con muebles
y tapetes y adornos clase media, es humana después de todo. En el cuarto, Lucas
mira una pared cubierta de postales. Las ha visto antes en el bazar Mayorca. Las
fotos son amarillentas y muestran distintos lugares de Guayaquil. Por lo
general, las postales funcionan al revés, con fotos de otras ciudades, con
recuerdos adjuntos, con frases que no se dirían en voz alta. Estas no. Las
envía el papá de Paula al que no ha visto desde ese legendario y aburrido
divorcio. Lucas lo entiende a la primera: tiene que encontrar al padre para quedarse
con la hija, tiene que convertirse en un héroe.
Corte a: Semanas después,
Lucas encuentra al papá de Paula.
El día en que han quedado
para emboscarlo ella está pero él no llega. Se le fue la mano con las pastillas:
Lucas tirado en un colchón y en el piso los discos de Pixies y Fiona Apple y El
Retorno de Exxon Valdez, también, el frasco de tapa blanca casi vacío. No fue
su culpa, las pastillas parecen caramelos. Lucas está cerrado por mal viaje. Lucas
es el cadáver de una fiesta sin invitados.
Paula siente que la dejaron
sola. La han dejado sola muchas veces. La soledad te maltripeadurísimo. Está recostada contra una
columna de azulejos verdes. Paula toma una decisión. Se queda. Qué chucha. Se
da la vuelta para ver al primer hombre que la abandonó y lo peor es que parece
un tipo sin onda, un man whatever con
una vida whatever, un tipo de camisa blanca y pantalón gris cualquiera, anillo
de matrimonio en la mano, que va por la vereda con su esposa y un niño pequeño
que no para de llorar. Paula quisiera no sentir envidia, no querer lo que todos
quieren, no tener que armar su vida sabiendo que le faltan piezas.
Lo vuelve a llamar. El
celular está prendido, timbra, es Lucas el que se quedó sin batería, apagado. Paula
va a rescatarlo.
Está preocupada.
Está nerviosa.
Está embalada.
Está sintiendo cosas que
hace rato no sentía por nadie, ni siquiera por ella misma. Paula está poniendo
sobre la mesa la primera pieza de un nuevo rompecabezas.
Llega corriendo al pasaje San
Francisco 300, los pulmones trabajando a su máxima potencia. Ya no más soledad,
por favor. Sube las escaleras. No valgas verga, no seas ese man. El pasillo es amarillento, como las postales. No seas otro man que vale verga. Toca la puerta.
Toca la puerta hasta que le sangra la mano. Lucas, Lucas. Ábreme, ¡Lucas! Toca
la puerta. Toca la puerta hasta que deja una mancha de ADN con astillas. Y
cuando Lucas abre Paula se da cuenta de que el mancito nada que ver ha visto
algo en ella. Lucas volvió de su peligroso sueño. Paula lo abraza, esta vez, de
verdad.
La
pusher saca algo de su mochila. No es un frasco de pastillas, es el antídoto. Una
grabadora Sony, de casete, noventera, auto
shut off, cue & review function. ¿Qué
es la felicidad para ti? La pregunta que registra la cinta es un proyecto
personal con el que Paula pretende que los extraños le hablen de cosas
personales. Lucas la mira y en esa mirada está su respuesta. La cicatriz. El piercing.
Una camiseta de los Ramones. Paula.
(SoHo / octubre, 2012 / ilustración de Marco Chamorro)
Lo
dije y lo sostengo: ir al Encuentro de Nuevos Cronistas de Indias fue como ir a
la Copa América. Con una diferencia clave, este fue un choque en el que todos
ganamos, jalamos más parejo y para el mismo lado. Lo curioso es que cada uno
jala desde sus principios y está dispuesto a desollarse las manos con la soga de
sus preocupaciones. Y es sobre esa cuerda tensa por donde caminamos.
En
la fiesta de clausura un colega se me acercó y me dijo, en algún lugar entre el
vodka y la salsa, que el periodismo puede hacer cambios, que uno debe ocuparse
de los temas que le afectan a la mayoría, mejorar o intentar mejorar el mundo que
nos tocó. Yo le dije sí, perfecto, pero tú tienes tu mundo y yo el mío y en el
universo hay espacio para ambos. Mi apreciación hippie no le causó gracia, a tal punto que me dijo, de la manera
más amable, que estaba dispuesto a que nos fajemos en la calle si con ello lográbamos
estar en desacuerdo. No peleamos. Al contrario, brindamos, como suele ocurrir
en ese tipo de eventos. Pero fue evidente que cada uno tenía su esquina.
Cuando
me preguntan por qué no persigo temas serios, por qué no hablo del poder o de
los poderosos, siento lo mismo que cuando mi mamá me reclama porque no me hice
médico. Si yo fuera doctor habría más muertos al día, así de simple. De la
misma manera, creo, uno debe enfocar el poco o mucho talento que tiene en
aquellos temas que lo hacen tropezar en la calle, olvidar las llaves dentro del
departamento o ponerse las mismas medias toda la semana. Esto puede ser un negociado
petrolero entre Latinoamérica y Asia o, digamos, la biografía definitiva de
Charly García. El tema no te hace más o menos periodista. El tema, al final, no
es el tema. Se trata del escritor o
periodista o como quieran llamarle, se trata de las horas que pasa
investigando, redactando, leyendo en voz alta un párrafo maldito hasta que
suene como una canción.
Se
dijo que no vale la pena escribir sobre los freaks
y yo me puse a pensar en El hombre
elefante, la película de David Lynch, y en que esa es una crónica
oscuramente tierna e inhumanamente humana. Se habló de las intrigas al interior
de las multinacionales que envenenan a la población con sus negociados, y yo no
pude estar más de acuerdo con esa batalla pero también pensé en cuánta gente,
día a día, minuto a minuto, es afectada o quizás hasta contaminada por
sustancias como el reggaetón y nadie, o parece que nadie, se va de gira con
Daddy Yankee para contar su historia y saber cómo los versos “Ella explota como
en Irak / Guilla como pipa de crack / Mami vente al Web Cam” pueden seducir a
miles de latinoamericanos. ¿Cómo pueden esas líneas moldear la moral de un continente?
Durante
tres días intensos, que sospecho tuvieron más horas que los demás días, se
habló de crónica en el Castillo de Chapultepec y en el Museo de Antropología de
la Ciudad de México. Y si algo quedó –me quedó– claro es que el género no
necesita consenso sino debate. Y quizás haga falta partirnos la cara para luego
abrazarnos hinchados y sangrantes antes de sentarnos a conversar. Ya si nos
vamos a romper las narices mejor que sea por una buena causa.