10.29.2012

Para Roma con amor


Nadie necesita razones para querer ir a Roma, después de todo, Roma es Roma y eso ya es bastante, pero digamos que la nueva película de Woody Allen acelera ese deseo y a uno le dan ganas de cerrar los ojos, teletransportarse y aparecer en la capital italiana justo después de terminada una escena, digo, para no interrumpir el rodaje. Eso pasa porque Woody filma desde la república del cariño, porque es un director agradecido y generoso que neurosis mediante se ha dado formas para encontrar belleza en todo lo que encuadra.   

En la película se cruzan varias historias que no necesariamente pasan al mismo tiempo, y aunque unas son mejores que otras –lo reconozco– todas tienen su encanto porque, como ya sabemos, en cada cinta de Woody Allen está uno de sus mejores momentos o cuando menos una de sus mejores bromas. En este caso ese primer gran momento sucede justo cuando Woody aparece en pantalla, sentado en un asiento de primera clase dentro de un vuelo que atraviesa áreas de turbulencia. Nuestro héroe se pone nervioso y, cargado de la temblorosa ironía que lo acompaña, le dice a su esposa (la gran Judy Davis), “Genial, una turbulencia, lo que más me gusta en la vida. No me puedo relajar cuando hay turbulencia porque soy ateo”, y segundos después, cuando hablan sobre el futuro esposo de su hija al que van a conocer en Roma, Woody vuelve a ser el tipo más gracioso e inteligente del mundo cuando dice, “El chico es comunista, a su edad yo era de izquierda pero nunca fui comunista, ¡ni siquiera podía compartir el baño! Yo quiero que mi hija se case con alguien a quien le importen las posesiones materiales, que tenga un yate, un Ferrari, una villa en el campo, ¿acaso no te gustaría que nuestra hija se case con basura europea?” Y yo diría que ya con eso valió la pena ir al cine y pagar la entrada para pasar un momento en la compañía del más grande.

A esos inolvidables momentos Allen le sumaría la historia romántica y metafísica protagonizada por Alec Baldwin, Jesse Eisenberg y Ellen Page, una especie de visita de la navidad pasada enfocada en una mujer irresistiblemente psicótica. Y también le sumaría los episodios de Roberto Benigni, un tipo común y corriente que de la noche a la mañana, sin razón aparente, es acosado por los paparazis y arrinconado por las preguntas más tontas y ya clásicas en la vida de los “famosos”, “¿Qué comió usted durante el desayuno?, ¿prefiere el pan tostado o al natural?” Con esto, Woody hace algo del cine político que siempre le han reclamado, y lo hace de la mejor manera: llevando la estupidez de la farándula al humor de lo absurdo.   

(El Diario, 28/10/12)     

10.25.2012

El Camello


El personal de Plan Arteria nos pidió que contáramos cómo se hicieron las canciones de nuestro tercer álbum, Por la boca muere el Pez, para inaugurar una nueva sección dedicada a la carpintería detrás de la música.  Lo haremos en entregas semanales, track por track, que empiezan de la siguiente manera... 

1. Normal

La primera canción del disco fue la última en componerse. Si no me equivoco salió de uno de esos temas que nunca acaban de cuajar, mucho más largo y ambicioso, que tenía la misma estrofa –un poco más lenta–, un final interminable onda Velvet Underground y el mismo coro. De hecho, lo primero que escribimos fueron estas tres líneas: ¿Les parece normal / Estar en mi lugar? / Llegar sin avisar. Nos pareció que sonaba bien, como el camino hacia algo que no sabíamos qué era. Pasarían meses enteros hasta encontrar la última línea del coro y, a través de ella, el resto de la letra.

Estábamos en el apartamento que Nelson alquilaba en Los Ceibos, al norte de Guayaquil, yo había llegado de Quito casi corriendo, el disco tenía que pasar a mezcla en unos días y necesitábamos terminar las letras para ayer. La versión final había quedado más corta, reduciéndose a su mínima expresión y a su máxima potencia, un tema rocker y guitarrero de esos que Nelson y yo calificamos como “para escuchar cuando vas en la moto” aunque ninguno de los dos tenga una. Recuerdo que aterricé con una frase en la cabeza, la de una amiga que me había dicho: lo peor del amor es que tarde o temprano todo el mundo vale v***a.



10.19.2012

Chica Ramones


Inspirado en la película Sinotoño, sin primavera de Iván Mora Manzano  

Lado A

         Tiene un piercing al comienzo de la ceja y más abajo, a centímetros del ojo, una cicatriz, una delgada línea de carne en alto relieve sobre el pómulo derecho, una marca.

Está girando.
Da vueltas en una silla.
Está en órbita.

Es un asteroide de camisa a rayas rojas y negras como las de Freddy Krueger, cinturón punk y jeans apretados. Al otro lado del escritorio hay un psiquiatra. ¿Consideras que eres una persona feliz?, pregunta el doctor. Lo piensa un poco, luego levanta la mirada y dice que no. Nada más, sólo eso: no. Considera que está perdiendo el tiempo. Hablar con un extraño de cosas personales, dice, ¿no cree que estamos un poco en la verga?

Se llama Paula, tiene el pelo negro –como cuervos arrastrándose a sus hombros– y nunca, nunca, usa maquillaje. Ni en la calle. Ni en el consultorio. Ni cuando mueve las pastillas que consigue con las recetas que le roba al psiquiatra. Paula trafica con la cara lavada y los labios pálidos, pero no está muerta todavía; camina, eso sí, entre los cadáveres doblados de las fiestas y se detiene para mirar a Guayaquil desde las sobras de una noche que se blanquea. Se la ve down pero vende lo que necesitas para estar up. O para no estar. Y es la primera en decirte: nunca invites a una pusher a tu casa.

No nació con la cicatriz, pero casi. Ocurrió cuando era pequeña. Venía en el asiento trasero del San Remo de sus padres y tenía un globo rojo en la mano. Habían pasado la tarde haciendo cosas, juntos, contentos, por lo menos ella estaba contenta. Le tomaron una foto y la transformaron en un rompecabezas precioso, la cara de Paula, el pelo de Paula, la sonrisa de Paula en piezas de cartón que se van uniendo unas con otras hasta formar un retrato. Lo tenía sobre las piernas cuando escuchó el frenazo y el ruido de la carrocería arrugándose como el bramido de un acordeón metálico.

Corte a: Paula acostada en la camilla de un quirófano. Iluminación LED del tipo cirugía de emergencia. Sin anestesia. Es así como Paula conoce el dolor. Las piezas de Paula desencajadas. La cicatriz de Paula debajo de una gasa que al despegarse le robará rasgos invisibles y le presentará su nuevo rostro. Lámpara.

Lado B

Se ven en el pasaje del edificio San Francisco 300, en la Avenida 9 de Octubre. Lucas pidió una orden de pastillas a domicilio y ahora no sabe cuál es el protocolo a seguir. Es menor que Paula o parece menor que Paula. Cuando le pregunta qué te pasó en la cara es un man que nada que ver. Eso, nada, un accidente, por las pastillas que me pediste me pueden meter a la cárcel, ¿vamos a hacer esto sí o no? Lucas aún no lo sabe, pero ya se enganchó, se enganchó mal. Paula lo abraza de mentira y le mete el frasco de tapa blanca en el bolsillo del pantalón. El primero siempre es gratis. Chao.

La próxima vez que se ven están en el cuarto de Paula, pero no es lo que parece. Lucas se hizo pasar por un chico decente que no toma pastillas y la mamá de Paula lo dejó entrar. La pusher tiene mamá, tiene una sala con muebles y tapetes y adornos clase media, es humana después de todo. En el cuarto, Lucas mira una pared cubierta de postales. Las ha visto antes en el bazar Mayorca. Las fotos son amarillentas y muestran distintos lugares de Guayaquil. Por lo general, las postales funcionan al revés, con fotos de otras ciudades, con recuerdos adjuntos, con frases que no se dirían en voz alta. Estas no. Las envía el papá de Paula al que no ha visto desde ese legendario y aburrido divorcio. Lucas lo entiende a la primera: tiene que encontrar al padre para quedarse con la hija, tiene que convertirse en un héroe.

Corte a: Semanas después, Lucas encuentra al papá de Paula.  

El día en que han quedado para emboscarlo ella está pero él no llega. Se le fue la mano con las pastillas: Lucas tirado en un colchón y en el piso los discos de Pixies y Fiona Apple y El Retorno de Exxon Valdez, también, el frasco de tapa blanca casi vacío. No fue su culpa, las pastillas parecen caramelos. Lucas está cerrado por mal viaje. Lucas es el cadáver de una fiesta sin invitados.

Paula siente que la dejaron sola. La han dejado sola muchas veces. La soledad te maltripea durísimo. Está recostada contra una columna de azulejos verdes. Paula toma una decisión. Se queda. Qué chucha. Se da la vuelta para ver al primer hombre que la abandonó y lo peor es que parece un tipo sin onda, un  man whatever con una vida whatever, un tipo de camisa blanca y pantalón gris cualquiera, anillo de matrimonio en la mano, que va por la vereda con su esposa y un niño pequeño que no para de llorar. Paula quisiera no sentir envidia, no querer lo que todos quieren, no tener que armar su vida sabiendo que le faltan piezas.

Lo vuelve a llamar. El celular está prendido, timbra, es Lucas el que se quedó sin batería, apagado. Paula va a rescatarlo.

Está preocupada.
Está nerviosa.
Está embalada.

Está sintiendo cosas que hace rato no sentía por nadie, ni siquiera por ella misma. Paula está poniendo sobre la mesa la primera pieza de un nuevo rompecabezas.

Llega corriendo al pasaje San Francisco 300, los pulmones trabajando a su máxima potencia. Ya no más soledad, por favor. Sube las escaleras. No valgas verga, no seas ese man. El pasillo es amarillento, como las postales. No seas otro man que vale verga. Toca la puerta. Toca la puerta hasta que le sangra la mano. Lucas, Lucas. Ábreme, ¡Lucas! Toca la puerta. Toca la puerta hasta que deja una mancha de ADN con astillas. Y cuando Lucas abre Paula se da cuenta de que el mancito nada que ver ha visto algo en ella. Lucas volvió de su peligroso sueño. Paula lo abraza, esta vez, de verdad.   

La pusher saca algo de su mochila. No es un frasco de pastillas, es el antídoto. Una grabadora Sony, de casete, noventera, auto shut off, cue & review function. ¿Qué es la felicidad para ti? La pregunta que registra la cinta es un proyecto personal con el que Paula pretende que los extraños le hablen de cosas personales. Lucas la mira y en esa mirada está su respuesta. La cicatriz. El piercing. Una camiseta de los Ramones. Paula. 

(SoHo / octubre, 2012 / ilustración de Marco Chamorro) 

10.18.2012

Ciudad Crónica


Lo dije y lo sostengo: ir al Encuentro de Nuevos Cronistas de Indias fue como ir a la Copa América. Con una diferencia clave, este fue un choque en el que todos ganamos, jalamos más parejo y para el mismo lado. Lo curioso es que cada uno jala desde sus principios y está dispuesto a desollarse las manos con la soga de sus preocupaciones. Y es sobre esa cuerda tensa por donde caminamos.

En la fiesta de clausura un colega se me acercó y me dijo, en algún lugar entre el vodka y la salsa, que el periodismo puede hacer cambios, que uno debe ocuparse de los temas que le afectan a la mayoría, mejorar o intentar mejorar el mundo que nos tocó. Yo le dije sí, perfecto, pero tú tienes tu mundo y yo el mío y en el universo hay espacio para ambos. Mi apreciación hippie no le causó gracia, a tal punto que me dijo, de la manera más amable, que estaba dispuesto a que nos fajemos en la calle si con ello lográbamos estar en desacuerdo. No peleamos. Al contrario, brindamos, como suele ocurrir en ese tipo de eventos. Pero fue evidente que cada uno tenía su esquina.

Cuando me preguntan por qué no persigo temas serios, por qué no hablo del poder o de los poderosos, siento lo mismo que cuando mi mamá me reclama porque no me hice médico. Si yo fuera doctor habría más muertos al día, así de simple. De la misma manera, creo, uno debe enfocar el poco o mucho talento que tiene en aquellos temas que lo hacen tropezar en la calle, olvidar las llaves dentro del departamento o ponerse las mismas medias toda la semana. Esto puede ser un negociado petrolero entre Latinoamérica y Asia o, digamos, la biografía definitiva de Charly García. El tema no te hace más o menos periodista. El tema, al final, no es el tema. Se trata del escritor o periodista o como quieran llamarle, se trata de las horas que pasa investigando, redactando, leyendo en voz alta un párrafo maldito hasta que suene como una canción.

Se dijo que no vale la pena escribir sobre los freaks y yo me puse a pensar en El hombre elefante, la película de David Lynch, y en que esa es una crónica oscuramente tierna e inhumanamente humana. Se habló de las intrigas al interior de las multinacionales que envenenan a la población con sus negociados, y yo no pude estar más de acuerdo con esa batalla pero también pensé en cuánta gente, día a día, minuto a minuto, es afectada o quizás hasta contaminada por sustancias como el reggaetón y nadie, o parece que nadie, se va de gira con Daddy Yankee para contar su historia y saber cómo los versos “Ella explota como en Irak / Guilla como pipa de crack / Mami vente al Web Cam” pueden seducir a miles de latinoamericanos. ¿Cómo pueden esas líneas moldear la moral de un continente?

Durante tres días intensos, que sospecho tuvieron más horas que los demás días, se habló de crónica en el Castillo de Chapultepec y en el Museo de Antropología de la Ciudad de México. Y si algo quedó –me quedó– claro es que el género no necesita consenso sino debate. Y quizás haga falta partirnos la cara para luego abrazarnos hinchados y sangrantes antes de sentarnos a conversar. Ya si nos vamos a romper las narices mejor que sea por una buena causa. 

(Revista Ñ del Clarín, 17/10/12)