Soy Daniel, ¿cómo va eso, hermano? Daniel estaba al otro lado de la pequeña mesa que separaba nuestros asientos, sobre las llantas traseras de un bus aún estacionado en la estación de Los Ángeles, California. El compañero de viaje que la vida había escogido para mí era un joven que no pasaba de los veinte años. Y yo pensé que iba a matarme.
Su mano abierta
esperaba por la mía suspendida en el aire. Hey,
soy Juan, todo bien. Le di la mano, él sonrió y tuve la impresión de que el
bus era suyo y me estaba dando la bienvenida. Daniel tenía una gorra marca Hurley
puesta hacia atrás, camiseta blanca sin mangas y estaba preocupado porque su
tabla para deslizarse en la nieve, su
snowboard, viajaría con el equipaje del resto de pasajeros y podía
romperse. Yo tenía otras preocupaciones. Sobre la mesa, entre sus manos, Daniel
sostenía la mira de un rifle.
Como quien acaricia
una mascota, él sobaba la lente de la mira con un pañuelo, recogiendo en sus
movimientos todo rastro de polvo. Yo veía su pelo rapado bajo el borde de la
gorra, su rostro blanco de mejillas rojas, sus ojos azules; una especie de
salpullido le bajaba desde los hombros y llegaba casi hasta el codo; un
crucifijo dorado que colgaba de su cuello se enredaba con los cuatro pelos que
tenía en el pecho. Daniel dejó el pañuelo a un lado y guardó con delicadeza la
mira de rifle en un bolso negro que tenía a su lado. Luego volvió a preocuparse
por su snowboard y me dijo que su
destino estaba en Colorado, donde planeaba esquiar.
Daniel tenía un jean
que le llegaba hasta las rodillas, botas de albañil y se distraía leyendo un
libro de curiosidades: 1001 cosas que no
sabías que querías saber. Leía y cada tanto me compartía un dato, ¿sabías que en Ohio encontraron una
cucaracha de hace 300 millones de años?, wow. Lo decía con un asombro
genuino, con la alegría de un niño. Daniel me parecía raro, sospechoso, freak. Olía a sudor pero sobre todo olía
a noticia de última hora, a flash informativo.
Parecía uno de esos chicos que aparecen en televisión, en una ampliación de una
foto tamaño carnet, porque un día como cualquier otro llegaron a la escuela y
abrieron fuego contra sus compañeros.
De pronto estaba
pensando en la vida privada de Daniel. Por más que intentaba retratarlo asando
carne en una parrilla, en compañía de su familia, sus amigos y su novia –quizás
con una cerveza que su padre le había permitido abrir con la condición de que
fuera la única– lo veía solo. Hay gente que transpira soledad. Daniel dejaba su
libro abierto, boca abajo sobre la mesa, miraba la ventana y decía Colorado, hermano. Cuando llegue a Colorado…
toda esa nieve… va a ser genial. Deberías venir. ¿Has estado en Colorado? Yo
movía la cabeza de un lado al otro, y sonreía. Veía a Daniel escondido en un
bosque cubierto de nieve, en cuclillas, apoyado en su rifle. Veía humo saliendo
del cañón del rifle de Daniel. Veía humo saliendo de los ojos de Daniel. El
humo trepaba una montaña, llegaba hasta la autopista y se metía en una
patrulla. Un oficial aspiraba el humo por la nariz y luego lo botaba por la
boca.
Cuatro
horas después llegamos a Bakersfield y bajamos del bus. Daniel recogió su snowboard y se apresuró hacia el tren en
el que debíamos continuar el viaje. Yo subí después y me acomodé en una fila de
asientos vacía con la intención de acostarme. Daniel pasó a mi lado un poco más
tarde, seguramente iba al vagón comedor. Cuchillos de cacería colgaban de su
cintura.
(SoHo)
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